Cuanto más rico y profundo es el conocimiento, parece que se vuelve más contumaz la ignorancia. Nunca como ahora ha sido más accesible el saber, y nunca la ciencia y la tecnología habían sido tan eficaces a la hora de investigar la naturaleza de un virus letal y de idear vacunas y tratamientos contra él: pero da la impresión de que cuanto mayores son los avances, mayor es también el efecto reactivo del oscurantismo. Un estudio estadístico citado hace poco por The Economist ha revelado una correlación, en Estados Unidos, entre la defensa del derecho a llevar armas de fuego y la creencia en una lucha cósmica entre el Bien y el Mal y en la existencia del demonio. En Estados Unidos, y sobre todo en el sur, con su religiosidad bíblica y apocalíptica, la compra de armas de fuego se multiplicó durante la pandemia. Llevar pistola debe de ser una medida sanitaria más eficaz que ponerse una mascarilla, sobre todo si en la otra mano se lleva la Biblia. Pero en la Europa laica, rica y culta el negacionismo de las vacunas nos hace vulnerables de nuevo, y en muchos de los responsables científicos y de salud pública se nota un desaliento que les agrava la extenuación de una lucha ya tan larga: es el desaliento ante esa propensión incorregible de muchas mentes humanas a no aceptar los datos de la realidad y a no ejercitar el raciocinio, a no ver lo que se tiene delante de los ojos, a recelar de las personas dotadas de conocimiento y credenciales contrastadas y entregar al mismo tiempo su confianza a estafadores, brujos, videntes, echadores de cartas. En otras épocas la miseria y el atraso hacían tal vez inevitable la primacía de la superstición. Cuando no se sabe nada de las leyes de la naturaleza y se carece de defensas contra las enfermedades y las catástrofes, cualquiera puede creer en el mal de ojo y confiar en conjuros y milagros. Ahora, al menos en nuestra parte del mundo, la educación vuelve accesibles los conocimientos fundamentales a la inmensa mayoría, y casi en cada momento de la vida cotidiana puede comprobarse la fiabilidad de los saberes científicos y de las tecnologías que se derivan de ellos.
Lo peor no es que el oscurantismo niegue la ciencia y la racionalidad: es que las vuelve a su servicio. Hace ya muchos años, antes de los tiempos de internet, me llamó la atención una noticia que leí sobre las comunicaciones que establecían con la Tierra los cosmonautas rusos que pasaban meses en la estación espacial. Aparte de con sus familias, resulta que se comunicaban, sobre todo, con sus brujos y astrólogos personales. Hacían compatibles la astrofísica y la astrología, del igual modo que varios siglos antes Isaac Newton había seguido practicando la alquimia, al mismo tiempo que dilucidaba algunas leyes fundamentales de la física.
Cuando irrumpió internet, los profesionales del optimismo tecnológico auguraron que se abría una nueva época como de ilustración universal, libre ya de la presunta tiranía de los poseedores tradicionales del saber, así como de la necesidad de cualquier esfuerzo, aprendizaje o disciplina: no harían falta ya periódicos, porque gracias a internet cualquiera podía ser periodista; los profesores ya eran superfluos, porque muchos eran mayores y torpes y lo que ellos pretendían enseñar o era inútil o los estudiantes, nativos digitales, ya lo aprendían por su cuenta; y ni siquiera era necesario estudiar ni aprender nada porque cualquier información que uno necesite la tiene al alcance de un clic en la Red. Es como decir que no hace ninguna falta esforzarse en aprender un idioma, si cualquier palabra o cualquier frase pueden encontrarse traducidas al momento en la pantalla del teléfono. La alianza ya antigua entre psicopedagogos y comisarios políticos había tenido efectos devastadores en la enseñanza: ahora se han sumado a ella los idólatras felices de la tecnología, que tan buenos servicios prestan a esos tres o cuatro monopolios que ahora dominan el mundo.
Durante la pandemia hemos descubierto, por si no lo sabíamos, el valor de la sanidad pública. Pero igual de decisivo es el de la instrucción pública, porque estamos viendo que el oscurantismo militante causa contagios y muertos, y nos vuelve tan vulnerables al virus del covid como al de la demagogia y la irracionalidad, que son los equivalentes políticos del esoterismo, del curanderismo, de las pseudociencias. Se vota a un demagogo populista por la misma depravada confusión mental por la que se acude a un tarotista o a un astrólogo, buscando remedios mágicos a problemas reales o a fantasías o delirios. En internet hay artículos de gran seriedad que enseñan cómo distinguir a un tarotista riguroso de un impostor. Hasta el organismo más vigoroso puede ser vencido en poco tiempo por el ataque de un virus. La mente humana es tan propensa a la sinrazón que es preciso fortalecerla sin reposo con la disciplina del sentido común y del conocimiento, con los anticuerpos de la libertad de espíritu, agudizada por el continuo aprendizaje de lo racional y lo real