Estación Aturdimiento, que pareciera no ser el espacio para un aquí y ahora sino una teatralización del pasado (con todas las deformidades que contiene) que pone en escena una especie de caja china que se abre y contiene otras con contenidos más viejos, artríticos, mohosos, oscuros y dolorosos que alientan nuevos señalamientos, medias verdades y estados alucinatorios (ya Trump se siente como Supermán y Bolsonaro como Vadinho el de doña Flor) para que todo se deforme en medio de calores varios. Y, mirando y oyendo, llegan a la estación Aturdimiento los que ven y sienten diablos por todas partes, los que le meten lo que no es a la historia, los iconoclastas que tumban estatuas de esclavistas y conquistadores, los funambulistas verbales y mucha otra gente que alienta leyendas negras, agresiones que no llegaron a su fin, miradas torvas y la sensación de que la pandemia ya no es solo un virus sino algo que deviene o degenera en una locura creciente, que es lo que más engorda a las masas.
Fernando González, en Don Mirócletes, habla de una agonía larga y tediosa (la de Epaminondas), de tres entierros (el de Tobías -que murió de repente-, el de Mirócletes Fernández y el del padre Urrea, a quien le quitaron la excomunión a última hora) y de Abrahán Urquijo, un aliado con Dios para ejercer la usura. Y en medio de esta novela-ensayo sobre el método y sus fallas, la vitalidad que no se alcanza, la condición del hombre que tiende (el que no llega al final en lo que se propone) y las ganas de largarse, uno mira y ve cómo lo que dice González se actualiza y se cumple, ya no solo en estas tierras calientes y abundantes en platanales sino en muchas partes en la tierra donde los fluidos vitales parecieran estar corriendo al revés.
Y así, en lo que vemos y oímos, en lo que los medios le permiten o le niegan al otro para que tenga personalidad (para Fernando González la personalidad es una permisión), lo que pasa comienza a manifestarse en un malestar creciente que no entiende bien la situación, sino que la falsea con imaginarios. Y entonces no hay virus que valga ni planes económicos serios sino palabrería, fantasmas que ni maduran ni caen (Maduro es el caso), salidas masivas a lo que sea y una falta de orden y país que no indican dónde estamos parados cuando ya pararse es un tambaleo.
Acotación: la pandemia nos debió poner en razón para admitir que somos frágiles y para sobrevivir tenemos que ordenar lo básico (la Tierra, sobre todo) y crear un nosotros. Pero no, como en las canciones de despecho, enarbolamos rencores, señalamientos, deseos de estar borrachos y llevarnos todo por delante. Y oyendo y mirando, ya ni vemos ni oímos. Giramos en una licuadora que revienta.