El día que la tierra se tiñó con la sangre de los nasa
El pasado 5 de noviembre las Farc asesinaron en Toribío a dos integrantes de la Guardia Indígena por intentar bajar vallas alusivas a esa guerrilla.
Amo el periodismo, y más si se hace a pie. Me encantan los perros, y me dejo envolver por una buena historia. Egresado de la Universidad de Antioquia.
El indígena Manuel Tumiñá se dobló sobre la tierra teñida con su sangre sin saber qué pasaba. Con las manos en el pecho y la espalda quiso detener los hilos rojos que brotaban de sus entrañas. Infructuoso en su intento, apretó la mano de su compañero y el aliento solo le alcanzó para susurrar: —me mataron muchacho, me mataron.
Mientras la vida se le escurría a Tumiñá en esa carretera rodeada de cañones y selva, en el norte del Cauca, Breiner, el guardia indígena que lo acompañó, esquivaba la muerte en una zanja que le sirvió de refugio mientras las Farc llenaban de plomo “todo lo que oliera a indio”. Se acomodó en el camino empedrado, en un socavón en el que le cupo medio cuerpo. Dejó afuera la mano que Manuel no paró de apretar en su agonía, y un pie enredado en la malla de un gallinero empotrado en la carretera.
—Aguante Manuelito que ya vienen a ayudarnos, dijo Breiner. No hubo respuesta. Manuel apretaba su boca, y el silencio se llenó con los disparos hechos desde la montaña, al otro lado del río Guarangal.
La muerte, a veces traicionera, sorprendió a Tumiñá de frente. Se la encontró subiendo una montaña para hacer valer la premisa que juró cumplir desde niño hasta su muerte, un juramento remoto de los nasa: reclamar y hacer respetar la autonomía del territorio que habitan desde la llegada de los colonos a sus tierras.
Acompañado de otros integrantes de la Guardia Indígena, y armados solo con los bastones de mando, el comunero Manuel iba a reclamarle a las Farc por el asesinato, minutos antes, del indígena Daniel Coicué. Pero no pudo reclamarles por esta muerte ni por años de vejámenes, o por la suerte que han corrido miles de jóvenes indígenas llevados a las filas de las Farc. No pudo reclamarles por los desplazamientos, las agresiones, los insultos y las muertes de otros comuneros bajo el sordo fusil del guerrillero.
Cuando por fin iba a poder hacerlo, Carlos Iván Silva Yatacué, alias “Fercho”, apareció en el camino, en la vereda Cestiadero. Iba hacia una vivienda de un comunero. Con la rabia carcomiéndole por dentro y retenida desde las diez de la mañana de ese miércoles, le soltó a Manuel y sus acompañantes una ráfaga de fusil que doblegó al comunero, no sin antes darles la sentencia de muerte: “ya estoy cansado de estos sapos hijueputas”.
Manuel se arrodilló de frente. Miró a Breiner con una mirada lastimera. Estaba pálido. —Parecía diciéndome seguí vos que yo no puedo, cuenta el indígena.
Trató de taparse los orificios de las balas en su cuerpo con los dedos. No pudo. Se fue de bruces sobre la carretera polvorienta, en el sol ardiente de las 12 y 30 del mediodía.
Los llamaron a quitar vallas
La mañana de ese miércoles, Tumi —como le decían cariñosamente a Tumiñá— se levantó como de costumbre a las 4:30 de la madrugada. Tomó un café cerrero sentado en el butaco de madera mientras su madre —una indígena pequeña, de ojos rasgados y boca morena, cuyos 82 años de edad le encorvaron la espalda pero no el espíritu —encendía la caldera en el cuarto a oscuras donde dormían los gallos en una alacena.
Manuel se tomó el café en silencio. Pensaba en la catequesis del sábado próximo en el que enseñaría a los niños sobre las bondades del Espíritu Santo. Entre sorbo y sorbo del café, le dijo a su madre que el pueblo se preparaba para una carrera de ciclismo y deberían estar listos porque “los del monte querían dañarla”.
A eso atribuyó los disparos de la noche anterior. Pese a estar acostumbrado a las ráfagas que han hecho de Toribío el pueblo más atacado de Colombia (más de 600 atentados guerrilleros en 15 años), el tastaseo de los fusiles vomitando fuego desde las montañas lo tuvo despierto hasta las tres de la madrugada, dando vueltas en el cuarto a oscuras.
—Solo durmió una hora. Lo mataba la preocupación de lo que podía pasar el viernes con esa gente que venía a montar bicicleta, recuerda su hermano Gerardo Tumiñá, quien sintió, en varias ocasiones, arrastrar sobre el piso de tierra las viejas chanclas de su hermano.
—Acostáte Manuelito.
—No puedo Gerardo. ¿Vos te imaginás que pase algo?
—No va a pasar nada. Te va a matar esa pensadera.
—Yo voy a morir en mi lucha, por un porvenir bueno para la comunidad.
Esa fue la última vez que Gerardo escuchó a Manuel. Vencido por el sueño, ni siquiera prestó atención a la conversación en la cocina entre su madre y su hermano, hora y media después. Luego de tomar el café, Tumi salió de la casa a ordeñar las vacas, alimentar las gallinas y preparar el maíz. Comenzaba a aclarar.
