La historia de cómo, con barro y paja, construyen centro cultural en Altavista
Con arcilla, paja y arena construyen en Altavista un centro cultural. Relato de paredes tejidas a muchas manos.
Unas cincuenta figuras untadas de barro, desde la cabeza hasta los pies, desfilan cargadas de paja, agua y arena por los caminos de un espacio abierto, en lo alto del barrio La Perla, corregimiento de Altavista al suroccidente de Medellín.
Allí, niños, jóvenes y adultos están inmersos en la construcción de un centro cultural, en medio de tambores, flautas, bailes y ajiaco.
Las herramientas de la obra no son otras que las manos y los pies, que se hunden entre la tierra para darle forma a la arcilla. Las botellas plásticas se incrustan en el barro y en las estibas para convertirse en vitrales y ventanas.
Diecisiete años le tomó a la Corporación Cultural Altavista, la entidad que lidera el proyecto, juntar los recursos económicos para arrancar con este anhelo obstinado de construir un centro cultural propio para un corregimiento en el que los niños no cuentan con espacios suficientes para tomar clases de música, manualidades, literatura o danza.
“Están haciendo muros de lo que serán sus salones”, dice Juliana Pedroza, gestora comunitaria de la corporación.
Hace un mes, motivados por la convocatoria del proyecto, algunos albañiles y trabajadores residentes del barrio erigieron, en lo que será el recinto, un primer armazón convencional de cemento, adobe y ladrillos para otorgar mayor seguridad al soporte de la estructura.
Ahora son los niños los que fabrican los muros de la casa, entierran sus manos en la arena y adhieren la arcilla al esqueleto de cemento.
“Este centro cultural se está haciendo con materiales vivos para que sea una casa viva”, dice Juliana.
Con ahorros de toda la vida
Wilinton Foronda, coordinador del Área Social de la corporación, afirma que el deseo de que la casa se hiciera de barro no fue una elección fortuita. Querían que el espacio se construyera con la comunidad del sector y sentían que la arcilla, la paja y la arena les permitían hacer partícipes a todos del ejercicio creativo.
“Necesitamos tener el barro en la piel. Volver al barro nos permite trabajar juntos, volver a mirarnos a los ojos. Es regresar a lo humano y a lo simple”, manifiesta Wilinton.
En esta casa cultural son los jóvenes, adultos y niños los que definen las formas y los colores, en lo que Wilinton denomina como una sumatoria de historias.
“Va a ser una casa con muchísimas huellas, con muchísimos rostros e historias. Cada mano que hay ahí es un relato que se cuenta”, añade.
Para la financiación de esta obra se vincularon cuatro entidades locales, una ferretería, dos canteras y una alfarera que, en donaciones de adobes, varillas u otros materiales, aportaron $10 millones.
Sin embargo, el proyecto tiene un costo de $80 millones que asumió la corporación con ahorros de toda una vida. La construcción incluirá tres etapas en las que se levantarán dos salones, un teatro, oficinas, techos vivos y huertas. La primera fase, la de las dos aulas, estará finalizada el 14 de octubre próximo.
Wilinton enfatiza en que, antes de diseñar la casa, les preguntaron a los niños qué querían para el barrio. “Que haya mucha gente”, decían ellos, porque pareció prevalecer siempre una necesidad de reunión más allá de la belleza de la fachada o la estructura.
Por eso han llegado tantos niños, que han cruzado los diferentes sectores del corregimiento, desde Manzanillo, hasta Aguas Frías o Morro Corazón. Pero también han llegado voluntarios de varios rincones del país, como Bogotá o Envigado, hasta otros extremos de Suramérica, como Chile o Argentina.
“Hay que cruzar la ciudad para construir esta casa. Pero no solo se cruza la ciudad. Hay que cruzar a Suramérica para venir a construir este sueño”, concluye Wilinton.
Camino de ida y sin retorno
La técnica de construir espacios con materiales naturales y reciclados, integrados al entorno, se denomina bioconstrucción. Jonathan Gabriel Palma es argentino y se dedica a este tipo de edificaciones desde hace más de 10 años, a través de su empresa Arte y Tierra.
Llegó a Altavista motivado por la búsqueda y el empecinamiento de Wilinton de fabricar un recinto de barro. También se mudó al territorio, porque considera que la bioconstrucción es, ante todo, establecer lazos de vida con la comunidad.
Para explicarles el método de trabajo a los niños, cuenta Jonathan, usó la metáfora del cuerpo humano: un cuerpo tiene un esqueleto, una carne y unas venas. La arcilla es como la carne, que da el pegante y la cohesión.
El estructurante o el esqueleto sería la arena, que es la que ayuda a la arcilla a conservar la forma. Y la paja forma las arterias o las venas, porque permite que el espacio se una.
“La bioconstrucción es un camino de ida y sin retorno, una transformación para construirse a uno mismo. Nos hace romper barreras: el niño se siente parte de la comunidad y el grande siente que puede jugar y compartir a la par”, afirma Jonathan.
Compensar la montaña
Jhorman Rojas tiene 15 años y reside en el sector de Manzanillo. Al crecer, dice, ya no suele experimentar eso de meterse a un lugar y ensuciarse, sin temor, en pro de un trabajo colectivo.
“Nosotros vimos cómo se construyó la sede. Es muy especial hacer parte de todo este proceso”, explica Jhorman.
Encuentros como el que celebra Altavista fueron la semilla de muchos de los barrios de la ciudad, en donde el interés comunitario estuvo atravesado por la olla, la comida, los fríjoles o el sancocho.
Juan David Monsalve es uno de los encargados del ajiaco que alimentará a quienes llegaron a untarse de barro.
Los barrios de Medellín, dice Juan David, están construidos con la tierra de Altavista, un corregimiento en el que abundan las canteras y en el que se destruyeron las montañas para la creación de ladrilleras. Por eso el centro cultural es una oportunidad para devolverles territorios a los barrios.
“Es tomar los materiales de esta tierra, pero sin acabarla”, concluye.