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Mientras en su discurso de posesión, el presidente electo, Gustavo Petro, clamaba por un acuerdo nacional y pregonaba la política del amor, desde las trincheras de las redes sociales sus ejércitos de seguidores (ciertos o fakes) atacaban sin clemencia a Egan Bernal.
Con el paso de los días esa guerra de insultos saltó de la realidad virtual a la vida real y terminaron destruyendo el gran mural del ciclista en Zipaquirá, pintado en su honor por haber ganado el Tour de Francia (2019).
“No vamos a destruir a nuestros enemigos”, decía esa noche Gustavo Petro, hinchado de emoción por el triunfo, desde el Movistar Arena. “No es un cambio para construir más odio. El cambio consiste precisamente en dejar los sectarismos atrás”, y todos aplaudían. En ese mismo instante, los ejércitos de la nueva inquisición le daban ‘me gusta’ en Twitter a un meme vulgar contra el mural de Egan Bernal que suma hoy 42 mil “me gusta”.
Ya completamos una semana de las elecciones y el linchamiento contra el deportista no ha parado. El ciclista, para quienes no están enterados, cometió la “herejía” de expresar su preferencia política a favor de Rodolfo Hernández. Y la santa inquisición del Twitter, hasta el sol de hoy, no se lo ha perdonado.
Pero lo más sorprendente es que el presidente electo no ha pronunciado palabra. Es increíble y preocupante que aún Gustavo Petro no haya asumido el liderazgo que le corresponde a un jefe de Estado para exigir respeto por Egan Bernal. ¿Cuándo es que comienza a funcionar la política del amor?
Tal vez si el presidente empezara a dejar de hablar de “enemigos” y se refiriera a ellos como “adversarios” algo se podría avanzar en ese sentido.
El caso de Egan es apenas uno de tantos. Pero sin duda es el mejor ejemplo para ilustrar cómo ese mecanismo perverso de las redes sociales se puede activar para destruir hasta a los personajes más queridos de una sociedad.
Con lo que ha venido ocurriendo, cualquiera que tenga un mediano aprecio por la democracia se debe sentir alarmado. Las redes, a pesar de la democratización que aparentan, se han convertido en la antítesis del pluralismo y en el más eficaz instrumento de censura: obligar a alguien a decir algo contra su voluntad o asesinarlo moralmente por lo que piensa es el principio del fin de la democracia. Estamos, sin duda, frente a un nuevo totalitarismo.
Este modus operandi se comenzó a revelar durante el paro y las protestas del año pasado. Las barras bravas cogieron a los personajes más queridos del país (y por ende, a los que cuentan sus seguidores en millones) y les montaron una suerte de matoneo difícil de resistir: hordas de tuiteros le aplicaron la operación presión a los artistas y deportistas (Shakira, Juanes, JBalvin, Carlos Vives, James) para que se plegaran a lo que esa masa sin forma quería de ellos. En la práctica coartaron la opinión de todos ellos.
Y durante la campaña electoral volvió y se repitió el mecanismo. Las redes sociales al servicio del hoy presidente electo “quemaron” primero a Alejandro Gaviria, después a Sergio Fajardo y, finalmente, a Federico Gutiérrez. En Twitter y sobre todo en Facebook se veían fotografías manipuladas, noticias mentirosas sobre ellos y anuncios falsos que les hacían daño, modus operandi que se ratificó con los videos que se filtraron de la senadora electa Isabel Zuleta y los llamados “petrovideos”.
Por un lado, las llamadas “bodegas”, en las que se juntan cuentas de personas de carne y hueso y muchas cuentas falsas, dejaron fuera de combate a varios candidatos. Y, por otro lado, está documentado, la campaña de Gustavo Petro invirtió el mayor número de recursos patrocinando sus posts en Facebook y sus videos en YouTube.
Las redes sociales hackearon la democracia. Eso se puede concluir de una revisión de datos y algoritmos. Puede que no hayan sido definitivas en el tramo final (en ese caso el impulso lo dieron las viejas prácticas de la politiquería tradicional), pero sí fueron cruciales para sacar del camino a candidatos prometedores.
A diferencia de Estados Unidos, donde fue la derecha de Donald Trump la que en su momento aprovechó el lado oscuro de las redes sociales para ganar su presidencia, en Colombia la izquierda es la que ha sabido aprovechar mejor el mecanismo y le lleva años luz a la derecha en el manejo de esa estratégica herramienta (la derecha solo tuvo su cuarto de hora en las redes con el plebiscito por la paz).
¿Y ahora en esta nueva fase de gobierno qué papel juegan? ¿Las hordas en Twitter y Facebook al servicio de un gobernante buscan un pensamiento único? ¿Se trata de imponer una narrativa única y a quien no repite el mismo estribillo lo van anulando? ¿Estamos entrando en la era de la censura 4.0?
Gobernar se diferencia del ejercicio de campaña en un punto, y es que gobernar requiere unir. En nuestra Constitución el presidente no es el mandatario de quienes lo apoyan o lo siguen, sino de todos los colombianos. Es, de hecho, “símbolo de la unidad nacional”. Ya no es hora de señalamientos, de confrontaciones, de acusaciones ni de epítetos: ya no es momento de los discursos donde a media Colombia se le culpa de los sufrimientos de la otra mitad. Es el momento no de hablar, sino de gobernar, y de hacerlo para todos.
O Petro desactiva el odio de sus seguidores en redes sociales, para que sea así el comienzo de una verdadera reconciliación, o todos sus llamados al amor y al acuerdo nacional son simplemente un discurso hueco