Pasadas tres horas, Tumiñá entró sudoroso a la casa. Gerardo recuerda que venía afanado. —Le dijeron que había un contratiempo, cuenta el mayor de los Tumiñá. No sonrió como de costumbre. Se despidió de su madre con un beso en la frente, se paró frente al cuadro del Corazón de Jesús, murmuró y salió.
La comunidad los esperaba a él y al resto de la Guardia Indígena para subir a dialogar con la guerrilla, y convencerlos de quitar unas vallas conmemorativas de la muerte de “Alfonso Cano”, máximo jefe guerrillero muerto en una operación militar el 4 de noviembre de 2011.
Caminaron hasta la vereda Cestiadero. Al llegar se encontraron con algunos subversivos. De forma pacífica les explicaron que ese territorio era nasa, que era neutral y que por favor dejaran de repartir propaganda alusiva a las Farc. Que retiraran las vallas.
La guerrilla se negó. Los indígenas dieron 20 minutos para retirar los pasacalles, tras una hora de negociación. Las Farc no lo hicieron, entonces la Guardia Indígena procedió a quitar la propaganda puesta desde antes del amanecer.
Tienen la orden de disparar
En el informe presentado a la Asamblea en la que juzgaron a los subversivos capturados por la muerte de Coicué y Tumiñá, quedó consignado que los insurgentes Arsenio Vitonás y Rober Pequí, informaron a sus jefes sobre los requerimientos de los indígenas.
—Vitonás dijo que estábamos muy enojados y eso no era cierto. Estábamos de forma pacífica, recuerda el comunero Carlos Julicué.
Una voz gangosa, al otro lado del radio, ordenó disparar. “Ahí fue cuando alias ‘Demetrio’ y alias ‘Fercho’ dieron la orden de usar las armas”, reseña el informe.
Con la alerta emitida por la comunidad y tras los disparos hechos desde Guarangal, los indígenas se fueron monte adentro a buscar los jefes guerrilleros. Querían dialogar. En uno de los senderos, dos horas después de los primeros disparos, el comunero Daniel Coicué se encontró con alias “Fercho” y un joven de 14 años, ambos con camuflados y fusiles. Iban hacia una vivienda.
Ante la mirada reclamante del indígena, y a menos de cuatro metros, alias “Fercho” no le permitió hablar a Coicué. Los tiros de fusil, como en la noche anterior, hicieron eco en el cañón. Daniel Coicué, de 63 años, dejó dos hijos. Se desangró en la tierra que cuidó de los grupos armados. Murió en hombros de 20 indígenas que lo trasladaban al hospital.
Según el informe de la Asamblea, exactamente 25 metros más adelante de donde cayó Coicué, alias “Fercho” se dio cuenta que Manuel Tumiñá lo seguía. Se devolvió unos pasos para buscar un mejor tiro. En una curva y cerca de un barranco, “Fercho” alineó a Tumiñá. Espero a que saliera del camino y cuando lo tuvo de frente, a escasos tres metros de distancia, disparó.
En el juicio, alias “Fercho” se defendió. “Yo me encontré a los dos primeros guardias que llegaron y prácticamente tuvimos un alegato. Yo le había comunicado a mi jefe que los cabildos nos habían quitado las vallas. Yo me iba yendo y me los encontré y ellos prácticamente me atacaron. Uno llegó con ganas de dialogar, pero el otro llegó y cogió el bastón y se me vino encima y nosotros tenemos autorización de no dejarnos coger o quitar las cosas...”.
Los capturó la comunidad
Al conocer la muerte de los dos guardias indígenas a manos de las Farc, cerca de 1.500 comuneros fueron a capturar a los guerrilleros acusados del asesinato. A las dos de la tarde del 5 de noviembre, en la vereda Cestiadero, los cabildos acorralaron a alias “Cristhian” y a Emilio Illo. Fueron despojados de sus armas y llevados a un sitio de reclusión indígena. Tres horas después, en la vereda El Tablazo, sector El Zarzal, la minga indígena alcanzó y capturó a alias “Fercho” y los otros cuatro guerrilleros.
—Eso ahí sí fue duro. Los guerrilleros al verse rodeados por la comunidad, sacaron granadas y estuvieron a punto de estallarlas, cuenta Julicué.
Las autoridades tradicionales indígenas los convencieron de entregarse y les quitaron las armas y granadas. Fueron llevados a un centro de reclusión indígena y allí, custodiados por la Guardia, esperaron el juicio en el que fueron condenados a 60 y 40 años de prisión.
Un día antes de la condena, los nasa caminaron, lloraron, reclamaron justicia. Más de 2.000 indígenas fueron hasta los cementerios de la vereda San Francisco y Toribío. Les cantaron a Tumiñá y Coicué. “Ellos no están muertos, siguen vivos. Vinimos a alegrarles el espíritu y la fuerza de ellos está con nosotros”, repite Álvaro Armando Escué. Sienten la fuerza de otros comuneros que, como Tumiñá y Coicué, tiñeron hace años con su sangre nasa la tierra que juraron defender.