Sicarios y delincuentes de Medellín encuentran en la Pastoral Social un camino de esperanza
La Pastoral Social, a través de un trabajo complejo y silencioso, logró que cientos de jóvenes involucrados en el conflicto hallen una vida digna
La primera entrevista que hice, a los 8 años de edad y con la ayuda de mi padre, fue al futbolista Andrés Escobar. Desde ese día no he dejado de hacer preguntas, ni de amar el periodismo. Soy egresado de la Universidad de Medellín.
Sebastián*, asocia los primeros recuerdos de su vida con la palabra matar, sus primeros olores con el humo de la marihuana, sus primeras carreras con robar y no dejarse atrapar, y su primer gran discurso convenciendo a una convivir del Centro que le perdonara la vida, pues “les era más útil como hampón, cobrador de vacunas, microtraficante y controlador de ladrones”.
Hoy Sebastián, exjefe de uno de los combos del noroccidente de Medellín, es una suerte de ser inmortal toda vez que alcanzará su mayoría de edad vivo y más sorprendente aún, como ejemplo de superación y referente de buen comportamiento en los barrios donde cosechó miedo.
A sus 17 años se cree un “cucho” en eso de aprender a vivir. Lo suyo ha sido asunto extremo porque así se vive o sobrevive en las vorágines de las comunas pobres de la ciudad, en las que los jóvenes esperan más la muerte que la vida misma.
Como consumidor de drogas, jefe de combos, puñalada va puñalada viene, balaceras interminables y robos, Sebastián se degradó de tal forma que solo le falló a su suerte en el asunto de no haber terminado muerto.
Si sobrevivió fue para contar la historia de un milagro malo, o cumplir con la cita bíblica de que “hay gozo en la presencia de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente”.
Y el milagro en él y muchos otros de su jauría se hizo y lo logró la única institución posible de hacerlo, la Pastoral Social de Medellín, que en 2015 graduó como personas de bien, con sueños de futuro y ejemplos de reconversión en sus comunidades a más de 300 jóvenes, todos habitantes de los despeñaderos sociales.
Sebastián clasificó en todas las grandes ligas de los barrios populares como un no futuro. A los 13 años era maestro del robo callejero y un pendenciero al que había que temerle. Sus horas de ocio las ocupaba haciendo rondas de atracos, calle a calle, desde La Maruchenga, límites de Medellín y Bello, hasta el Centro y desde allí de nuevo hasta el barrio.
Casa que estuviera abierta, negocio que dejaran solo o al cuidado de un despistado, persona que le diera “papaya” o hombre estatua, que se mantuviera inmóvil frente a su tarrito con monedas perdían con él; ninguno de su misma calaña lo enfrentaba porque no medía consecuencias, lo suyo eran las armas y “morir como una chanda, cuál dizque morir joven como los dioses, parce. Si los dioses no mueren. En Medellín son los perros los que se mueren jóvenes”, dice Sebastián, desde su laberinto que lo arrincona en el pasado.
Sus encuentros con la Pastoral, en muchos casos orientados por jóvenes que vivieron mundos tan crueles como el suyo, lo tienen en otro sueño, ahora estudia para ser abogado penalista y juez.
“Como juez, seguro que ningún bandido me engaña como yo engañé a ‘polochos’, fiscales e incluso a un combo de matones de una convivir que me hizo un juicio y me condenó a muerte cuando tenía 13 años, por rata, vicioso, tropelero y escoria en el Centro”. Mide escasos 1,66 de estatura pero por bajito que sea hay que tener cuidado con él, porque con dos centímetros más Bolívar liberó a América.
Habla de su maldad gracias a que siempre tuvo un ángel del bien o del mal que lo protegió y lo hizo invisible a las balas; las mismas que marcaron a quienes enfrentó. Si pasó una temporada en el “preventorio” San José, en Bello, fue porque le falló un hermanito suyo, de siete años, a quien le estaba enseñando a robar en el Centro, pero el niño se asustó y lo atraparon.
“Qué falla tan berraca, detrás de él también caí yo que lo estaba esperando en una esquina, mientras él le hacía una vueltica, facilita, a una cuchita en un almacén”, dice aún molesto por lo sucedido aquel día que lo llevó a la “cárcel” de menores.
Desde su infancia, la cabeza le ha sonado como un motor de tanto darle a las pepas, la marihuana, el sacol y todo lo prohibido “que se pueda uno meter en la torre”.
Al salir vivo del juicio que le hizo la Convivir le entregaron la misión de “vacunar” a todos los apartamentos de los edificios, que entregó la Alcaldía en el sector de Pajarito, en nuevo Occidente, a destechados, desplazados y a quienes vivían en zonas de alto riesgo.
“Subía trotando tocando de puerta en puerta y luego bajaba cobrando la vacuna. Cucho, nadie se me negaba y la zona la manteníamos limpia de ladrones”, dice dibujando una sonrisa al recordar sus pasos perdidos de otros tiempos.
