La historia no es nada sencilla. Se ha escrito tanto sobre este tema que tiene un matiz obsceno volver a él mientras los palestinos y los israelíes son blancos del fuego adversario y caen hechos trizas por las balas y los misiles. Buscar los responsables, determinar cuál fue la mano en lanzar la primera afrenta, tiene su dosis de maldad, sobre todo cuando son los otros los que le ponen el pecho a la metralla o se internan por pasadizos sembrados de explosivos y trampas. Al final de escuchar tanto parloteo y de hundirse en los laberintos de la ideología uno queda con la impresión de que este conflicto –de tan viejo que es– no tendrá una solución pronta y humana. En casos como este las palabras son ruido y no luz que desnuda la realidad. Pienso en esto luego de conocer en una sinagoga de Bello la historia de un grupo de veinteañeros que combate a Hamás en las calles de Gaza y de asistir a la azalá del viernes –la más importante de la semana para un musulmán– en una mezquita en el Poblado.
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La historia de los muchachos es simple: por pertenecer a familias antioqueñas convertidas al judaísmo, ellos fueron educados en un sistema de valores distinto al del resto de sus compañeros de colegio, barrio y ciudad. Luego se fueron a Israel tras el sueño de una vida mejor –sea lo que esto fuere– y allá terminaron envueltos en el frenesí bélico que desató Hamás el 7 de octubre al convertir un festival de música electrónica en una réplica macabra de los videojuegos ultra-violentos. Durante una tarde de mediados de octubre escuché el relato del rabino Elad Villegas sobre estos muchachos y una comunidad que, por supervivencia, aprendió a ser invisible. Conversamos a pocos metros del sitio en el que estaba la Torá, el libro sagrado del judaísmo, la palabra de Hashem vuelta caligrafía humana. El rabino abrió el Arón Hakodesh –el armario sagrado– y mostró los rollos benditos. Justo en ese momento el fotógrafo Carlos Velásquez desenfundó su cámara y tomó fotografías del rabino sosteniendo la Torá.
A la semana de publicado el artículo en la edición dominical de EL COLOMBIANO el rabino pidió que cambiáramos en la web y en las redes sociales la imagen que lo ilustraba. Esta consistía en un mosaico de retratos de los combatientes paisas con sus respectivos nombres. Pidió el cambio después de que las redes sociales se llenaran de insultos contra ellos y sus familiares. El asunto escaló hasta el punto de que el presidente Gustavo Petro habló en su cuenta de X del artículo e insinuó que los muchachos eran criminales de guerra. El rabino y las familias de los soldados decidieron apelar al anonimato mientras las aguas volvían a su cauce. Esto, de nuevo, deja en evidencia la falta de pudor de los políticos ante temas tan complejos. Todo se reduce al aplauso de las graderías y a los likes de las redes sociales.
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¿Qué hace que un libro sea sagrado? La historia. Es decir, el carácter divino lo adquiere un libro a lo largo de los siglos. O, mejor, la gente comienza a darles a ciertas historias la naturaleza de sacras después de un proceso en el que intervienen la política, la guerra, la espiritualidad, los milagros —falsos o no— y el comercio. En las páginas de esos libros se condensa el momento histórico de ciertos pueblos y, al mismo tiempo, sin ellas no se entiende la suerte de otras naciones. Dejando de lado su carácter religioso, la Torá, el Nuevo Testamento y el Corán han modelado la economía, la diplomacia y las emociones de una gran parte de la humanidad. Y la otra parte ha sido esculpida por el Tao Te Ching, por el I Ching y por El libro tibetano de los muertos. Incluso los siglos XIX y XX, con su pretensión científica y técnica, fueron testigos de la aparición de dos obras que se convirtieron en catecismos y norma de vida en medio mundo. Se trata, por supuesto, de El manifiesto del partido comunista y de El libro Rojo de Mao.
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A diferencia de la sinagoga –que vista de afuera parece una casa habitada por una familia grande–, la mezquita Medellín As-Salam está al borde de una vía con mucho tránsito y en su fachada se ven los trazos del árabe, la lengua santa de los musulmanes. Allí la gente entra sin mayores problemas ni requisitos. “¿Cuándo usted entró alguien le pidió un papel o le preguntó algo? No, ¿cierto?”, dijo el Sheik Mohamed Ali Mattar, sentado en el suelo de la mezquita luego de dirigir la oración del viernes. Y no. Nadie está pendiente de quien sube por las escaleras y entra al sitio de oración. Hay, eso sí, un aviso en el que se indica que hay cámaras de vigilancia en las puertas para evitar el robo del calzado de los fieles. El Sheik vestía una sotana café que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero blanco con trazos rojos. Durante el ritual habló varios minutos en árabe ante una audiencia compuesta por hombres de distintas edades y diferentes vestuarios. Las mujeres estaban en el piso de arriba y lo escucharon por un sistema de sonido. Ellas sí tenían velos, algunos más largos que los otros. Después el Sheik habló en un español fluido, sin tropiezos sintácticos.
