Después de 7 años cerrado, el Simón Bolívar está más vivo que nunca
La apertura del paso fronterizo dinamizó el comercio entre Colombia y Venezuela. A diario pasan 30 mil personas
Amo el periodismo, y más si se hace a pie. Me encantan los perros, y me dejo envolver por una buena historia. Egresado de la Universidad de Antioquia.
De aquel puente solitario, cerrado con containers de camiones y con policías a cada lado, vigilantes como piratas a su cofre de oro recién rescatado del fondo del mar, ya no queda nada. Las aceras y calles del puente internacional Simón Bolívar, en Cúcuta, que se quedaron vacías en agosto de 2015 cuando Nicolás Maduro en una rabieta unilateral clausuró el paso, ahora están atestadas de caminantes y camiones.
Desde el pasado 26 de septiembre, cuando los gobiernos de Gustavo Petro y de Maduro acordaron revivir esta frontera que se encontraba en agonía, colombianos y venezolanos pasan presurosos, y –según Migración Colombia– cruzan alrededor de 30.000 personas de Colombia hacia Venezuela, del mismo modo y sentido contrario, parodiando a la reina de belleza que anhelaría haber tenido en su coronación este río de gente que camina hacia la frontera como si no hubiera un futuro, un mañana.
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La frontera se dinamizó nuevamente con la apertura y hoy para pasar solo necesitan el documento de identidad, sea colombiano o venezolano. “Desde esa fecha todos los días son así, con hombres, mujeres y niños que van y vienen porque trabajan en Venezuela y tienen familia acá en Colombia, o porque viven en Colombia y pasan a trabajar del lado venezolano”, dicen en Migración Colombia.
Vestidos con camisas azules de manga larga y pantalones cafés que los resguarda del sopor de las 3 de la tarde en un puente lleno de personas cargadas con maletas, los funcionarios de Migración se paran frente a las vallas blancas que sirven de línea fronteriza entre Colombia y Venezuela. Aleatoriamente piden los documentos de ingreso al país y, en muy pocas ocasiones, niegan el ingreso; o mejor, casi nunca niegan el ingreso.
Es lunes 28 de noviembre de 2022 y los camiones pasan lentamente sobre el puente. “A diario pasan entre 25 y 30”, dice el funcionario de Migración, lo que –a cálculo básico del funcionario– desde que se abrió la frontera habrían pasado, hasta ese día, 1.800 camiones por ese punto fronterizo.
Aunque el cielo está gris y el sol no calienta como en otros días, el calor se siente en la piel con el quemón de los días más ardientes.
Solo unos metros antes de entrar al puente que te despide con el adiós de un viejo amigo: “Vuelve pronto, Colombia te espera”, una pequeña torre de Babel emerge en las calles. Los vendedores te ofrecen desde una tarjeta para el celular hasta un viaje al cielo. “Paisa, lo llevo volando a Medellín, a Bogotá o a dónde usted quiera”, dice un taxista sentado en su “bolita” amarilla mientras toma una limonada en el puesto del conductor.
Y unos metros más adelante del taxi bolita, escondido entre los únicos árboles que dan sombra a un par de perros callejeros que beben agua de un charco sucio y maloliente, un hombre ofrece un paquete turístico al Tapón del Darién.
“Llevamos a la gente de forma segura hasta el Darién para que siga su camino a Estados Unidos sin arriesgar su vida. Le garantizamos precios y comodidad”, dice el vendedor, quien al percartarse de las cámaras de periodistas, se escabulló entre los comerciantes de refrescos y cervezas.
El “puente de Babel”
La entrada al puente Internacional Simón Bolívar, el paso fronterizo entre Cúcuta, Norte de Santander, y el estado de Táchira, en Venezuela, se llenó de sombrillas de colores que sirven de techo a los pequeños locales comerciales construidos en madera y latón y separados entre sí por uno o dos metros de distancia.
Durante todo el día suenan los corridos prohibidos que cantan al narco más narco y a la marigüana y compite con la música popular, dándole un aire de cantina a cielo abierto en el que se mezcla el murmullo de la gente, los hombres bebiendo cervezas en las calles, y el mar de taxis encendidos que esperan viajeros.
En los pequeños locales, parecidos a un mercado persa, los transeúntes pueden comprar unas gafas de sol por 20 mil pesos, un par de tenis por 120 mil pesos, una tarjeta simcard por 10 mil pesos, una toalla, una playera (camiseta), cigarrillos, una cerveza, una empanada, una “botellita de ron, de contrabando patrón”.