Ni siquiera los muertos que dejaban los choques entre las bandas escapaban a sus manos de caco. “Antes de que llegaran los tombos yo desvalijaba al chulo y luego repartía sus zapatos, camiseta, lo que tuviera bueno entre mis parceros”.
Esperando la muerte en una esquina le llegó la tabla de salvación. “Se nos acercó un pelao, más bien con miedo, como quien se le acerca al lobo y nos invitó a una finca. Lo miré de frente, lo ‘bravié’ y le dije que a nosotros nadie nos invitaba a fincas, a nosotros solo nos dan el paseo. No sé por qué el muchacho me convenció y yo convencí a los míos. Les dije vamos para esa tal finca, pasamos bueno, si nos matan vacano, esto se acaba. Si no, nos robamos lo que resulte y chao... Nos fuimos hubo piscina, fútbol y así comenzó el diálogo con Pastoral Social. Parce la influencia fue tan fuerte que luego los del combo me conseguían el pasaje y me convencían para que no me perdiera los encuentros con la Pastoral. Escuchamos algo distinto, nos apoyan con recursos para estudiar, estamos con el sueño de aprender algún arte para camellar. Qué pasó que hoy casi todos le apostamos a una vida en paz, a un barrio en paz, a una ciudad en paz, incluso a ir a la universidad. Imagínese hasta de eso estamos hablando.”
Desde la nororiental
Las historias de las vidas de Sebastián y los suyos entre balas, drogas, vacunas, peleas, asesinatos y desplazados por increíbles que parezcan son apenas las vidas de aprendices de delincuente, si se le compara con la que vivió Johnatan*, en los laberintos y fronteras invisibles y de hambre de la nororiental. Allí solo bastaba el sonido de una bala o el brillo de un metal para que cuadras enteras embrutecieran.
“Dígame Johnatan, que yo no sé ni cómo me llamo. ¿Sabe por qué lo tengo aquí al frente mío? Porque yo era lo peor hasta que nos llegó el mensaje de uno de los manes de la Pastoral Social, que pudo ser maestro de nosotros en la maldad, diciéndonos a la maleza de Santo Domingo Savio, Andalucía, los Populares, Moscú... que había otro camino. Parce sí, otra vida en esta vida y no en la de los acostados como pensaba yo”.
“De mi vida que les podía decir a esos manes de la Iglesia, cuál vida... sí algo tenía para decirles era de vicio, muerte y muertes...”
En su mundo Sebastián era un gamín, Johnatan es otro cuento, lo suyo era ser maestro, filósofo de la calle, interpretador de frases de guerreros de barrio o de esas que llegan en la salsa para beberse cada segundo de la vida esperando la muerte.
“Todo barrio tiene una fuerza mayor que lo mueve hacia cosas positivas o negativas. Nosotros no teníamos ni idea de perdón, reconciliación, paz, cual paz... si eso repetido paz, paz, paz, también suena a pun, pun, pun... Si a uno jamás le enseñaron sobre noviolencia, ganarse las cosas estudiando o respetando al otro, entonces llega la maestra calle con su cátedra sobre sálvese quien pueda que esto se está moviendo”.
“Para darle un breve testimonio de lo que éramos nosotros, le digo que se trataba de un grupo al que le gustaba delincuenciar, dispuesto a salir adelante por sus propios medios, no nos importaba el final, si era la morgue..., de malas. Por más largo que sea el viaje nadie pasa de la morgue o el cementerio. Las nuestras eran familias sin trabajo, sin casa propia, agarrados hasta por las cosas más miserables, todo se resolvía con un golpe o un grito”.
“Usted tiene hijos pequeños”, pregunta a EL COLOMBIANO. Luego se responde a sí mismo. “Ámelos, cuídelos, hábleles bien, porque cuando tengan doce o trece años llega un baboso de un combo, los llena de cariño y se los roba pa´ lo que sea. Se queda usted sin hijos”.
“Al final, lo único que la cuchita hacía por nosotros era entregarnos a Dios y ahí sabía uno que tenía que prepararse para lo peor porque la justicia de Dios es implacable, sobre todo con uno que le vendió el alma al diablo”, dice Johnatan, como quien repite las enseñanzas de sus mayores en el mal.
“Tuve un amigo que era sicario de sicarios, un duro que no fallaba a la hora de liquidar sus cuentas, pero así y todo me aconsejaba para que evadiera los caminos del mal; la vida lo elevó a categoría de maestro, él le podía decir al que fuera cuándo se iba a morir. Me ponía la vida en blanco, negro, en esperanza y desesperanza, en odio y paz. Ahí están los caminos. Usted verá cuál escoge, me decía mientras me miraba a los ojos de manera fría porque nunca sonreía”.
Ante esas encrucijadas, Johnatan pensaba lo importante que sería estudiar. Pero la cruda realidad en una ciudad que no cree en lágrimas te hace ver lo oscuro como si se tratara de lo claro y el mal como si fuera el camino del bien. “Sentarse a pensar en un colegio con el estómago vacío y la mente llena de rabia, eso no cuadra”, dice Johnatan.
