Antioquia

La historia de la vereda que está desapareciendo en Copacabana

Un movimiento en masa tiene en vilo a Copacabana y ya desalojó a 112 familias. 65 aún siguen en la vereda.

Periodista del Área Metro. Me interesa la memoria histórica, los temas culturales y los relatos que sean un punto de encuentro con la ciudad en la que vivo, las personas que la habitan y las historias que reservan.

28 de agosto de 2019

La bestia parece dormida. Pero, hace unos meses, José Antonio Roldán Gallego, con su casa recubierta de madera a medio metro de la vieja carrilera del Ferrocarril, escuchó el crujir de la tierra una noche de diciembre de 2018. Oyó, dice, las piedras revolcarse y el río engullendo.

Hoy es distinto. La tierra no ruge, no hay ruido, parece que se sigue desplazando pero despacio, como una serpiente que se desliza entre los arbustos. Pero ahí están las cicatrices, las grietas que crecen en el pavimento.

José Antonio es una de las 264 personas afectadas por un movimiento en masa de 40 hectáreas, que se está tragando la vereda Ancón 2 en Copacabana, al norte del Aburrá.

Al borde del vacío, sobre el socavón que quedó tras el paso del río, están desperdigados uno que otro utensilio: la desgastada cabecera de una cama, una silla rota, las puertas y ventanas de varias casas que no pudieron salvarse y cayeron al abismo.

También están en riesgo los rieles de la antigua estación del mismo nombre, como ganzúas sobre la tierra en el mismo punto exacto en donde antes cruzó el tren y hubo pasajeros.

Para decir adiós

Hace un mes que Rubiela Ortega no volvía a la casa materna. Regresó esta semana al sitio en el que su mamá vivió durante 55 años, el mismo que casi no abandona, cuenta Ortega, porque ella era terca y “una cosa de esas no se acepta así de fácil”. Su madre solo salió bajo las amenazas de los peritos que le insistían que el techo le iba a caer encima.

Cuando entró, Rubiela encontró las mediciones dibujadas con lápiz rojo por los investigadores de la Alcaldía sobre las paredes, los trazos con los que calculaban la distancia alcanzada por las aberturas.

Vio las grietas más grandes, una lamparilla roja aún sostenida sobre una repisa, justo al lado de un agujero por el que es posible introducir el puño. También seguían ahí las oraciones de su familia, pegadas con cinta sobre los muros: “El Señor es quien maneja mi vida”, se lee.

Las primeras fisuras en Ancón II aparecieron en la temporada invernal de finales del año pasado. Sin embargo, fue solo hasta abril de 2019 que el desplazamiento de tierra alcanzó los 200.000 metros cuadrados.

En junio, según le contó a EL COLOMBIANO el ingeniero geólogo Oswaldo Isaza, de la Alcaldía de Copacabana, un segundo monitoreo de la emergencia mostró que el movimiento ya cubría las 40 hectáreas. Por recomendación de los expertos, 112 familias que residían en las 10 hectáreas de influencia directa fueron evacuadas.

Rubiela se quedó en la vereda, en el segundo piso de otra vivienda. Hace un mes también le solicitaron que evacuara, pero dice que esa casa no está dañada. “Además —añade— ¿para dónde nos vamos con esos arriendos tan caros?”.

Solo dos familias quedan en esa cuadra, en donde antes vivían diez. Una señora conserva una tienda que aún abre. El resto de casas están vacías. Su mamá está en Girardota, los vecinos se fueron yendo de a uno, a cuentagotas, “en despedidas sucesivas, pero con la esperanza de volver”.

Hay afiches por todo el barrio, la mayoría colgados de los balcones de las viviendas desalojadas al margen de la Autopista Norte. Dicen: “Más soluciones, menos amenazas” u “¿Obras de mitigación para cuándo?”.

Las edificaciones vacías están enumeradas, inclinadas, con la fachada resquebrajada. En una casa rosada, con una zanja que la divide casi por la mitad, alguien dejó un crucifijo atado en la ventana.

José Antonio dice que, con los afiches, los habitantes buscan entender si hay un culpable de lo que está pasando. Señalan a las empresas, a un parqueadero que se estaba construyendo en la zona.

