De la serie “padecimientos modernos”, y a veces buscados, hace poco me enteré de la existencia de un trastorno llamado nomofobia. Inicialmente pensé que se trataba de una aversión a los gnomos, o nomos, esos seres mitológicos de baja estatura, barbados y con sombreros puntiagudos, de quienes se dice que viven en las entrañas de la tierra, donde custodian tesoros subterráneos, como metales y piedras preciosas; que pueden ser inmortales, que dizque les roban sus pertenencias a los que son muy ambiciosos y que, además, solo las personas consideradas muy dignas pueden verlos.
¡No estaba ni tibia! “La nomofobia puede entenderse como un miedo o ansiedad extrema de carácter irracional que se origina cuando la persona permanece durante un período de tiempo sin poder usar su teléfono móvil”. Ah, era eso: Non-mobile-phone-phobia, y es consecuencia del uso irracional que hacemos del celular, que, además de ser como un apéndice de nuestro cuerpo, también tiene la facultad de ser tan adictivo como la nicotina.
La nomofobia aparece cuando nos damos cuenta de que salimos de la casa sin el dichoso aparato o cambia de dueño en un atraco (con o sin justicia reiterativa), cuando no hay señal ni red wifi, cuando se acaba el plan de datos o cuando se nos descarga y el cargador está a kilómetros de nuestro alcance.
Cualquiera sea la causa, los síntomas pasan por aburrición, impotencia, rabia, miedo o todo junto. Y una sensación de desamparo como la de un náufrago a la deriva.
Los nomofóbicos miran el celular a cada minuto. Revisan mensajes. Juegan. Chismosean estados. A veces trabajan. Duermen con un ojo cerrado y el otro pendiente de las notificaciones. Buscan pareja o le terminan a la que tienen. Lo usan para todo menos para hablar. Si no hay cobertura, no van al paseo y en las visitas piden un enchufe antes que un vaso de agua. Se fueron a vivir al celular, prácticamente.
El miedo a estar desconectado puede ser común, pero no es normal. Cuando el enlace con el mundo exterior se da a través de un aparato estamos en riesgo de aislamiento social, cuyas consecuencias pueden ser ansiedad, taquicardia, estrés elevado y, eventualmente, ataques de pánico, todos ellos asociados con una situación de dependencia o adicción.
Si bien nuestras formas de relacionarnos cambiaron, también hay vida cuando nos desconectamos. A veces muy bella, a veces no tanto. Conversar, dormir, caminar, comer, leer, reír, ayudar, llorar, oír el canto de los pajaritos, seguir con la mirada el recorrido de una hormiga, equivocarse, perdernos en la ternura insondable de los ojos de un niño... ¡Se llama vivir y suele ocurrir por fuera de la pantalla!
Suéltelo un ratico. Si no es tanta la necesidad de usarlo, digo yo y nadie tiene la obligación de compartirlo, a veces también es muy bueno, y sanador, sentirnos liberados de esas cadenas que nos hemos impuesto “libremente”. Ensaye. Dese la oportunidad y después hablamos