Antioquia

El Limón, tierra de aguas claras y motorrodillos

La remodelada estación de trenes es un foco de turistas durante los fines de semana.

Periodista del Área Metro. Me interesa la memoria histórica, los temas culturales y los relatos que sean un punto de encuentro con la ciudad en la que vivo, las personas que la habitan y las historias que reservan.

08 de julio de 2018

Todos los fines de semana, los turistas llegan a El Limón, en el municipio de Cisneros, para seguirle el rastro a La Chorrera, una cascada que forma el río Nus y que se ve caer desde lo alto de la montaña hasta convertirse en los charcos cristalinos que son el principal atractivo turístico de un corregimiento que, tiempo atrás, fuera una de las estaciones más importantes del Ferrocarril de Antioquia y el lugar donde se dirigió el frente de construcción del Túnel de La Quiebra.

En este poblado de cañaduzales y cafetales, y de viajeros que aún llegan a bañarse en sus aguas, se erige la estación El Limón, inaugurada el 7 de abril de 1920 por el militar Pedro Nel Ospina. Es el punto en el que desemboca el túnel y que, durante nueve años, fue la parada terminal del trayecto de la División Nus, hasta que se conectó en 1929 de manera continua con el Ferrocarril.

Hoy ya no existen las enormes bodegas del frente de la estación, en las que se almacenaban las mercancías o productos que llegaban con los trenes, ni los bazares ambulantes que se instalaban en las cercanías de los rieles. Sí sobrevive, en cambio, el Hotel El Limón, construido en 1921 bajo los diseños del arquitecto belga Agustín Goovaerts para hospedar al personal que trabajaba en la perforación del túnel y que, hasta la década de 1950, recibió a pasajeros provenientes de todos los destinos.

Edilma Meneses, de 70 años, ha vivido en El Limón desde que era niña y hace cinco décadas que reside en una casa de color naranja que su familia levantó, a pulso, al lado de la estación. Todos los días esperó el paso de los trenes o las máquinas de carga que arribaban desde Santiago y Cisneros. Los maquinistas eran viejos conocidos, el paraje estaba lleno de árboles —que ya están volviendo a crecer— y en los pasillos de la estación abundaban los mercados de hojaldres, pescado y frutas.

Su memoria, que está curtida en ese tejido de relatos de caña y locomotoras, no duda cuando afirma que fue el hotel El Limón el mismo que se convirtió en los años de 1970 en el albergue Acarpín, un internado para varones liderado por el padre Bernardo Montoya.

Pero el sacerdote, a quien le llegó la enfermedad quizás por las dolencias de la vejez, comenzó a tener dificultades para sostener el recinto y dejó de frecuentar, tan seguido, el corregimiento.

—Él tenía otra sede en Copacabana y para allá se llevó a todos los niños. Algunos de ellos han regresado a El Limón y han sido buenos profesionales. Vino un muchacho aquí que me dijo que le faltaba poquito para graduarse de médico—, cuenta Edilma.

Con la partida del padre Montoya y el fin del internado, diferentes arrendatarios habitaron el hotel hasta que el evidente deterioro lo fue dejando solo y en desuso. Solo en 2016 fue restaurado por un particular y, en la actualidad, es el hospedaje de los trabajadores de Mincivil que trabajan en el proyecto de la doble calzada entre Porcesito y Santiago.

La estación El Limón, que tenía la madera deteriorada por la indiferencia y sus techos consumidos por la maleza, fue remodelada en 2015 a través del Instituto Nacional de Vías (Invías), con una inversión cercana a los 400 millones de pesos.

Fredy García, director de Cultura y Turismo de la Alcaldía de Cisneros, destaca que, en estos momentos, el municipio está trabajando en la construcción de un Parque Nacional Ferroviario, como una manera de rescatar la memoria cultural del ferrocarril. Los turistas podrán transportarse, a través de carromotores, por los rieles, que se extienden entre las estaciones Botero y Cisneros, un total de 32 kilómetros. El Limón será la estación epicentro de la caña, cuya oferta abarcará caminatas ecológicas, souvenires, visitas al trapiche, así como la opción de escalar la cascada, para los más arriesgados.

Ahora la estación resguarda en su interior, a manera de homenaje, las fotografías del periodo de mejor bonanza del Ferrocarril. Al principio, funcionó también como una sala de internet, pero desde hace meses que sus salones espaciosos de paredes amarillas se utilizan solo para reuniones de la Junta de Acción Comunal o algún otro tipo de evento esporádico. El resto del tiempo permanece cerrada.

Los rieles son zonas de recreo ocasionales para los niños que, seguidos por algunos perros callejeros, juegan en las tardes de sol entre el sonido de las máquinas de construcción de las obras que se ejecutan en la zona.

Pero los rieles son también un sustento económico para algunos residentes de El Limón que viven de los forasteros que llegan al corregimiento a disfrutar viajes en ‘motorrodillo’, una suerte de plancha que es impulsada por una motocicleta sobre los carriles y que se desplaza a través del túnel de La Quiebra, entre Santiago o El Limón y, de ahí, hasta Cisneros. Entre Santiago y Cisneros, el recorrido completo tiene un costo aproximado de $12.000 y puede tomar 35 minutos.

—A los turistas les encanta viajar montados en eso, uno ve que pasa gozando la gente en esos carros—, añade Edilma.

Los hijos de los rieles

Las llaves de la estación las cuida Diana Franco en su negocio, una tienda pequeña guarecida por un techo de paja. Su historia en El Limón empezó hace 40 años, la mitad de ellos en el kiosco que permanece al frente de la estación. De los días de trenes, Diana dice que los maquinistas eran atentos y serviciales con los venteros que subían a los vagones.

—Éramos los hijos del tren—comenta Diana, quien creció entre los campamentos del ferrocarril que visitaba de niña junto a sus 11 hermanos, en los viajes que realizaba su padre como trabajador de la empresa. Cuando la estación se convirtió en espacio baldío por el cese de las locomotoras, Lucía Gaviria, la madre de Diana, se entregó a lo que quedaba del ferrocarril y estableció la residencia de su familia en la estación El Limón, en donde vivieron durante 18 años.

Pero hace años que ya no residen ahí, casi los mismos que Diana y su familia llevan atendiendo el kiosco de El Limón. Javier Muñoz, su esposo, también trabaja con el motorrodillo. Junto a algunos compañeros, sacan tiempo para limpiar la carrilera de los rastrojos que se acumulan en las vías.

Así, la cotidianidad de Diana y su familia corre entre la nostalgia de haber vivido siempre junto a la línea del tren y la incertidumbre de que algún día el turismo, con sus cambios y sueños de reestructuración, se lleve consigo un oficio sustentado en la economía del motorrodillo.