Pero de los culpables —si los hay— no hay nada comprobado aún. Tampoco saben si podrán regresar. Es precisamente para eso que las autoridades anunciaron, en julio, la contratación de un estudio a fondo con la empresa Inteinsa para evaluar las causas que desencadenaron el deslizamiento y cuáles son los puntos más afectados de la vereda.

Según el ingeniero Isaza, consultado por EL COLOMBIANO al respecto el 19 de julio, esta consultoría tiene un valor de $833 millones y permitirá definir el tipo de intervención a implementar.

En tres meses el contratista debe entregar los diseños preliminares de las obras de mitigación urgentes. Esta intervención debe ser estratégica, antes de la llegada del invierno en noviembre.

Ana Isabel Agudelo, vicepresidenta de la Junta de Acción Comunal de Ancón 2, añade que aún hay 65 familias que no se han ido. Sin embargo, los estudios han traído tranquilidad, al menos la de comenzar a entender qué es lo que está pasando.

Hay mucho miedo e incertidumbre, relata Rubiela, y se la pasan en reunión tras reunión. Y la gente se va, agrega José Antonio, casi siempre para Girardota o para Enciso.

“Ellos dicen que no vuelven, imagínese cómo quedaron esas casas”, comenta.

En su predio, —que comparte con gallinas, gallos, su hermano y ambos padres— no apareció una sola fisura. Por sus plegarias, quién sabe, pero no hay rasguños, dice José Antonio. A pesar de eso, también les pidieron evacuar. “Pero el daño ya está hecho y eso está quietecito. Yo no veo peligro”.

El candor de la guayaba

La casa más antigua del barrio, la de Amanda Ruiz, tiene 93 años. En junio, cuando recibió la orden de evacuación, Amanda esperó sentada frente al jardín y junto a su labrador negro. Se preguntó, en ese entonces, cuándo volvería a respirar tranquila. No quería ver su casa desmoronarse.

Ana Isabel, quien ha vivido 33 años en el barrio, recuerda su infancia metida entre los guayabales, “árboles gigantes”, dice, cuyas ramas servían de refugio para jugar a las escondidas. Por el mismo camino delineado por los árboles, unido a la carretera vieja, bajaban los hombres y las mujeres cargando las canastas de guayaba luego de la cosecha.

Por esos carreteables también subían, cada ocho días, al charco de Amelia, una quebrada propicia para los paseos de olla y los sancochos.

Los padres de Raúl Ortega, de 71 años, construyeron en Ancón 2 su casa, de paredes amarillas, hoy traspasada por las grietas. De niño, dotados de cañabrava y ganchos, subían a los guayabales para recoger las frutas y luego venderlas.

En julio de 1986 los vecinos levantaron juntos su iglesia, la San Juan Bautista de La Salle, sacando piedras de la quebrada. Los cimientos de la parroquia, comenta Ana, tienen inscrito el nombre de las personas que cargaron las rocas por esos días.

Las mismas casas en las que de niños hacían fila para entrar a recoger mangos hoy están en proceso de desalojo.

“Ahí, en la casa Ruiz, vivíamos pegadas de la puerta cuando éramos chiquitos porque eran los únicos que tenían un televisor a blanco y negro”.

Lo cierto es que Ancón 2 ha sido durante décadas un punto contemplado, incluso, en los primeros planes urbanísticos, usado para marcar los límites del Aburrá. El ingeniero civil Fabio Botero Gómez recuerda en su libro “Cien años de la vida de Medellín” que en 1948 el municipio de Medellín celebró un contrato con los urbanistas Paul Wiener y José Luis Sert, cuya oficina de consultoría estaba en Nueva York.

Este contrato tenía como fin iniciar un “completo plan regulador de la ciudad” hasta cubrir un área metropolitana que se extendería “desde el Ancón de La Estrella hasta el Ancón de Copacabana”. La adopción de este trabajo como “Plan Director” ocurrió en 1960 por Acuerdo Municipal.

Pero Ancón 2 era un sector pequeño, fundado por cinco familias— Los Ruiz, los Pérez, los Gómez, los Quintero, los Barrientos—. Su descendencia vio crecer al barrio, en alguna época los niños corrían hasta alcanzar el tren en la estación Ancón. Hoy se ven a sí mismos migrar a otros sitios. No hay certezas, por ahora, solo el anhelo de un retorno ni siquiera prometido.