Fui a felicitar a al padre Nicanor por su cumpleaños “titantos”. Lo encontré solo, sentado en la vieja mecedora de mimbre, en la que se balanceaba como un péndulo de reloj que marcara el tiempo. O la eternidad.
-Feliz cumpleaños, tío. Que sea la ocasión para desearle felicidad para los días que vienen.
-O que me restan. ¿Eso quieres decir?
-No se moleste, padre Nicanor. Es con mucho cariño.
-Te lo agradezco, aunque te repito que la felicidad, si existe, no es de futuro. Ni tampoco de pasado. La felicidad, si existe, se da siempre en presente; más aún, es casi un simple instante. Un éxtasis místico, lo digo desde mi ladera espiritual, es lo más cercano a la felicidad, ya que es una experiencia que se vive fuera del tiempo, en un instantáneo arrancamiento del cuerpo y del espacio.
-Que igual experiencia sería un orgasmo, pienso yo desde mi ladera humana y carnal. Pero, padre, usted por qué, al hablar de felicidad, insiste en usar el modo condicional. Le ponemos una tilde a ese “si” condicionante y todo cambia. “La felicidad sí existe”. Y todos tan contentos.
-O todos tan tristes, muchacho. La felicidad no existe. La anhelamos, la buscamos, luchamos por ella y, cuando cerramos el puño para atraparla, agarramos viento. Es mejor en condicional. Al menos queda el consuelo del escepticismo que, como alguien dijo, es la castidad del pensamiento.
-Curioso que una simple tilde le dé vuelta a un concepto, a una afirmación.
-Una tilde, una letra que ni siquiera suena, como la hache, o un signo de interrogación, pueden cambiarlo todo. No es lo mismo “hay”, del verbo haber en afirmativo, o “¿hay?” en interrogativo, o la interjección “¡ay!”, con signos de admiración.
-Usted quiere decir que ...
-Quiero decir que no es lo mismo decir “hay Dios”, que puede ser un acto de fe, que exclamar “¡ay, Dios¡”, insinuando una tormenta interior, un clamor sin eco, o interrogarse “¿hay Dios?”, cuando brota la duda, la incredulidad.
-Curioso, tío. O mejor, tío curioso. En qué quedamos: Hay felicidad; ¿hay felicidad?; ¡ay, felicidad!
-La búsqueda de la felicidad acaba siendo una frustración si se acomete sin un sentido de trascendencia. Y la eternidad que uno empieza a olfatear de cerca en estos últimos cumpleaños, no es, como decía san Agustín. “quod no habet principium, nec finem, sed nunc stans”.
-Entiendo. La eternidad no es lo que no tiene principio ni fin, sino un instante, un ahora que no pasa.
-Bien, sobrino, hasta el pecado del latín lo has aprendido a mi lado, el Señor me perdone. La eternidad es un instante, un ahora. El ahora de Dios, que no empieza ni termina, sino que simplemente es. Lo bello no es cumplir años, sino cumplir eternidades.