Estos cinco barrios de Medellín han visto la vida a la luz de una iglesia
Le contamos cómo han influido los templos católicos en la constitución de los barrios de Medellín. Informe.
Periodista y politólogo en formación. Aprendo a escribir y, a veces, hablo sobre política.
Medellín ha suplicado, desde siempre, por la protección de innumerables santos. Previo a su consolidación definitiva como ciudad, un caserío, donde hoy queda El Poblado, ya se había encomendado a San Lorenzo, patrono de los diáconos y guardián de los necesitados. Luego, sobre la Aná, Parque Berrío en este tiempo, se erigió la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, advocación mariana con vestigios en Jerusalén, en el siglo IV, y Constantinopla, en el VI.
Los nombres de estos santos fueron finitos en el de la ciudad. La virgen, sin embargo, logró hacerse patrona de la nueva urbe, y pudo reafirmar, también, su existencia inagotable en las tierras Aburráes. Desde el escudo de armas, concedido por la corona española en 1678, esta ha custodiado, entre las columnas de un templo, con su hijo en brazos y una luna bajo los pies, a esa Medellín barrial que creció en torno a santos y templos.
Rastros coloniales
El antropólogo Gregorio Henríquez cuenta que es imposible ocultar el acervo religioso que se extiende por el mapa de la ciudad. Los barrios tomaron nombres de santos, se encomendaron a sus favores y levantaron templos en su nombre. También ocurrió lo contrario: las iglesias fueron el primer momento en la historia de varios lugares. Estas se levantaron entre la nada y luego se rodearon de casas y de fieles, “con su energía pastoral y colonizadora”.
“En nuestros pueblos, por la tradición de La Colonia, lo primero que se establecía era la ubicación de la iglesia”, describe Henríquez. Incluso, dice, otras instituciones quedaban relegadas, pues lo primero que se identificaba era la estructura para esa institución.
Luis Fernando González, coordinador del doctorado en estudios urbanos y territoriales de la Universidad Nacional, coincide con Henríquez y explica que las parroquias y viceparroquias han cobrado un valor simbólico fundamental en la constitución de Medellín y de otros municipios del Aburrá.
“Aquí, incluso, se han confundido los actos fundacionales de los municipios con las erecciones de las viceparroquias y de las parroquias, a través de sus jurisdicciones eclesiásticas. Esas comunidades se convirtieron, después, en los municipios del Valle de Aburrá”, detalla. “Los barrios no surgieron como una planeación urbana estructurada, sino a partir de un párroco o una iglesia”, reafirma Henríquez.
La iglesia ha sido madre, colonizadora, no solo desde la doctrina, sino, también, desde el paisaje, según González. “Siempre se trazaba la plaza y se levantaba el poblado en torno a la iglesia. Ello, que fue simbólico en los asentamientos del Aburrá, se trasladó después a los barrios de la Villa de Nuestra Señora de La Candelaria”.
Un torrente instituyente
El anterior, más que un traslado, fue un retorno hacia el origen. Los templos católicos se hicieron faro de lo que es hoy un mar de casas de color marrón, techos de teja del mismo tono y cubiertas de zinc.
“Los templos han sido un referente, un núcleo social. La parroquia atraviesa todo lo que es la vida del barrio. Muchos se construyeron a partir de los bingos y las empanadas bailables que estas convocaban”, cuenta Henríquez.
Aclara, además, que las iglesias han sido dinamizadoras de la vida urbana y originarias de identidad: “Es innegable que la presencia de los templos le ha dado cohesión a los barrios. Alrededor se reúnen las juntas de acción comunal y se ayuda a las personas con pocos recursos. Antes de que muchos barrios tuvieran centros de salud, existía el salón parroquial, y allí se prestaba ese servicio”.
Pero la relación iglesia-barrio no ha sido la misma en toda la ciudad. Los casos de las parroquias Nuestra Señora de Belén, en el parque de Belén, y Nuestro Señor de las Misericordias, en Manrique, son ejemplo de ello.
En la primera, la vida parecería un contra sentido sin su parque e iglesia; en la segunda, el templo se yergue, solitario y sin parque, entre los techos de las casas y el ruido de los carros que, por la velocidad, ni atisban la estructura.
“Belén fue un asentamiento autónomo, que pasó de ser distrito parroquial en el siglo XIX a ser parte de Medellín”, relata González. “Por eso allá la gente tiene una identidad nucleada a partir de esa parroquia, que terminó en un templo monumental, como elemento de identidad y cohesión”, continúa.
En Manrique, en cambio, el barrio surge en un proceso al margen de la iglesia, agrega Henríquez. “Allí había una idea de aislamiento, porque cuando se construye el templo de Nuestro Señor de las Misericordias, y el claustro, se hace en un punto aislado del núcleo urbano de la entonces Villa de Nuestra Señora de La Candelaria”.
Y explica: “En ese punto, la conexión de la construcción del templo no estuvo unida con el barrio. Muy diferente a lo que pasó con la iglesia de San José, de El Poblado, donde surgió la ciudad hace 350 años”.
