Cultura

Entre letras, allí es donde existe Alberto Manguel

Es, ante todo, un incansable lector, suma más de 40 mil títulos en su colección y estará presente en el Hay Festival.

27/01/2020

Se despierta con un libro, “me voy a dormir con un libro, como con un libro, voy al baño con un libro y viajo con libros. Estoy siempre con uno”, cuenta Alberto Manguel, que además de haber editado, traducido, escrito y enseñado sobre literatura, es, por encima de todo, un lector insaciable. Es como si algo le picara cuando no tiene uno de esos objetos hechos de hojas en la mano, como si sus ojos pidieran ese entrenamiento de correr de izquierda deslizándose hasta la derecha en un solo tiempo, devorándose las letras. “Me es imposible estar sentado y no leer, así que no distribuyo el tiempo para hacerlo, estoy siempre leyendo”.

Ningún libro es menospreciado en su biblioteca. No importa cuán malo o inútil parezca en un comienzo, él lo guarda. Le ha pasado que hasta los títulos más insospechados o incluso algunos que le han parecido flojos, se los termina quedando, así sea para dar un ejemplo de lo que es un mal libro durante una de sus clases. Con los años, poco a poco, este editor, traductor, escritor y lector, por encima de todo, fue sumando más de 35 mil títulos en los estantes de su biblioteca. Uno a uno los fue recogiendo, recibiendo, comprando, cazando.

Es difícil encontrar una residencia en la que quepan esa cantidad de textos, pero por un tiempo él la encontró. El lugar fue Francia, en un presbiterio antiguo hecho de piedra y ubicado en el Valle del Loira. Halló, con mucha suerte, un lugar casi mágico para darles casa a esos libros, una donde él también podía vivir. En ese hogar tan particular, transformó lo que era un antiguo establo en una fortaleza de libros o, más bien, una guarida en la que millones de páginas lo rodeaban y lo cuidaban. Habitó ese espacio de cuentos durante más de 15 años con su pareja, rodeado de jardines y el silencio justo que le permitía leer cuando y donde quisiera.

Los títulos que lo acompañaron no tenían un orden establecido en sus estanterías, pero él conocía exactamente la ubicación de cada uno, la tenía grabada en su cabeza. Los clasificaba por idiomas, eso sí, pero no necesitaba ordenarlos por orden alfabético o temático, iba armando su mapa mental y marcaba cada punto de manera imaginaria para cuando lo necesitara. Los libros, a fin de cuentas, siempre han hecho lo mismo para él: lo han conducido a sí mismo.

Allí en su mente se alojaba una especie de bibliotecaria ambulante, “y caprichosa”, señala, que aún hoy le funciona como un radar de sus tesoros.

Esa biblioteca, que formaron filas casi interminables de libros, la plasmó en un texto propio que se llamó Packing My Library (Empacando mi biblioteca). En ese contó también el momento devastador en el que tuvo que decirle adiós.

En las páginas de ese libro se sinceró y dijo que siempre estuvo convencido de que el lugar donde finalmente pudiera armarle espacio a las tantas páginas, ese sería también su hogar. No fue así, tuvo que irse de ese viejo edificio y la gran mayoría de su colección colosal terminó en cajas que están guardadas en Vancouver, en un depósito.

“Siempre supuse que necesitaba mis libros como presencia física a mi alrededor. Recuerdo perfectamente su ubicación. Todavía, como alguien que ha perdido una pierna o un brazo, siento el escozor en ese miembro que no existe. Así es mi relación con mi biblioteca empacada”.

Ahora vive en Nueva York, en un departamento que es diminuto en comparación a esa otra morada. Da clases de tanto en tanto, una acerca de Don Quijote, pero ahora el número de obras que tiene a la mano es ínfimo en comparación con su palacio literario.

Lee en simultáneo porque, claro, lee todo el tiempo. Tiene en su mesa de noche Terra Alta de Javier Cercas, ganador del Premio Planeta 2019, con quien charlará durante el Hay Festival de Medellín y la directora de EL COLOMBIANO, Martha Ortiz. Tiene uno de Miguel Barrero rondando, con él también conversará en el Hay de Cartagena y por ahí está leyendo otro, ese está en inglés, lo escribió Frank Dikötter y se llama Cómo ser un dictador.

Ese texto habla sobre lo que leían Hitler o Stalin, por ejemplo. Le va contando al lector cuáles eran aquellos ejemplares que tenían en sus bibliotecas y los que acostumbraban revisar. “Es importante saber que la literatura no necesariamente redime y que esta gente que leía libros importantes, no se educó humanitariamente con ellos”, aclara.

Eso sí, lo que rescata de las bibliotecas de los dictadores es que al menos ellos estaban untados del universo de las palabras. Le parece un tanto absurdo que los dictadores de ahora, como dice, ni siquiera lean y aún así acumulen tanto poder a través de sus palabras.

“Han debilitado el instrumento de la palabra a tal punto que un argumento fuerte o una idea importante no afecta su prestigio y alguien como Trump puede existir y crecer en poder y fuerza a pesar de los argumentos intelectuales y racionales en su contra”.

