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La dirigencia política de la más antigua democracia parlamentaria del Viejo continente no ha podido ni ha sabido gestionar el mandato que los votantes británicos impartieron en el referendo de junio de 2016 para definir la permanencia o la salida de Reino Unido de la Unión Europea. La mayoría votó por salir: el mandato fue por el Brexit.
Muchos acontecimientos políticos han sucedido y la discusión sobre si era o no oportuno convocar a un referendo tiene un dictamen mayoritario: fue un error colosal del entonces primer ministro conservador, David Cameron. Solo una parte de su partido había pedido ese referendo. Él lo convocó con la convicción de que ganaría el Sí por la permanencia en la UE. Perdió y a las pocas horas hizo lo que debía hacer: renunciar al cargo.
Hubo una campaña llena de juego sucio y falsedades. Se presentaron cifras adulteradas o abiertamente inventadas sobre lo que al Reino Unido le costaba pertenecer a la Unión Europea. Solo cuando se conoció el resultado muchos votantes comenzaron a preguntar qué era cierto y qué no. Pero ya el daño político estaba hecho y la paradoja es que quienes impulsaron la campaña a favor del Brexit con datos falsos son hoy los que se disputan el primer lugar del liderazgo político: Neil Farage y Boris Johnson.
Theresa May llegó a gestionar el desastre que le legó David Cameron. La dirigente del Partido Conservador no era entusiasta del Brexit, pero tampoco se había opuesto a él. Asumió como primera ministra, convocó a elecciones generales y tuvo una debacle electoral, al perder decenas de escaños. A ello se sumaba que la oposición interna de su propio partido era cada vez más directa y desafiante.
La primera ministra tuvo que enfrentar al tiempo las negociaciones con la cúpula de la Unión Europea, en Bruselas, la cual no podía enviar el mensaje al resto de los Estados miembros de que los compromisos asumidos por los socios podían abandonarse de buenas a primeras. Los políticos británicos exigían a May que impusiera sus condiciones y que el Reino Unido saliera indemne, sin una sola pérdida, mientras los negociadores de Bruselas cumplían su misión de exigir que, en la medida de lo posible, el retiro se hiciera con todas las consecuencias previstas en los tratados y en igualdad de condiciones. Pero el Reino Unido no era un simple socio más.
Hasta tres acuerdos llegó a negociar May con la Comisión Europea. Los tres los sometió a votación en su Parlamento, Y en los tres fue derrotada. La primera votación le acarreó la peor derrota parlamentaria a un gobierno británico: 432 votos en contra. Las consecuencias no fueron solo el aplazamiento de las fechas previstas para la salida de la UE sino las tormentas políticas internas. El Partido Laborista, que no ha sido leal en acordar una solución a un tema de Estado, la sometió a una moción de censura que pudo superar, y su Partido Conservador la obligó a pasar por una moción de confianza en la que tuvo 200 votos a favor y 117 en contra.
En marzo pasado, en un intento agónico por aprobar una salida flexible, prometió que si le aprobaban su plan de Brexit se retiraría del cargo. No se lo aprobaron, e igual no le quedaba otra alternativa que retirarse. Lo anunció ayer. Deja de liderar el Partido Conservador y, consecuentemente, dejará de ser primera ministra en junio o julio.
Su renuncia, que la honra, no soluciona los problemas, salvo los suyos en lo personal. Los británicos se enfrentan a la presión de un sector político radical que exige retirarse a la brava de la UE (“Brexit salvaje”) a pesar de todas las advertencias de que las consecuencias económicas para el Reino Unido serían desastrosas. No obstante, parace que tampoco allá se librarán de las fórmulas populistas que, aun conociendo las consecuencias, están dispuestas a todo con tal de monopolizar el poder.