En Bojayá también crece la esperanza
Una nueva generación quiere cambiar el rostro de ese municipio chocoano. Tres historias más allá del conflicto.
Soy periodista egresada de la Universidad de Antioquia. Mi primera entrevista se la hice a mi padre y, desde entonces, no he parado de preguntar.
Siempre tiene una sonrisa. Yúdifer Espinosa Moreno es tal vez la joven más aplicada de su clase, la admiración de sus maestros, el orgullo de su madre.
Sueña con ser cantante. A veces cuando se deja llevar por los pensamientos, se imagina un estadio lleno de fanáticos coreando sus canciones. En realidad quiere ser tan famosa como Goyo, de Choquibtown.
Sabe que cumplir esos sueños no será fácil, para ello necesita disciplina, aunque no cree que su origen humilde pueda ser un obstáculo para lograrlo, por el contrario podría ser una marca que la impulse: “De Bojayá para el mundo”.
Lo que sabe de la masacre
Cuando se piensa en una niña de 14 años en Bojayá es común creer que es afortunada, pues no le tocó el conflicto, sin embargo es una idea equivocada.
Aunque Yúdifer estaba aún en el vientre de su madre cuando ocurrió la masacre del 2 de mayo de 2002, también ha vivido en carne propia el dolor de la guerra tan común en las riberas del río Atrato.
“Cuando yo tenía aproximadamente 8 años en el nuevo Bellavista, en el remodelado, se veía mucha guerra, porque siempre había disparos, uno estaba en el colegio y tenía que agarrar todas sus cositas, meterlas rápidamente al bolso y salir corriendo”, recuerda la menor de edad.
Los adultos le explicaban, entonces, que seguramente era que se iba a meter la guerrilla otra vez, lo que la llenaba de temor, porque ya había oído a su madre, a su abuela y a sus tías hablar de una masacre que hubo en la iglesia de Bellavista viejo, o Bojayá, donde murieron varios de sus familiares, en 2002.
“Según lo que he escuchado, la guerra empezó por una disputa de territorio, porque aquí estaban unos señores y no se querían ir de este pueblo. Hubo muchos muertos, dicen que fueron 79 muertos, pero yo creo que fueron más de 100. No solamente se perdió lo físico, sino lo intelectual, las tradiciones y la cultura. Cada vez que uno va a Bojayá le da un poquito de melancolía”, anota Yúdifer.
No todos quieren hablar
Fréider Tejada Córdoba es primo de Yúdifer, pero nunca ha querido averiguar por la masacre. Sabe que hay mucha tristeza alrededor del tema y por eso trata de evadirlo cada vez que puede.
“Los adultos no me dicen nada de eso, porque yo no les pregunto. No me interesa. No me gusta la tristeza”, asegura el muchacho que también está por cumplir 15 años.
Cada que hay cosecha de mango o marañón, Fréider llega en una lancha a Bojayá viejo a disfrutar de los árboles que plantaron hace años sus abuelos, sus tíos y los vecinos de entonces. “Yo no siento nada en esas ruinas, solo me gustan mucho las frutas”, señala insistente el adolescente.
La infancia perdida
Si hay algo que los bojayacenses extrañen de su antiguo pueblo es el río, ya que el nuevo Bellavista queda muy retirado de la ribera, lo que es bueno para evitar las inundaciones tan comunes en los pueblos chocoanos, pero de alguna manera sienten que se les arrebató algo.
“Me acuerdo que este era un pueblo hermoso, que compartía con mis amigos, jugábamos bolas, microfútbol, aquí en este mismo río nos bañábamos, nos tirábamos del puente hacia allá”, cuenta, señalando en dirección al Río Bojayá, Luis Alberto Mosquera Rivas, quien contaba con apenas 4 años cuando ocurrió la masacre y tiempo después tuvo que irse para el pueblo nuevo.
“Lo que más extraño es bañarme en el río, no lo dejé de hacer para siempre, pero antes lo hacía a cada ratico, permanentemente. No había terminado de salir del colegio cuando ya me estaba tirando al río con mis amigos. Nos quitábamos el uniforme, lo dejábamos guardado donde una vecina y nos poníamos a bañar en el río y lo pasábamos sabroso. Llegábamos a la casa mojados”, recuerda.
Las costumbres cambian
Hoy el programa preferido de los jóvenes ya no es meterse el Atrato o al Bojayá. Yúdifer, Fréider y Luis disfrutan de unas mejores instalaciones en Bellavista: parques, biblioteca, polideportivo, un colegio más amplio y diseñado apropiadamente para el clima y hasta tener internet gratuito.
Ellos crecen en viviendas de material, ya no en ranchitos de madera como les tocó a sus padres, aunque algunos habitantes reclaman que son muy pequeñas para familias tan numerosas.
“Cada día en la mañana me levanto para ir al colegio. De allá salgo a la 1:30 p.m. y de ahí a almorzar. Me encanta estar aquí en el parque, casi todas las noches me vengo para acá y me voy como a las ocho de nuevo para mi casa”, relata Yúdifer, a quien le gusta jugar en los columpios con sus amigos y ahí hacerles algunas demostraciones musicales.
Fréider, en cambio, prefiere jugar y chatear en su tableta y gastar sus horas rodando en bicicleta por las amplias calles del pueblo nuevo.
La paz que da esperanza
“Yo no digo que con la firma de la paz la guerra se acabará, porque la paz también está desde la casa. Pienso que es un proceso que apenas se está iniciando para que pueda haber paz en Colombia. Es un método que utiliza el Gobierno para que las personas puedan rehacer su vida, como los guerrilleros que se desmovilizaron. Ahí hay paz”, sostiene Yúdifer, con una sonrisa mucho más amplia.
Desde que inició el proceso de paz con las Farc, las cosas han cambiado en su vida: se terminaron las balaceras de las que tenía que salir corriendo y la gente dejó de hablar de las Farc, palabra que la llenaba de inquietudes.
Ahora cree que todo este nuevo ambiente podrá ayudarle a cumplir sus sueños de ser una cantante famosa: “Que la gente me reconozca por lo que soy, como una persona luchadora, que a pesar de que aquí hubo guerra, pues salió adelante. Es decirle al mundo: ¿cómo así que el Chocó no puede?”.