El misterioso caso de John y Darío, la pareja de hermanos que vive “bajo llave” por rara discapacidad en Briceño
La familia vive en zona rural de Briceño y desconoce el porqué de la condición de sus hijos. Nidia, su mamá, decidió “encerrarlos” para mantenerlos a salvo.
Por Mauricio López
Con el paso del tiempo uno se va asentando, como esos perros viejos que ya no olfatean culos ajenos ni corren tras los motocicletas y prefieren disfrutar la modorra de la tarde sobre el cálido pavimento de una acera, mientras ven pasar a los humanos de un lado a otro, ruidosos algunos, melancólicos otros, pero todos autómatas.
Y cuando uno llega a asentarse, como esos perros viejos, deja de juzgar, o de ladrar, y simplemente contempla la vida humildemente, y hasta con cierto anhelo por la llegada de la muerte.
En Briceño, pueblo del Norte antioqueño, conocí a doña Nidia, una mujer con mirada filosa, escudriñadora. Cuando la vi, sentada frente a su pórtico, en esa casa grande de cemento y madera, con materas por todos lados y ese olor a cebolla y tomate elevándose en humos de almuerzo desde la cocina, pensé: “Doña Nidia parece cansada”.
Su cuerpo, ancho de carnes y placenteramente desmadejado, descansaba sobre una silla Rimax mientras avanzaba el sopor del mediodía.
—Nidia Cardona señor—me dijo—. Mucho gusto
—Mauricio López —respondí quedamente—. Cómo está.
Nidia nunca estudió, ni trabajó por dinero. Conoció a Gilberto cuando tenía 17 años y se casó con él a los 23. Se fueron a vivir a Travesías, una vereda a 20 minutos del casco urbano. Gilberto tenía sembradas varias matas de café y otras cuantas de aguacate, y con eso pudieron levantarse.
Ella estaba embarazada de Darío y un año después se embarazó de John Edison. Estaba feliz, pues toda la vida le habían recalcado que para eso nacían las mujeres, para crear familia, tener hijos, como la Virgen con su San José.
Pero algo malo pasaba con los niños. Cuando Darío cumplió los tres años y John Edison los dos, los padres notaron la “rareza”.
No hablaban, balbuceaban, y gritaban mucho, como si algo invisible los alterara todo el tiempo. Darío se golpeaba la cabeza contra las paredes, sin ningún motivo aparente, y su hermanito se comía cuanto grillo saltaba por los matorrales cercanos a la casa.
—Nos salieron loquitos, Nidia —se lamentó Gilberto en su momento—. Nos salieron loquitos los niños.
—Esperemos a ver qué pasa —templó la señora—. Hay que darle tiempo al tiempo.
Pero no hubo mejoras ni tiempo que valiera. Darío y John Edison, como dos Macarios, se revolvían en sus propias babas y orines, trataban de morder a los gatos y se escondían debajo de los carros. En más de una ocasión coquetearon con la muerte, burlándose de ella a carcajadas, carcajadas de locos.
Locos, muy locos estaban los dos pequeños, y su madre no tuvo más remedio que encerrarlos en jaulas, desde los 10 y 9 años de edad, para protegerlos de ellos mismos. Para que sobrevivieran.
La providencia le permitió a Nidia dos nuevos embarazos, cuando ya aterrizaba en los cuarenta años de edad. Tuvo dos mujeres, dos niñas que parecían normales, hasta que cumplieron los 15 y, como si fueran un par de ancianas, enfermaron de artritis. Les dolían los huesos, no soportaban el frío y todo el tiempo tenían que estar acostadas y cobijadas, no aguantaban estar mayor rato de pie.
—Maldita sea, Dios nos abandonó —Gilberto volvió a quejarse.
Y como así se sentía, también él abandonó la iglesia. Pero Nidia no, ella seguía rezando y confiando, y abrazaba a sus hijos compasivamente.
***
Cuatro hijos, cuatro desgracias, pero Nidia sigue ahí, custodiando a sus dos Macarios y a sus dos Cunegundas, como cualquier madre abnegada y amorosa. A sus dos hijos los mantiene enjaulados como animales de granja, y dos o tres horas al día les permite salir para que se arrastren por el patio y persigan a los sapos, como en el cuento de Rulfo.
¿Y por qué juzgarla? ¿Qué más podría haber hecho en ese pueblo pequeño y perdido en las montañas? No, ella los encerró por amor, porque quería verlos crecer, y por esa terca esperanza de que, aferrándose a la paciencia, quizás Dios, algún día, le echaría una mano.
Esa ayuda divina sí llegó, pero para sus raquíticas hijas, quienes hoy día tienen sus propias familias, aunque siguen atormentadas por los dolores nocturnos.
En cambio, Darío y John Edison, cuarentones ambos, siguen atorados en su turbulenta y engañosa realidad, en la que nada es bueno ni malo, y todo es comida, todo, hasta lo que salta o se arrastra.