Las hormigas del puente
El olor a comida condimentada se entremezcla con el humo de los camiones que pasan lentamente por el puente internacional hacia Colombia. En medio de las tractomulas y esquivando a la muchedumbre está Yermali Chaparro, una venezolana que se gana la vida pasando mercancías de un lado al otro de esta frontera colombo-venezolana y hace parte de las “hormigas”, como son conocidas las personas que trabajan en este puente pasando equipajes y cajas con elementos de aseo.
Esta morena, de cabello trenzado, brazos gruesos y dientes amarillosos ha cruzado más veces la frontera desde el 26 de septiembre que en toda su vida. “Creo que ya me recorrí toda Venezuela” dice.
Yermali cruza y vuelve con paquetes que carga en una carreta de los viajeros que van o vienen. Lo que más llevo de acá (Colombia) para allá, dice, “es papel higiénico, elementos de aseo y comida básica como arroz, lentejas o fríjolitos”.
Por cada viaje cobra 15 mil pesos colombianos y en el día puede hacerse de 20 a 25 viajes, es decir, alrededor de 300 mil pesos. En su día laboral, contando la ida y la vuelta en el puente que mide 315 metros de largo, Yermali recorre alrededor de 7.875 metros, y desde la apertura el 26 de septiembre, ha recorrido en su ida y vuelta 472.500 metros (472 kilómetros); es como si hubiera viajado a pie desde Medellín hasta Coveñas.
Cuenta Yermali que la mayoría de los artículos que pasa en su carreta no son llevados a Venezuela por necesidad, son comprados por mercaderes que los revenden en el vecino país ante una economía dolarizada y un bolívar que cuesta menos que una rueda de su vehículo de trabajo. “Acá hay gente que con los bolívares hace bolsos o canastas. Ese billete ya no vale nada, usted se puede encontrar hasta rollos de billetes tirados en las calles”, dice Yermali.
Las “hormigas” del puente internacional Simón Bolívar a veces tienen tanta prisa en ir y volver, que sus carretas tropiezan con los transeúntes a quienes desplazan de las aceras a las calles a caminar. Entre esos transeúntes está Carlos Aguilera, un invidente que a diario cruza el puente con guitarra en mano para ganarse unos pesos colombianos.
Va en contravía de toda la gente, pegado a las barandas amarillas curtidas de moho y hollín. Pero Carlos no se quita ni da paso pese a su ceguera y a los insultos de algunas “hormigas” que le dicen que va en contra de la gente.
“Tengan paciencia, no ven que voy a trabajar”, grita Carlos, pero su voz se la tragan los murmullos de los acentos que inundan el asfalto de un puente que se niega a morir.
Los ilegales marcan el paso
Las miradas fisgoneantes de los transeúntes pueden toparse de vez en cuando con las otras miradas que los que transitan a diario suelen esquivar. Por lo general llevan gafas oscuras, haga sol o el día esté opaco, y detrás de esos lentes de vidrios negros y marcos dorados se esconden “los ojos del mal”, como les dicen en la frontera.
Fuentes que prefieren el anonimato le relataron a EL COLOMBIANO que algunos de estos fisgones pertenecen al Tren de Aragua, otros al ELN, algunos a las disidencias de las Farc y un puñado más al Clan del Golfo.
“Ellos observan los que llegan o se van. Después avisan a los compañeros que están más adentro y allá los armados detienen a la gente y en algunas ocasiones les piden plata para dejarlos seguir”, cuenta el lugareño.
Los integrantes de estos grupos armados ilegales aprovechan el flujo de caminantes para camuflarse entre ellos, pero luego se van hasta las trochas o pasos ilegales y desde esos pasos clandestinos que bordean el río Táchira hacen las llamadas extorsivas a quienes lograron identificar.
“Eso que dijo Petro que con esta apertura de frontera se iba a acabar el negocio de los ilegales, es mentira. Acá siguen mandando y por las trochas es que se lucran porque ponen una tarifa al contrabando de gasolina y otros productos que no pueden pasar por encima del puente”, relata el habitante de La Parada, el barrio que bordea la frontera.
El río Táchira pasa silencioso bajo el puente Internacional Simón Bolívar. Ya no se ven las hordas con maletas, camas, muebles y ropa cruzar presurosas hacia Colombia. Ahora caminan arriba, sobre el asfalto de un puente que sentenciaron a muerte, pero que se negó a firmar su partida de defunción