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Tres años después, ante el pelotón de fusilamiento de sus propios compañeros conservadores, Theresa May había de recordar el momento en que abrazó con ingenuidad redentora la promesa del Brexit. Cegada por la lealtad a un partido al que dedicó su vida, no entendió que su elección por descarte, cuando ninguno de sus rivales tuvo las agallas de hacerse con las riendas de una formación en proceso de descomposición por la eterna cuestión de Europa, era el primer paso hacia un fracaso inevitable. Y un empeño imposible.
Cayó en el adanismo que infecta siempre los inicios de una carrera política, y abrazó con la fe del converso la decisión de sus compatriotas de abandonar la UE. “Brexit means Brexit” (Brexit quiere decir Brexit) fue la leyenda con la que comenzó su mandato.
May sigue los pasos de Margaret Thatcher, por la que nunca expresó admiración. Ambas han sido traicionadas por un partido especializado en las últimas décadas en pegarse un tiro en el pie. Pero con una notable diferencia. La Dama de Hierro mantuvo toda la autoridad hasta que se quedó sola. May estuvo sola desde el primer día, y la autoridad solo se la prestaron durante un breve espejismo.
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