Es muy difícil, muy, tratar de enseñar literatura en un colegio siguiendo aquel currículo que está vigente desde la época de los abuelos: María, de Jorge Isaacs; La vorágine, de José Eustasio Rivera... Esos son libros que se leen después, que se disfrutan o se reprochan cuando ya estamos sumergidos en el arte de aprehender la palabra escrita... Al leer María por primera vez, siendo un adolescente que escuchaba Iron Maiden, me dieron náuseas de sentir tanta cursilería que se desbordaba por las páginas. Hace unos años, cuando releí María, descubrí la belleza de la obra de Isaacs. Descubrí que, ahora sí, era mi tiempo para entender que la naturaleza se adapta al estado de nuestro corazón: una teoría absurda para un adolescente que lo único que quiere es cuajar en un mundo insólito.
Cuando llegué a enseñar literatura en el bachillerato, hace tres años, conversarles a los muchachos sobre libros era lo mismo que hablarles de castigos, de vejeces... Según lo comprobé después, no era culpa de ellos ese odio absoluto por las letras, sino, más bien, era culpa de que no les habían revelado el secreto: en los libros hay una complicidad (una honda rebeldía) que logra conectarnos con esos temas tan íntimos que no somos capaces de descifrar.
Cada estudiante tiene un mundo interno que es inefable, misterioso, oscuro; y nosotros podemos recomendarles ciertas lecturas que los van a hacer descubrir que aquellas angustias infinitas ya han sido tratadas; que alguien, con esas mismas molestias, ha convertido sus problemas espirituales en una obra de arte. Un muchacho obsesionado con “la muerte”, por ejemplo, se sentiría feliz leyendo a María Panero. Pero otro, que se siente un bicho raro en los recreos del colegio, pude quedar fascinado con los cuentos de Allan Poe o con las primeras páginas de La metamorfosis, de Kafka. Y así, con cada uno de esos mundos que aceptan y que rechazan según sus circunstancias específicas, según sus enmarañadas realidades... Lo importante es transmitir el mensaje: los libros son cómplices: nos dicen cosas que nos dejan ser-nosotros-mismos.
Un día, enseñando literatura colombiana, les dije a los niños: “Vamos a leer Sin remedio, de Antonio Caballero”, y escribí la referencia bibliográfica en el tablero. Pero después, consciente de lo que hacía, les dije: “No. Ese libro es muy fuerte para ustedes. Me matan sus papás”, y borré el tablero. En ese momento ya tenía a veinte interesados: “¿un libro puede ser fuerte?, ¿hay un libro que mis papás rechazarían?”. Claro que lo hay, amigos. La mayoría de libros tienen esa naturaleza.
Hoy, después de un arduo trabajo de recomendar libros y de discutir sus secretos, los muchachos leen en los recreos. Hablan de Joyce y de Fante como si estuvieran comentando un buen programa de televisión.
* Profesor Literatura del Colegio Colombo Hebreo, de Bogotá.