La guerra sigue en el Catatumbo 11 meses después de ofensiva del ELN y las disidencias de Farc
La Corte Constitucional sigue de cerca la crisis humanitaria en el Catatumbo desatada en enero pasado. Desde entonces, las comunidades advierten que la guerra crece, así como los desplazamientos y homicidios.
Comunicadora social y periodista de la Universidad del Quindío, con más de 13 años de experiencia en cubrimientos judiciales y de orden público. Trabajó en Colmundo Radio, Colprensa y Caracol Radio Bogotá, cubriendo la Procuraduría, Altas Cortes, juzgados y la Defensoría, entre otros temas. También trabajó en Caracol Radio Medellín y como coordinadora de comunicaciones en la Alcaldía de Medellín (2021-2023). Actualmente hace parte del equipo de periodistas en la sección de actualidad de El Colombiano.
El Catatumbo no es postal de viajero ni destino de aventura. Tampoco un corredor fronterizo dinámico. La región carga una chapa impuesta por los fusiles y la persistencia de grupos criminales que han convertido sus montañas y caminos en un escenario de disputa interminable. Esa reputación impuesta por la violencia se mantiene, pese a los múltiples intentos de gobiernos sucesivos que han prometido transformarla y no han logrado más que empujar sus problemas hacia el futuro. Los habitantes, que ya cargan décadas de abandono, resisten como pueden una guerra sin fin.
En enero se cumplirá un año de una de las ofensivas armadas más feroces de la historia reciente de la zona. El 16 de ese mes, el ELN y el Frente 33 de las disidencias de las Farc iniciaron un combate abierto por el dominio absoluto del territorio. La lógica que impusieron fue simple. Solo podía quedar uno, y el que no lograra escapar debía asumir el destierro o la muerte. La ofensiva se tragó todo a su paso, incluidos civiles que nada tenían que ver con esa disputa. El resultado fue devastador. Más de 70.000 personas desplazadas, decenas de asesinatos, reclutamientos y una sensación de que el conflicto entraba en una nueva fase más cruel.
La magnitud del desastre obligó al Gobierno a aparecer con anuncios de restablecimiento del orden y compromisos de pacificación. Sin embargo, 11 meses después, el único compromiso que se ha cumplido con exactitud ha sido el de la guerra. Lo dicen los pobladores, lo repiten las organizaciones sociales y lo confirman las propias entidades del Estado que trabajan sobre el terreno. La sensación general es que la crisis se profundizó. Cada semana se suman nuevas familias desplazadas, crece la inseguridad, aumentan las muertes y se consolidan los controles territoriales de los grupos armados. La vida cotidiana cambió, pero hacía lo peor.
Todo esto quedó planteado en una audiencia pública convocada recientemente por la Corte Constitucional. Allí, las autoridades expusieron una radiografía que no deja dudas sobre la gravedad de la situación. La Unidad para las Víctimas reportó que en los primeros meses de 2025 el número de personas obligadas a abandonar sus hogares superó por mucho los registros históricos. Más de 70.000 habitantes fueron expulsados de sus veredas y corregimientos en desplazamientos masivos que rompieron cualquier referente conocido. A modo de contraste, en 2018, considerado el año más crítico, solo se habían documentado 13 eventos de ese tipo.
La velocidad con la que avanzaba la violencia llevó al Gobierno a recurrir a medidas excepcionales y a activar el estado de conmoción interior mediante el Decreto Legislativo 62 de 2025. La Corte le dio un aval parcial. Aun así, aunque el Ejecutivo declaró en abril que el orden público había sido restablecido, las salas especiales del alto tribunal advirtieron que la emergencia humanitaria seguía creciendo. Mientras el papel anunciaba el fin de la alteración del orden, el territorio era una caldera.
Casas con techos derrumbados por el impacto de drones cargados con explosivos, escuelas abandonadas y caminos ocupados por las caravanas de actores armados. La guerra es un hueco de proyectil en cada casa de la zona rural del Catatumbo.
En algunas veredas es común seguir encontrando aves carroñeras rondando cuerpos abandonados entre los matorrales, dice Carmen García, fundadora de Madres del Catatumbo, una organización que intenta arrebatar niños y adolescentes de las manos de la guerra. La ola de violencia que estalló en enero obligó al presidente Gustavo Petro a decretar un estado de conmoción interior, algo que no ocurría desde hacía 17 años.
La Defensoría del Pueblo afirmó que las alertas estaban encendidas desde hacía meses y que la crisis se gestó en medio de fallas de respuesta, debilidades estructurales y un componente transnacional que nadie quiso enfrentar a tiempo.
El magistrado Jorge Enrique Ibáñez señaló que el conflicto no escaló por fatalidad sino porque el Estado renunció a cumplir sus responsabilidades básicas. También, afirmó que el Gobierno tomó el atajo de las facultades excepcionales sin haber agotado las herramientas ordinarias de prevención y control.
Inversión sin resultados
Para intentar contener la emergencia, el Gobierno destinó 2,78 billones de pesos. Hoy se ha ejecutado aproximadamente la mitad. Existen más de 22 mil contratos por un valor que supera los 1,9 billones. Aun así, según la Contraloría, el verdadero problema no es la falta de recursos ni la ausencia de planes sino la incapacidad de ejecutarlos de manera coordinada. En la audiencia, el contralor Carlos Hernán Rodríguez reconoció avances en educación, inclusión productiva y atención humanitaria.
Sin embargo, sostuvo que persisten vacíos profundos en infraestructura, vivienda y formalización de tierras y que la articulación entre Nación y territorios continúa siendo débil. Para la entidad fiscalizadora, el Catatumbo está estancado en una crisis de ejecución más que de planeación.
Mientras el Gobierno proclama sobre el papel que el orden volvió al Catatumbo, quienes viven allí narran otra realidad. Sus testimonios dibujan un panorama que desmiente cualquier mensaje oficial, porque la guerra no solo continúa, se ha profundizado.
“Para nosotros la situación está peor. Lo hemos dicho muchas veces, y no se trata solo del desplazamiento masivo del 16 de enero. Después de ese día comenzaron a multiplicarse los asesinatos en el territorio. La gente permanece confinada en las veredas y en los corregimientos. Es muy duro lo que se vive, la zozobra constante, las retenciones y los secuestros de jóvenes. Pero lo que más nos ha golpeado es el asesinato de muchachos. En lo que va del año hemos perdido a más de 70 jóvenes menores de 30 años, 16 de ellos menores de edad”, describió a El COLOMBIANO, Carmen García, líder social del Catatumbo.
La lideresa advierte que la institucionalidad aparece apenas como un rumor lejano mientras los grupos armados circulan sin obstáculos.
“Si usted recorre estos caminos no encuentra presencia militar. Se anunció que enviarían muchos soldados, pero en la práctica los militares se hicieron a un lado. Solo aparecen cuando pasa alguna caravana del Gobierno Nacional. Fuera de esos momentos, no se ven en las carreteras. Los únicos que están son los actores armados, y eso nos preocupa”, sostuvo.
Paradójicamente, la comunidad carga con la culpa de su propia tragedia. “Lamentablemente, nosotros mismos somos responsables, porque siempre terminamos votando por los mismos políticos. Cada gobierno que llega ve al Catatumbo como un mecanismo para legalizar dinero. El Estado no está, su ausencia pesa, y aunque nosotros gritamos y denunciamos que no hay escuelas, que no hay vías, que los proyectos no avanzan, todo se queda en manos de los mandatarios. La plata nunca llega al territorio”, concluyó.