Estación Retumbe, a la que llegan bombos, platillos, pitidos, sirenas, redoblantes, acordeones, emisiones de carbono, frenazos, gritos, alarmas, equipos de sonido al máximo, parlantes delirantes, radios a todo volumen, televisores mal sintonizados, aceleraciones de carros, motos, buses y camiones; y también pregones, predicaciones políticas y sobre el fin del mundo, furias varias, carcajadas, llantos en distintos tonos, ruidos de rejas oxidadas, bastonazos contra el piso o la madera, quejidos cortos y largos, quebrazones de lo que sea, acusaciones en distintas direcciones, sonidos internos, truenos, maldiciones con grosería incluida, palabrotas celebrando un gol, cortocircuitos, puertazos indebidos, etc. En fin, a la contaminación por gases e imágenes, le compite la contaminación sonora y de esta nadie se escapa, así diga que tiene un sueño profundo o duerme ayudado: contra cualquier calma, un ruido.
Antes se decía que el ruido provenía del Caribe, de la vida emocional y el ritmo entre las piernas, la facilidad de poner a sonar un palito y retumbar un cuero, y la ayuda de cuerdas imitadoras de guacamayas, loras, sinsontes mañaneros y turpiales del monte y el valle. Pero el Caribe solo es un depositario de los ruidos que llegaron de la España andaluza, extremeña y del sur de La Mancha, regiones estas con mucho salero, cante jondo y buena cantidad de ruido (más que Italia), presente siempre en las conversaciones, los alegatos, las historias orales y el hablar sin parar, lo que quizás influye en pronunciar mal (el gilipollo es difícil de entender) pero sin problema: por estar hablando no hay quien escuche, como pasa también entre nosotros.
Y este contacto con el ruido ancestral (hay que ver los enfrentamientos con refranes entre don Quijote y Sancho), se magnifica hoy en día con las máquinas, los electrodomésticos, el hacinamiento en las calles, los pregones de los vendedores ambulantes y los espacios mal diseñados, cada vez más invadidos de elementos ruidosos o, en su defecto, de muros que no dejan salir lo que suena, como pasa en cafés, cantinas, restaurantes de combate, interiores de buses, espacios públicos, centros de enseñanza, balcones, ventanas y carros de vecinos, en fin: nos hacemos y deshacemos entre ruidos, ensordeciéndonos (lo que obliga a hablar más alto) y perdiendo la calidad del lenguaje, que no solo es un sonido sino la buena ejecución de este. Y alguien podría decir: es que así nos entendemos. Y si, pero nos entendemos mal, pues el ruido no es solo el efecto Doppler (cercanía-lejanía) sino un elemento invasor y, si se aumenta, bárbaro que se anula entre sí cuando sale junto.
Acotación: antes en los hospitales y clínicas se pedía silencio (lo hacía la imagen de una enfermera), pero ya ni ahí hay carencia de ruido. Y es claro: si el ruido llega de la calle, las personas de los interiores se activan y hacen ruidos también. Ruido y fiesta.