En entregas anteriores, presentamos algunas reflexiones sobre el modelo político presidencialista que se consagra por casi todas las constituciones latinoamericanas, copiadas del esquema trazado por la Carta de los Estados Unidos, escrita para otra sociedad con características y sentido cultural diferentes.
Los estados de la Europa Continental Occidental, de acuerdo con la guía proveniente de la práctica inglesa, optaron, en su gran mayoría, por sumarse al esquema de sistema parlamentario, que a diferencia del presidencialista, concede una especial preeminencia al parlamento sobre el ejecutivo, entre otras cosas, por la división interna de roles, pues una persona (rey, reina o presidente) es el jefe de estado, mientras que otra, (normalmente un primer ministro) es el jefe de gobierno y de la administración.
La práctica anglosajona de la monarquía constitucional ha llevado a que el primer ministro sea designado teniendo en cuenta los avales necesarios para ser nominado, normalmente contando con el apoyo incondicional de su partido o de la coalición mayoritaria en el parlamento, es decir, surge del interior del parlamento, órgano que queda habilitado para ejercer un estricto control político y censura sobre el gobierno y la administración.
La preeminencia del parlamento sobre el gobierno y la estricta disciplina de partido, hacen que el control político se convierta en la principal tarea y responsabilidad del parlamento, lo que no sucede en el sistema presidencialista, en el que la concentración de la triple jefatura de estado, gobierno y administración en la persona del presidente, hace que el control político pase a un segundo plano, convirtiéndose la producción legislativa, en el punto principal y casi único en la agenda de los congresos nacionales.
Precisamente, la falta de un estricto control político, en un sistema presidencialista como el nuestro, con una histórica vocación hacia el presidencialismo, hace que el presidente de la república se transforme en un funcionario con muy escaso o ningún control directo, lo que puede generar inconvenientes y expresiones de abuso e irresponsabilidad en materia de declaraciones, actos y hechos propios del Estado.
Lo que acaba de suceder en Inglaterra con la renuncia de primer ministro Boris Johnson, arrastrado por innegables escándalos en época de pandemia, oportunamente debatidos y denunciados al interior del parlamento en su actividad de control; la reciente renuncia de la ministra Liz Truss, encargada de reemplazarlo, quien tuvo que dimitir al no poder explicar al parlamento de manera adecuada las medidas económicas que había adoptado, así como el reciente nombramiento de Rishi Sunak, quien había advertido sobre el fracaso de las medidas de su antecesora, son una clara muestra de la rigidez y responsabilidad con que actúa el sistema parlamentario en Inglaterra.
Frente a estos antecedentes, surge la inquietud en torno a la debilidad del control político en el sistema presidencialista y específicamente en Colombia, donde la irresponsabilidad en manifestaciones y acciones por parte de agentes principales del gobierno, no son simplemente hechos anecdóticos sin responsabilidad alguna, sino que por el contrario, pueden tener graves consecuencias