El término “desechable” es duro. Deshumanizante. Despectivo. Asesino. Impropio. Denigrante. Pero lo usan los indigentes, “los habitantes de calle”, para hablar sobre sí mismos en esta villa que los mira por encima del hombro y que quisiera limpiarlos.
Lo emplean para narrar sus vidas de itinerarios inciertos. Para describir su desgracia o su dicha, según se vean los callos que les saca el cemento de las calles, de los puentes, de las aceras. Dormitorios al aire libre que ellos arriendan en el inquilinato sin dueño que es la ciudad de noche. La Medellín enemiga, la puñalera.
Hace unos años, uno de ellos, que había sido de los mejores artesanos de cuero del país, me relataba: “en estos días me vio un perro policía y salió corriendo. Con eso entiendo todo sobre mi aspecto, sobre lo mal que me veo”. Sus dientes se desgajaron de unas encías marchitas por las infecciones. De relamer vasos y botellas. De repelar las bolsas de basura. Su sonrisa era una mueca oscura en la que se hundía el pasado. Un agujero del que salía la vida de un aletazo, perfumada con bazuco y tragos de alcohol Alelí.
Medellín tiene hoy una bandada de indigentes. Viajan por los corredores del río. Pican y defecan en las orejas de los puentes de San Juan. Se despluman en las noches con los “barillos” encendidos junto a la calle Los Huesos. Vuelan dejando atrás su rastro espectral por Niquitao y también aterrizan junto a los árboles resecos y flacos de la Avenida de Greiff.
De Greiff. Ese apellido que va atado a las garras de un León: “Mi profesión es hacer disparos al aire/Todavía no habré descendido la primera nube...?/También soy jugador de dados/y tengo mis ribetes de asesino/Presumo haber -en lontana ocasión- hurtádome los vasos/sagrados/de ya no sé qué iglesia, abadía o convento”. Vida gamina. Vida azarosa. Vida re-puta.
Medellín tiene ya su bandada de indigentes, que cagan sobre el pedernal “que da chispas herido por el eslabón”. Esa ciudad en la que todo lo queremos enchapar en oro, mientras que debajo hieden los robos y los despilfarros. Ahora dizque el río será el paraíso. Lo van a tapizar con billetes y contratos hueros. Villa estrafalaria, patrullada por sus propios fantasmas: ellos, dados en calificar de “desechables”, y a los que llamamos así entre dientes sus conciudadanos, fariseos, indolentes.
Las señoras y los señores bien puestos se dicen tras las ventanillas de los autos, para calmar la sed de la conciencia: “ellos están en su viaje. Esa es una desgracia buscada. Qué gente tan desagradable”. No saben que ellos somos nosotros tras esa noche de pesadilla en que lo perdimos todo.