Antioquia

Eleázar, el hombre que salva yeguas maltratadas

A este habitante del barrio Chinguí, de Envigado, se le ablanda el corazón cuando ve un animal sufrir.

Periodista egresado de UPB con especialización en literatura Universidad de Medellín. El paisaje alucinante, poesía. Premios de Periodismo Siemens y Colprensa, y Rey de España colectivos. Especialidad, crónicas.

18 de octubre de 2021

Eleázar de Jesús Correa Ospina tiene un corazón animal, y si lee esta nota hasta al final, a lo mejor entenderá por qué.

Dice que no nació con esta virtud sino que la heredó de su padre, una especie de vaquero del Suroeste antioqueño que por alguna razón fue a parar a las montañas del corregimiento San Cristóbal y más tarde a Envigado, donde arribó con su esposa y los primeros retoños de un familión que incluyó a doce hijos, “lo que era normal en esa época”.

Al hablar de ese tiempo, Eleázar se refiere a los años cincuenta del Siglo XX, cuando en Envigado aún no había carreteras y se tenía que andar a caballo por caminos de herradura. Un sitio clave por aquellas laderas del sur era El Salado, territorio donde había una finca llamada La Chocolatería, a la que Gerardo, el papá de Eleázar, llegó de mayordomo.

“Esa finca se llamaba así porque allá molían chocolate, y no me explico por qué, pues en esta tierra no se cultiva cacao”, afirma Eleázar, de 73 años y quien cuando llegó a Envigado era un niño de cinco. Fue en este territorio donde su padre le enseñó su legado mayor: el amor por los caballos.

Dice que en la Chocolatería su taita tenía ganado para producir leche, un oficio que había ejercido en las montañas de San Cristóbal. Y esa labor le obligaba a montar todo el tiempo en caballos porque lo exigían las tareas del campo.

“En mi niñez mi diversión no era jugar con un balón, era montar con mi papá en caballos y es un sentimiento que me ha acompañado siempre”.

Es tan cierto, que setenta años después Eleázar sigue montando por las mismas montañas, solo que a su afición por los equinos le adicionó una misión: la de comprar yeguas enfermas, maltrechas o con signos de maltrato, para recuperarlas, mejorarles su condición física y con amor y mucho respeto, convertirlas en animales felices. Los resultados han sido insospechados.

Chispitas de amor

En el barrio Chinguí, muy cercano a las montañas envigadeñas y que en algunos sectores aparenta una aldea rural, todo mundo conoce a Eleázar. O mejor dicho a los Correa Rendón como la familia que rescata yeguas. Eleázar se hizo conocer por allí desde que estaba mozo, pues en sus años de adolescencia y juventud se ennovió con Gloria Rendón, residente en una finca que aún se conserva, pero muy cercana a casas y edificios.

“Yo iba donde ella en caballo. La primera vez me preguntó que si iba a seguir marcándole tarjeta en bestia y le dije que claro. Y así la metí en este mundo y terminó enamorada de lo mismo”.

El amor por los equinos llevó a Eleázar a dedicarse en los últimos años al cuidado de estos animales, con los que antes simplemente comerciaba. Cuenta que los negocios los hacía en la Feria de Ganado de Medellín, a donde llegan camiones cargados con bestias que traen de municipios como Tarazá y Caucasia, y que un grupo de hombres que se dedica a comprar y vender.

“Es una actividad que hacemos personas que amamos los caballos. En los camiones llegan de toda clase, pero la mayoría son los que descartan de las fincas ganaderas, porque a ellos les sirven los de más clase y los más sanos”.

Anteriormente, él se fijaba en los mejores. Pero hace siete años llegó un camión con un grupo de animales y uno de todos atrajo su atención: “Era una yegua que se veía muy mal, flaquita, triste, se notaba maltratada, y me la traje. Cuando me vieron con ella me decían ‘hombre usted pa qué compró eso’ y yo les decía que pa domarla y montarla”.

Sostiene que en la doma, esta yegua, que le costó 430 mil pesos, estuvo a punto de causarle la muerte en dos ocasiones en las que lo tumbó, pero las caídas fueron en pastizales y los golpes no fueron letales. “La puse Niña y es un animal hermoso del que no quiero salir por nada del mundo”, afirma este vaquero moderno, que recorre calles y caminos envigadeños de botas, yeans, sombrero y camisas de manga larga.

Su esposa asegura que esta tradición de respeto y amor por los animales no morirá en su familia, porque se transmitirá a cada generación. Eso mientras la civilización lo permita, porque cada vez se ven más torres en la zona rural y no se sabe si los predios con establo persistirán.

Además de Niña, Chipa y Chispita son otras dos yeguas que crecen con los Correa Rendón, que también fueron compradas a modo de rescate por gente que no las tenía en la mejor condición. Chispita, que empieza a crecer, aún es arisca y tiene problemas en su pelaje. Chipa se ve delgada pero va en franca recuperación.

Eleázar se enternece cuando las abraza. Domarlas es su reto y el acto de amor que más le regocija el alma. “Me gusta la doma, hacer los animales yo mismo, enseñarles a recibir las cuerdas, el cabestro, a cargar el freno, a llevar una silla y después de ese proceso, montarlas, es mi felicidad”.

Dice que como seres que sienten, los animales y los humanos se equiparan: “El alma de todos los animales y las personas es lo mismo, es el mismo corazón y eso lo siente uno cuando los abraza, cuando ellas estiran las orejas para saludarlo a uno, cuando se dejan montar del que saben que es su amigo”.

¿Cuál es su satisfacción por esta misión? Eleázar dice que no tiene que ver con el bolsillo, que si fuera por esto tendría caballos finos. “Ver feliz y recuperado a un animal que sufría es la sensación de amor más grande. Ya he tenido yeguas que he visto morir de viejas y las he enterrado con mucho dolor. Mi papá (ya fallecido) puede estar orgulloso, porque nunca lo vi maltratar un animal”.

Y es este el legado que él le está pasando a su nieto Federico, de 12 años, a quien le brillan los ojos y se le enternece el rostro cuando acaricia a Chispita, la más niña de las tres yeguas actualmente en el establo. El amor en esta familia no solo va de generación en generación, también de corazón a corazón, de equinos a humanos y viceversa. En los caminos de Envigado está la huella