Pese a sus diferencias, estas dos parroquias, y tres iglesias más, son reconocidas hoy como las más tradicionales e influyentes en la organización social y urbana de los barrios de la ciudad, según la Arquidiócesis de Medellín. Por ello, le contamos sus historias, las cuales demuestran que, indiferente del altar, esta villa todavía suplica por la protección de innumerables santos
UN MILAGRO DE LADRILLO COLOR ROSA
La historia de este templo, que se yergue a base de un ladrillo casi rosado, se remonta a 1806, cuando nació Santa Catalina Labouré, en Francia. A esta hija de la caridad, según Pedro Justo Berrio, padre de la parroquia de La Milagrosa, se le apareció la virgen y le encomendó diseñar una medalla en su honor. La devoción llegó hasta este punto de Medellín, en forma de templo, hace 70 años. Desde entonces, este ha sido el eje del barrio. “Todo confluye aquí”, relata Berrío, y detalla: “La gente que se asentó en esta zona es del Oriente antioqueño. Ese sector, campesino y agrario, se radicó en este alto, manteniendo sus costumbres”. El barrio, de hecho, tomó el nombre del templo, en el que, de pie, caben hasta 1.500 feligreses. Su torre, dice Berrío, podría ser la más alta entre las de las iglesias de la ciudad. La cruz, sobre su cúpula, sobrepasa las montañas y rosa el cielo.
UN TEMPLO QUE PARECE DE OTRO TIEMPO
Esta aguja parte en dos el horizonte, mientras la vida en Manrique se extiende, ruidosa, sobre montañas. En ella no penetra el tiempo, tampoco el afán con el que transitan afuera los automotores. Todo es silencio. Allí, además del templo gótico-florentino, de arcos en punta y rosetones coloridos, también se encuentra el seminario carmelitano, donde los futuros sacerdotes de esta comunidad cursan su primer año. Los carmelitas llegaron al lugar en 1921, hace 100 años. La iglesia, sin embargo, fue posterior, relata su párroco, Luis Enrique Orozco. Esta tiene cuatro parroquias hermanas, con las que comparte el mismo estilo arquitectónico, en Sonsón, Frontino, Palmira y Ciudad de Panamá. Desde 1945, la imagen del Señor de las Misericordias (nombre de la parroquia), ha hecho que la ciudad vuelva la mirada hacia este templo que parece pertenecer a otra ciudad y a otro tiempo, según Orozco.
UN FARO, ROJO, EN EL MAR DE CASTILLA
Por este templo del Norte de la ciudad han pasado 15 párrocos. Pese a ello, quien cuenta su historia es Carlos, un joven habitante de la zona, quien expone que la construcción de la parroquia se oficializó con un decreto, en 1851. El “plante” para levantarla fue de $400. Su nombre es San Judas Tadeo. Este hace alusión a una imagen traída desde España, que hoy convoca a visitantes de todo Medellín. “Contamos con una gran pastoral social, grupos juveniles y catequistas. Yo crecí, prácticamente, en esta parroquia”, sostiene Carlos. El lugar, que podría albergar a más de 600 personas, se ha hecho faro, pese a la furia del fuego. Lo custodian los sectores de El Pedregal, el Doce de Octubre y Tricentenario. “La comunidad siempre ha luchado por la parroquia. De hecho, esta se incendió una vez, en los 80. Pero la misma gente volvió a reconstruirla”, confiesa el joven, que creció entre ese faro y el cemento.
LA MADRE QUE ENGENDRÓ LA NUEVA VILLA
Sobre el terreno que sostiene hoy a la parroquia de San José, en El Poblado, se tuvo noticia desde 1580. Fue este, hacia 1616, el primer templo que se levantó para evangelizar a los indígenas locales, por medio de la doctrina de San Lorenzo. Se sabe que este estuvo en pie hasta el cierre del siglo XIX. En 1900, se demolió para construir esa estructura de una sola torre que hoy vigila el comercial parque de El Poblado, según Luis Arboleda, padre del lugar. “Esta zona era habitada por casas fincas y grandes familias. Había muy buena labor pastoral. Pero eso se transformó en los 90, cuando el sector se convirtió en una rotonda gastronómica y de diversiones”. El padre reconoce que, por la nueva vocación del parque, menguó la fe. Pese a ello, su ímpetu, como pescador de almas, permanece intacto. Confiado, se dedica a lanzar su red de pesca en aquél lugar donde otrora echó raíces una nueva villa.
UN PARQUE CUYA VIDA ES SU IMPONENTE IGLESIA
“Belén ha sido, prácticamente, un pueblo, con su parque y sus negocios”, describe Bernardo Colmenares, padre de la parroquia Nuestra Señora de Belén. Y en poco se equivoca. Esa iglesia gris, que parece vaciada de un molde, no podría vivir sin su parque, y este sin ella. El lugar fue, primero, una iglesia particular, hacia 1737. Por su deterioro, y el aumento de la población en el entonces sector de Otrabanda, la gente solicitó una viceparroquia. Los habitantes de la zona visitaban la iglesia Nuestra Señora de La Candelaria, pero, en las temporadas de invierno, cruzar el río se hacía imposible, cuenta la historiadora Margarita Restrepo. La parroquia, que ajusta 206 años, se erigió en plena época independentista. Un lienzo de la Virgen María, San José y el Niño Dios en Belén todavía convoca a propios y visitantes. La feligresía permanece joven, vital y entregada a su santa, expone Colmenares.