Lo sentencia con determinación esta preocupación, que para él va más allá de temas políticos: “Nunca hemos pasado una época así desde la invención de la palabra. Nunca hemos vivido un mundo donde la palabra no tiene fuerza y nuestros discursos son como fantasmas que no tienen cuerpo ni peso”.

Su materia prima

Los primeros dos idiomas que aprendió fueron el inglés y el alemán, fue hasta los ocho años que aprendió a hablar español. Aunque nació en Buenos Aires, vivió desde muy pequeño en Israel y esas fueron las primeras lenguas en las que su cerebro aprendió.

“Las primeras palabras que me vienen a la cabeza son en inglés, así que si yo escribo en mi diario o un artículo, generalmente es en inglés”, pero además maneja otros siete idiomas de los que entra y sale como el francés o el italiano.

A pesar de ser traductor, pocas veces se ha metido a cambiar de idioma su obra porque no le gusta volver a sus textos. En más de cuarenta libros, entre los que hay antologías, novelas y ensayos, Manguel ha tenido un interés puntual por desarrollar un tema en particular cuando él es quien asume como autor, escribe sobre la lectura y sobre ser lector.

En Nuevo elogio de la locura, que publicó en 2011, recuerda que el estadounidense Henry James hablaba de las figuras en la alfombra cuando se refería a esos temas recurrentes e intenciones profundas que van dictando un canon en las letras de un escritor. Su figura en la alfombra, repetida mil veces, es esa: escribir sobre libros, enlazarlos, acercarlos, analizarlos, saborearlos.

La literatura fantástica siempre la ha tenido cerca y la cita mucho, aunque no le guste tanto ponerles rótulos a las letras. Después de Israel, donde su papá era embajador, su familia retornó a Argentina.

“No era posible para mi generación educarse en la Argentina y no entrar en la literatura fantástica de Cortázar, Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y tantos otros”, recuerda. De hecho, él le leyó a Borges varias veces cuando el escritor ya estaba ciego. Pasaron tardes enteras juntos, leyendo y releyendo párrafos.

“Para nosotros, esa realidad al borde de la vigilia y el sueño, de los universos paralelos y los laberintos del tiempo y el espacio, eran lo que conocíamos del mundo y reflejaba de una forma muy realista del mundo que conocíamos”.

Se conectan al alma

A sus 72 años, trata de aprovechar el tiempo que tiene, dice, viviendo una vejez lo más sana posible. En algún momento, esa posibilidad pareció nublarse un poco y ese lenguaje con el que tanto trabaja se le escapó un día de la cabeza, sucedió cuando padeció un accidente cerebrovascular en 2014.

Durante esa experiencia, que afortunadamente no le dejó secuelas graves, no podía articular palabras. En la cabeza sabía lo que él quería decir, conocía los conceptos, pero no podía decirlos.

A la hora de dar recomendaciones, es como tocar una fibra casi íntima. “¿Qué me dice si le pido un libro para sanar?”, le pregunto. “Tendría que conocerla mejor a usted para hacerle una recomendación”, me responde. Tiene razón. “Un libro para sanar o consolarnos es distinto para cada quien”, remata. En su caso, ese papel lo han cumplido títulos como El Quijote, La Divina Comedia, Alicia en el País de las Maravillas.

“Son libros fundamentales a los que vuelvo constantemente y aunque los conozco de memoria, siempre me están diciendo otra cosa. Pero para usted serán otros y este es un campo en donde no hay jerarquías, cada uno se enamora de quien debe enamorarse. No hay explicaciones absolutas ni consejos rotundos en ese campo”.

Para él, aunque parezca un acto tan natural, leer sigue siendo un privilegio “y estoy muy consciente de ello”. Dice que aunque es escaso que hayan tantos lectores, no sabe muy bien cómo hacen tantos para sobrevivir sin letras, “no sé cómo logran, en medio de este clima nefasto en el que estamos, sobrevivir sin la ayuda de los libros, de las palabras de los que han sabido poner nuestras angustias y nuestras esperanzas sobre las páginas”.

Sigue dando clases, de manera esporádica, en esa ciudad agitada y ruidosa que es Nueva York. Le siguen faltando brazos, todos esos que están en cajas, a kilómetros de distancia. Los lleva en la cabeza y otros pocos los sigue teniendo alrededor. Como si hubiese pasado por un tránsito que parece no ajustarse a este tiempo, dice que la aventura más grande que le ha dado la literatura ha sido, precisamente, la vida misma. Desde niño cuando su niñera le leía cuentos para dormir, hasta ahora, allí ha estado presente un libro.

“Mis primeros recuerdos están asociados a los libros y espero que mis últimos lo estén también. No sé cuál será ese último capítulo, esa última página o esa última palabra, pero sé que allí está esperándome”.

Periodista que entiende mejor el mundo gracias a la música, que atrapa cada momento que puede a través de su lente fotográfico y a la que le fascina contar historias usando su voz.