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Siempre nos quedará la timidez

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Por Marta Orriols

Se le conoce como “la timidez de los árboles” y es un fenómeno botánico en el que las ramas y las hojas de los árboles crecen, pero jamás se topan con las de otro árbol, formando así unas bellas grietas en las alturas. Parece que quieran guardar la distancia o evitar el contacto con sus vecinos. Existen varias teorías al respeto que van desde las causas genéticas o la abrasión producida entre las hojas cuando se rozan, a otras más ambiciosas que sostienen que se trata de una forma de cooperación en la que los árboles se ayudan entre sí permitiendo el paso de la luz o evitando la propagación de ciertas especies de insectos nocivas para ellos. No es mi intención hablar de botánica –a mí se me mueren hasta los cactus–, pero como soy una tímida de manual no me queda otra que buscarle cierta belleza al asunto.

Algunos, entre los que me encuentro, seguimos anclados emocionalmente al siglo pasado sin habernos iniciado todavía en el rito de tener relaciones con alguien a través de aplicaciones de contactos. Da incluso apuro reconocerlo, pero el freno no es la vergüenza sino la timidez.

Los tímidos participamos de las posibilidades tecnológicas. De hecho, estas nos permiten comunicarnos sin siquiera abandonar nuestra zona de confort, y nos crecemos parapetados tras nuestras pantallas luminosas, pero tememos el momento definitivo del encuentro real: lo tememos hasta el punto de convertirnos en bicho bola mucho antes de que el juego devenga en fiesta, en alegría y en revolcón.

No olviden que los tímidos necesitamos más tiempo para observar y reflexionar antes de actuar, y no es fácil alcanzar la velocidad del cortejo moderno. Demasiado pendientes de la opinión de los demás, nos intimida algo tan simple como escoger una foto de perfil para “vendernos” en el bazar de la virtualidad. Hubo un tiempo en el que teníamos la calle, los bares, los cines, infinidad de lugares de encuentro en los que, sin soltar aquella timidez conocida, pero armados de valor, podíamos confiar en las coincidencias, en la imprevisión, en las casualidades seductoras y hechiceras que podían, quien sabe, dar lugar a relaciones que quizás luego se desvanecían, se evaporaban o incluso duraban para siempre.

No hay que olvidar, sin embargo, que en el talante del tímido anida algo realmente valioso, –la tendencia innata a prestar más atención a los detalles–, y así, quisiéramos creer que la naturaleza, animada por un espíritu de contradicción, nos dibuja un croquis en el cielo para dejarnos ver la timidez de los árboles, esas ramas que no llegan a tocarse para cooperar entre los de la misma especie. Quizás la timidez sea, al fin y al cabo, una buena aliada, y la muestra de –la vulnerabilidad-, un atractivo entre los de nuestra misma especie

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