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si el presidente es un intolerante, el veneno se expande

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Por Susan E. Rice

Es difícil calcular el daño que el racismo evidente y ataques casi diarios contra personas negras y cafés del presidente Trump han causado en el tejido de nuestra nación. Con la supremacía blanca reforzada desde la Oficina Oval, los crímenes de odio y los incidentes de terrorismo doméstico están aumentando, incluido, al parecer, el tiroteo masivo del sábado en El Paso.

Al mismo tiempo, los inmigrantes y estadounidenses nativos viven con el temor constante de que los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley se animen a pensar que pueden actuar con impunidad. Aún así, Trump se deleita en arrancar la costra frágil que se forma sobre la llaga persistente que es la división racial histórica de nuestro país, como si quisiera asegurarse de que nunca se cure.

El terrible objetivo del presidente, simplemente, es enfrentar a los estadounidenses entre sí con burdos fines políticos y, al parecer, desahogar sus descarados prejuicios personales. Mientras tanto, los republicanos en el Congreso amplifican su mensaje a través de su silencio ensordecedor. ¿Acaso no existe fondo para cuán bajo este presidente y sus cómplices republicanos llegarán para dividir a EE. UU.? Sin embargo las consecuencias del racismo de Trump no están contenidas dentro de las costas americanas. Rebotan por el mundo en lugares tan lejanos como Nueva Zelanda, envenenan el clima internacional y menosprecian la capacidad de EE. UU. para asegurar nuestros intereses globales.

Nuestros aliados más cercanos -desde Canadá hasta Gran Bretaña- expresaron indignación ante la exigencia de Trump de que cuatro miembros del Congreso, cada una de ellas estadounidense de color, “regresaran” a los lugares abrumados por violencia de donde vinieron. El hecho de que líderes aliados, de países cuyas alianzas valoramos porque comparten tanto nuestros intereses y valores, se sintieron obligados a condenar los comentarios racistas del presidente, marca un nuevo punto débil en la consideración global del liderazgo de EE. UU.

Cuando el presidente de EE. UU. se revela como un intolerante que ataca a las minorías en su propio país, la capacidad de defenderse de manera creíble contra los abusos de derechos humanos, especialmente la represión de las minorías en otros países, desde los uigures en China hasta los chiítas en Bahrein y Cristianos en todo el Medio Oriente, se frustra de manera duradera e inconmensurable. Los dictadores de todo el mundo no encuentran ningún oprobio de nuestro gobierno y se sienten cómodos al encontrar un compañero de viaje en políticas que degraden a su propio pueblo.

En caso de que alguien tenga que recordarlo: una mayoría del mundo está habitado por lo que los estadounidenses llamamos “personas de color”. Para luchar contra el terrorismo o prevenir la expansión de enfermedad pandémica, para detener la proliferación de armas o las organizaciones criminales, para dar manejo al cambio climático o castigar a Estados criminales, necesitamos de la cooperación voluntaria de naciones alrededor del mundo.

Con el presidente alienando a nuestros aliados cada vez más e insultando a posibles socios llamándolos países de “mierda”, EE. UU. no está bien posicionado para hacer un llamado a la buena voluntad y cooperación de otros Estados cuando más lo necesitamos. Además, en nuestra competencia intensificada con China por la influencia en Asia y los mercados a nivel mundial, nos obstaculiza el contraste entre un presidente que adopta los mantras de nacionalistas blancos y desprecia a las personas de todo el mundo, y China, que todavía es percibida por muchos países en desarrollo como más simpatizante de los desvalidos del mundo a pesar de su gobierno autocrático.

Más peligroso aún, Trump les está ofreciendo a nuestros adversarios un EE.UU. cada vez más dividido y debilitado, uno que es animado por sospecha, impulsada por el odio hacia el “otro” y cada vez más incapaz de unirse ante las amenazas externas. Rusia, sobre todo, continúa explotando y exacerbando estas divisiones. En la campaña de 2016, trolls rusos avivaron el nacionalismo blanco estadounidense mientras amplificaban la ira negra sobre la brutalidad policial en un esfuerzo por reprimir el voto afroamericano. Hoy, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, sigue utilizando las redes sociales para socavar nuestra democracia. Otros adversarios pueden tratar de hacer lo mismo, sabiendo que sus esfuerzos serán ayudados e incitados por nuestro divisor en jefe con sus dedos animados en Twitter.

Nuestras fallas domésticas siguen siendo la mayor vulnerabilidad de seguridad nacional, y la raza es nuestra grieta más antigua y profunda. Cuando el presidente deliberada y repetidamente frota sal en las heridas, mientras mima a los oponentes autoritarios que las explotan, debemos preguntarnos de mala gana: ¿Está jugando en el equipo de EE. UU.?.

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