“Imagínese, uno como el mayor de la casa, toda la familia desempleada, agarrados por un pedazo de arepa, con hermanitos aguantando hambre y la cabeza vacía.
En esas condiciones a usted le ponen un arma en una mano para que trabaje y un lápiz en la otra... a ver periodista, escoja; se la pongo más fácil, dígame cuál es el camino correcto...”, dice mientras me mira de frente sin quitarme la mirada de sus ojos encendidos a la espera de una respuesta.
“Sabe, conocí un muchacho bien, buen estudiante, con sueños de futuro, trabajo, que aconsejaba, pero vivía en el mismo paisaje que el mío. ¿Dónde terminó...? En una cañada, cuatro perros le picaron arrastre, se lo llevaron, qué no le hicieron a ese pelado. Eso me cambió la vida y le aposté a dominar tropa, tener presencia, respeto, motos, las más mujeres más bellas del barrio. Por más bruto que se sea hay que actuar, esa era la diferencia entre la vida y la muerte en estos barrios”.
Como a Sebastián, a Johnatan la respuesta le llegó, a través de un líder de la Pastoral, un viejo lobo que ya había aullado y aprendido a cazar en los bosques de la vorágine social de la nororiental.
“Ese man me abordó una vez y lo escuché. Sigo fumando marihuana pero cada vez menos. A veces cambiar de vida es tan duro como seguir en la que andaba. Tomé una decisión y sigo firme en ella, como siguen firmes otros muchos que estaban igual que yo. Ojalá y pueda avanzar en el estudio aprender alguna profesión y vivir de ella. Ese es mi sueño”, dice Johnatan.
“La Pastoral le ayuda a uno, pero es uno el que tiene que hacer todo. Si esto no me sirve para salir adelante entonces nada sirve. Debo darme moral porque encontré el camino”.
Ante estas dudas los líderes de la Pastoral también tienen las suyas. ¿Qué empresa puede creer en un muchachos de estos para darle un empleo digno, qué universidad puede abrirles un cupo, qué colegio los puede recibir? Dicen que han tocado puertas, algunas se abren y otras se cierran.
“Hay universidades y colegios dispuestos a recibir a estos muchachos rehabilitados para la sociedad e instituciones como la Alcaldía de Medellín y la agencia internacional alemana Misereor, cuyo apoyo es clave para estos programas sociales”, comenta uno de los líderes de la Iglesia que trabaja con estas comunidades.
La comuna 13
Las aguas del río de la violencia de las comunas, como las aguas de todos los ríos del planeta terminan mezclándose y en las calles de los 21 barrios de la Comuna 13, todo un referente de violencia, la voz de la Pastoral también ha sido escuchada y en muchos casos seguida.
“No éramos nadie y buscábamos refugio dentro de los combos para sobrevivir”, dice Jessica*, una joven de 17 años, compañera de un muchacho de 21, con figura de 15, a quien convenció para que la siguiera en la experiencia de vivir un sueño compartido y alejado de la violencia.
“Qué le puedo decir, que en el barrio todo era plomo, desplazamiento y muerte; que lo peor llegó cuando entró un grupo a poner orden, porque es más difícil encontrar la paz que la guerra. Nos advertían a qué hora iba a empezar la balacera, a qué hora el toque de queda, dónde la frontera invisible, quién se iba a morir para que nos alejáramos de él... Cuando tenía siete años escapé de la muerte en una balacera. Me duele recordar gente que se llevaban amarrada para los hornos de una ladrillera y nunca más volvía a saberse de ellos..., la guerra que se desató contra los afros”.
Fue gente del mismo barrio, apoyada por otras fuerzas, la que me dicen, empezó a “poner orden”, porque la Policía no existía y cuando llegó lo hizo al lado de un solo bando. En esos barrios dominaba la milicia, luego llegaron los paracos y todo fue fuego. Hoy hay otras fuerzas, pero uno no tiene con quién hablar porque cada uno tira para su lado”.
Incluso el trabajo de la Pastoral no es fácil, es asunto muy complejo y peligroso, porque lo suyo es lo social y usted sabe que cuando el problema estalla a los primeros que matan es a los sociales. Pero ahí va la Pastoral suma que suma jóvenes por una vida distinta”.
En la escuela de la Maruchenga EL COLOMBIANO se reunió con un grupo de jóvenes que hacían parte del “muro”. Es decir, muchachos que expulsaban de las aulas de clase por indisciplina y mala conducta y terminaban fumando marihuana o haciendo maldades en uno de los muros de la misma escuela de la que fueron expulsados y que denominaron el muro.
Casi todos son niños y adolescentes que han vivido en medio de la tragedia. Qué sueñan hoy, luego de un trabajo de meses con la Pastoral: “Yo quiero ser sicóloga”, dice una niña de 13 años, el de más allá, antropólogo; otro profesor, otro sacerdote, otro más volver a la escuela, otro trabajar para salir de pobre... Ninguno sueña con ser sicario, vicioso, presidiario, ni nada que los lleve a la violencia, que multiplica una sociedad marcada por las diferencias sociales.* Nombres cambiados por protección de la fuente