En Itagüí, La Tartana se llevó las balas y trajo la comparsa y el circo
En las veredas donde antes había más violencia el arte empezó a sembrar vida en los jóvenes.
Periodista egresado de UPB con especialización en literatura Universidad de Medellín. El paisaje alucinante, poesía. Premios de Periodismo Siemens y Colprensa, y Rey de España colectivos. Especialidad, crónicas.
En una montaña que conecta con el cerro El Manzanillo, al occidente de Itagüí, trabaja el teatro La Tartana, un colectivo artístico que ha ido más allá del arte en sí y ha aportado a la convivencia, a alimentar sueños en donde antes había sombras. La llaman la Montaña que piensa.
“El arte conquistó la montaña”, dice Gustavo Campos, director del grupo, un hombre con barba de “oro” y la soltura de un muchacho de barrio.
Hace 17 años, la zona era tierra de nadie. Y por eso se la habían tomado los grupos armados. Era corredor del Eln cuando el grupo subversivo actuaba en las comunas del Valle de Aburrá.
“Por acá volaron una torre y cogieron una caleta con armas”, recuerda Gustavo.
“Una vez un muchacho iba a matar una pelada, yo estaba por acá, le hablé y el hombre le perdonó la vida”, comenta Pablo Quintero, uno de los 15 actores titulares de La Tartana, que cuenta con otros 50 que llaman “suplentes”, porque los refuerzan cuando los montajes requieren más personal.
En la vereda El Pedregal, cerca a Los Gómez, Los Zuleta, El Porvenir y otras de muy baja condición económica, estos teatreros han llevado vida. Antes llovían balas. Ahora pasa la comparsa. Y llegan los jóvenes a ver comedias, tragicomedias, circo.
“Ellos fueron a mi colegio, presentaron Alevosía (obra que trata de cómo los delincuentes comunes se volvieron paramilitares) y descubrí mi vocación para el teatro”, narra Johana Bedoya, que iniciará estudios de teatrera.
Arelis Arboleda, zootecnista, se dejó tentar por La Tartana y ahora es del elenco.
Hace poco más de un año pavimentaron la carretera de acceso y la comunidad sube más fácil a ver las obras.
“Esta montaña me conquistó. Al principio me daba miedo, pero el arte abre puertas y ya llevo nueve años en el grupo”, cuenta Jaime Toro. Fernando García los vio actuar en el Valle y se vino con ellos: “su proyecto social y la calidad de su trabajo” fueron el imán para quedarse.
En un teatro con capacidad para 160 personas, estas comunidades ya no temen perder la vida, su miedo es a no llegar a tiempo a la función. .