El poder narco es más que plata y plomo
Periodista y escritor. Diplomado en información económica y financiera, Geopolítica y finanzas para no financistas.
Tres mandatarios que recibieron sobornos del narcotráfico y tres contradictorias decisiones del expresidente norteamericano Bill Clinton, le sirven al investigador Gustavo Duncan para ilustrar cómo el poder de los narcos, particularmente colombianos y mexicanos, va más allá de sus bultos de dinero y sus rosarios de balas.
Duncan recuerda que Clinton, siendo presidente de los Estados Unidos, indultó al capo Carlo Vignali, quien accedió a ese favor gracias al pago de 250.000 dólares a un abogado hermano de Hillary Clinton. Ese mismo gobernante descertificó a Colombia por el escándalo del ingreso de dineros del Cartel de Cali a la campaña presidencial de Ernesto Samper Pizano, “así Samper hubiera capturado a la cúpula de ese cartel”; y, como paradoja, certificó a México, en donde existían evidencias de que a su homólogo, Carlos Salinas de Gortari, los narcotraficantes le habían llenado sus bolsillos.
Pero, anota Duncan, “mientras el pago a Clinton era un asunto restringido a lo criminal”, en los casos de Samper y Salinas hay todo un mundo de implicaciones políticas: “no solo se pagaba un soborno al político, para que no interfiriera en la producción y tráfico de drogas, sino que también se pagaba para poder ejercer como autoridad ante una comunidad, sobre una especie de transacciones sociales, e incluso sobre un territorio. El principal efecto sobre la guerra contra las drogas era que el Estado renunciaba a gobernar un pedazo de la sociedad”.
La triple anécdota, con el mismo actor principal, está consignada en las primeras páginas del libro “Más que plata o plomo”, que el doctorado en ciencia política de la Universidad de Northwestern presentará este jueves en la Universidad Eafit, de Medellín, en donde actualmente trabaja como docente.
¿Y por qué gobiernan los criminales una porción significativa de la sociedad, particularmente en escenarios periféricos y marginales?
En concepto de Duncan, esos gobiernos son posibles porque los narcocapitales han permitido dos tipos de inclusión complementaria. En primer lugar, esos recursos les permitieron a muchas comunidades acceder a mercados globales. Y, en segundo término, por ser territorios con débil presencia estatal, al narcotráfico se le facilita el congrol de la población. De suerte que los mafiosos se vuelven un Estado paralelo, que brinda servicios de seguridad, cobra impuestos y hasta imparte su peculiar “justicia”. En palabras del docente universitario, “el crimen se convirtió en una oportunidad para que individuos provenientes de sectores excluidos accedieran a una posicón de poder”.
La historia no para ahí. El poder del narcotráfico crece y, en una fase posterior, se expresa en “la capacidad de acumular representación política en las instituciones democráticas, para evitar que Estados con suficientes medios coercitivos -como el mexicano y el colombiano- repriman las bases de su ejercicio de dominación social”.
Además de los criminales, sus mediadores también acumulan robustas cuotas de poder a través de la representación democrática. De hecho, expresa Duncan, “quienes controlan la mediación entre dos formas de regulación social tan diferenciada han sido los grandes beneficiarios del proceso de producción de poder desde el narcotrático”.
¿Este libro tiene solución de continuidad con “Los señores de la guerra?
“El primero es sobre paramilitarismo. Este es sobre el poder político del narcotráfico en Colombia y México y el sentido de esa guerra. Lo que planteo es que el narcotráfico se convierte en una especie de institución política, en que los narcos gobiernan al mismo tiempo que el Estado. Es un gobierno paralelo y de ahí sale el concepto de los oligopolios de coerción.
Lo interesante en este caso es que para muchos sectores periféricos es también una oportunidad de poder, como ocurre en Urabá y en barrios marginales de Medellín. También es una oportunidad para la lucha social típica, que moviliza a la población para presionar a las élites por transformaciones sociales. Al final, el resultado es que a las élites las reemplazan -caso revolución- o el Estado hace concesiones e incluye a la organización política que la representa”.
¿Si su libro se superpone a la situación de una ciudad cómo Medellín, qué se obtiene?
“Déjeme le complemento lo anterior. En la Habana, Cuba, hay un grupo (Farc) que dice representar a sectores desconcentos, reclama transformaciones y también su inclusuión dentro de las instituciones del Estado. No sabemos el resultado final. En el caso del narcotráfico, y vamos al caso de Medellín, es distinto, porque los actores subordinados del orden social realizan esa transformación a través de una organización criminal, sin consultarles a las élites.
Los criminales redefinen el orden social y luego negocian con las élites cómo es su asimilación. Eso fue lo que pasó en Medellín. Pablo Escobar acumuló cualquier cantidad de dinero, transformó el orden social en las comunas marginales y luego le dijo al Estado: yo tengo ese poder, soy la cabeza de ese nuevo orden, ¿cómo vamos a negociar?. El Estado le dice que no negocia y se van a la guerra. Pablo tenía esa autoridad de facto en muchos sectores de la ciudad, podía sacar recursos para la guerra, tenía una población dispuesta y territorios en los que el Estado no podía entrar. Es un tipo de lucha política, que a diferencia de las guerrillas, no plantea una transformación del poder central nacional y la sociedad en su conjunto, sino de esos espacios marginales”.
¿Y ese poder quién lo ejerce hoy en Medellín?
“En Medellín, luego de la desmovilización post Berna, se acaba la dinamica que existía en que había un gran jefe narcotraficante, que usaba esos recursos para pagarle a las distintas bandas criminales que controlaban la ciudad y para imponerse sobre los demás narcos. Con Escobar y Berna, los narcos tenían que pagarles a ellos para poder traficar desde la ciudad. Y con esos pagos, el capo canalizaba recursos a las distintos bandidos de la capital. Hoy no existe ese gran narco. El gran problema que tienen los bandidos es cómo se financian. Ya tienen un aprendizaje previo, con la extorsión. En vez de sostenerse con dineros del narcotráfico, extraen algunos “impuestos” y proveen servicios de seguridad. Por eso la extorsión está regada en toda la ciudad”.
¿Tiene estimaciones de la cantidad de dinero que manejan los ilegales en Medellín?
“Sería un cálculo especulativo, porque son demasiadas transacciones económicas sujetas de extorsión. Pero no es tan importante en términos de una magnitud económica, como sí de la cantidad de gente involucrada con esa forma de regulación social y la población sujeta a ella. Pueden ser más de 3.000 jóvenes metidos en eso y cualquier cantidad de población regulada por ellos. Eso es lo significativo realmente y debo decir que el dato es muy conservador”.
¿Y qué hay sobre los capos vigentes?
“En la época de Pablo Escobar era un solo señor, que dominaba todo y los grandes narcos le pagan a él. Hoy cualquier capo puede venir a la ciudad y no tiene qué pagar. Lo que pasa es que si tiene problemas para la definición de contratos o de derechos de propiedad, tiene que pagarle a un grupo armado”.
Pero no se supone que hay unos controles territoriales...
“Sí, pero no hay un control único, de un gran capo, que los controla a todos. Eso como tal se perdió”.
¿Y quiénes mandan hoy?
“Lo que queda de todo el tema de la pelea de Sebastián y Valenciano”.