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De ninguna manera hemos visto en el cine ni en las series el futuro que soñamos. La prosperidad, la paz, el bienestar, la sabiduría máxima o la ampliación de la conciencia son horizontes esquivos en la ficción creada por los hombres. Parece que nuestras especulaciones sobre lo que está por venir no son solo pesimistas sino totalmente ominosas. Hago un inventario rápido de la ficción anticipatoria que conozco y solo veo panoramas indeseables. Piensen solamente en todos los capítulos de Black Mirror, la serie que proyecta las desviaciones posibles a partir de nuestra dependencia irredimible de la tecnología. Esa pantalla negra que cargamos en el bolsillo es retratada, en la mayoría de los episodios, como una condena. Un grillete que nos amarramos con gusto al tobillo. Arrojamos la llave en el pasto y no nos preocupamos por correr a buscarla.
Netflix acaba de estrenar una serie que va por el mismo rumbo. Amor, muerte y robots es su título. Las dos primeras palabras, absolutas, remiten a un drama shakesperiano. La última perfila a esa criatura diseñada y automática que posiblemente nos reemplazará como especie dominante en este planeta; por lo menos ese es el pronóstico registrado en cientos de obras desde ese drama inaugural escrito por Karel Capek. Recordemos que la palabra robot proviene del vocablo checo robota, que significa servidumbre. Sin embargo, los robots, autómatas, androides, clones, alienígenas y demonios que protagonizan los 18 capítulos de la serie de ninguna manera están bajo el yugo de los seres humanos.
La primera temporada, estrenada hace poco en la plataforma de streaming, despliega una antología de historias alucinantes que navegan a través de las infinitas posibilidades de la realidad. Cada episodio cuenta una historia mínima, breve y contundente acerca de ese callejón sin salida que es nuestra mente. Es como si la imaginación, liberado todo su poder, estuviera a la cabeza de una rebelión cuyo objetivo fuera proclamar su libre albedrío.
En el primer capítulo, titulado La ventaja de Sonnie, vemos cómo la mente se independiza del cuerpo, no depende del organismo débil en el que evolucionamos para existir de un modo salvaje y violento. En Los tres robots contemplamos nuestra extinción como un programa turístico bastante entretenido para las máquinas. En Trajes, asistimos a una batalla interdimensional entre granjeros apacibles e insectos galácticos. Mi capítulo favorito es Buena cacería, una historia con los aires de Hayao Miyasaki que enfrenta el desarrollo tecnológico con la magia en la que se sustenta nuestra inteligencia. El hijo de un cazador de espíritus es testigo de la extinción de una criatura mística que solo recupera sus poderes cuando se muda a un cuerpo cibernético.
Olvidaba mencionar que es una serie animada. En cada episodio hay una exploración de diversas técnicas que permiten un asombro incesante. En Más allá de la grieta, el séptimo episodio, el hiperrealismo está al servicio de una historia sobre astronautas que envejecen dormidos, sometidos ante un cósmico esclavista arácnido. En Multiversity se caricaturiza la historia del siglo XX al imaginar lo que hubiera pasado si el señor Hitler hubiera estirado la pata en su juventud, antes de convertirse en el ángel malvado que asoló a Europa.
Vampiros, civilizaciones diminutas, astronautas náufragos, ciborgs dedicados a la piratería, artistas conceptuales robotizados, bestias de chatarra, entre otros, son los pobladores de esta serie sorpresiva que quizás haya atinado a vaticinar en alguno de sus capítulos el porvenir que con tanto miedo añoramos.
Diego Agudelo Gómez
Crítico de series
De ninguna manera hemos visto en el cine ni en las series el futuro que soñamos. La prosperidad, la paz, el bienestar, la sabiduría máxima o la ampliación de la conciencia son horizontes esquivos en la ficción creada por los hombres. Parece que nuestras especulaciones sobre lo que está por venir no son solo pesimistas sino totalmente ominosas. Hago un inventario rápido de la ficción anticipatoria que conozco y solo veo panoramas indeseables. Piensen solamente en todos los capítulos de Black Mirror, la serie que proyecta las desviaciones posibles a partir de nuestra dependencia irredimible de la tecnología. Esa pantalla negra que cargamos en el bolsillo es retratada, en la mayoría de los episodios, como una condena. Un grillete que nos amarramos con gusto al tobillo. Arrojamos la llave en el pasto y no nos preocupamos por correr a buscarla.
Netflix acaba de estrenar una serie que va por el mismo rumbo. Amor, muerte y robots es su título. Las dos primeras palabras, absolutas, remiten a un drama shakesperiano. La última perfila a esa criatura diseñada y automática que posiblemente nos reemplazará como especie dominante en este planeta; por lo menos ese es el pronóstico registrado en cientos de obras desde ese drama inaugural escrito por Karel Capek. Recordemos que la palabra robot proviene del vocablo checo robota, que significa servidumbre. Sin embargo, los robots, autómatas, androides, clones, alienígenas y demonios que protagonizan los 18 capítulos de la serie de ninguna manera están bajo el yugo de los seres humanos.
La primera temporada, estrenada hace poco en la plataforma de streaming, despliega una antología de historias alucinantes que navegan a través de las infinitas posibilidades de la realidad. Cada episodio cuenta una historia mínima, breve y contundente acerca de ese callejón sin salida que es nuestra mente. Es como si la imaginación, liberado todo su poder, estuviera a la cabeza de una rebelión cuyo objetivo fuera proclamar su libre albedrío.
En el primer capítulo, titulado La ventaja de Sonnie, vemos cómo la mente se independiza del cuerpo, no depende del organismo débil en el que evolucionamos para existir de un modo salvaje y violento. En Los tres robots contemplamos nuestra extinción como un programa turístico bastante entretenido para las máquinas. En Trajes, asistimos a una batalla interdimensional entre granjeros apacibles e insectos galácticos. Mi capítulo favorito es Buena cacería, una historia con los aires de Hayao Miyasaki que enfrenta el desarrollo tecnológico con la magia en la que se sustenta nuestra inteligencia. El hijo de un cazador de espíritus es testigo de la extinción de una criatura mística que solo recupera sus poderes cuando se muda a un cuerpo cibernético.
Olvidaba mencionar que es una serie animada. En cada episodio hay una exploración de diversas técnicas que permiten un asombro incesante. En Más allá de la grieta, el séptimo episodio, el hiperrealismo está al servicio de una historia sobre astronautas que envejecen dormidos, sometidos ante un cósmico esclavista arácnido. En Multiversity se caricaturiza la historia del siglo XX al imaginar lo que hubiera pasado si el señor Hitler hubiera estirado la pata en su juventud, antes de convertirse en el ángel malvado que asoló a Europa.
Vampiros, civilizaciones diminutas, astronautas náufragos, ciborgs dedicados a la piratería, artistas conceptuales robotizados, bestias de chatarra, entre otros, son los pobladores de esta serie sorpresiva que quizás haya atinado a vaticinar en alguno de sus capítulos el porvenir que con tanto miedo añoramos.