El conjunto mural que Pedro Nel hizo para la Facultad de Minas
A principios de los años cuarenta, el maestro Pedro Nel Gómez visualizó en la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, sede Medellín, un conjunto mural capaz de narrar, en un solo recorrido, la relación entre el territorio, la ciencia y la vida pública. ¿Qué lectura permite hoy esa obra?
Periodista de medio ambiente. He trabajado en medios como El Mundo (España), El Espectador, Cromos, Arcadia y Canal Trece.
La primera vez que el hijo de Pedro Nel Gómez lo vio trabajar en la cúpula del Aula Máxima —esa bóveda baja que desde el piso parece contener el movimiento de un cielo inquieto— no pensó en grandeza ni en posteridad. Pensó, más bien, en el cuerpo de su padre: en la forma en que se recostaba durante horas sobre los andamios, en la postura incómoda del cuello, en el pulso firme que debía sostenerse mientras el tiempo del fresco avanzaba sin tregua. “La pintura al fresco se hacía en cinco o seis horas máximo”, recuerda hoy. “Porque la capa de hidróxido de calcio se convertía en mármol y si el maestro no terminaba antes de que la química hiciera lo suyo, la pintura ya no pegaba”.
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Ese límite del material, ese pequeño acontecimiento físico, define el espíritu del conjunto mural que Pedro Nel concibió para la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, sede Medellín. Un conjunto que nació de un largo parto moral iniciado en los años finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando la cifra de muertos superó cualquier imaginación posible y la palabra “Holocausto” entró para siempre en el lenguaje de la humanidad. Su hijo Etión lo dice sin ambigüedades: “Fueron varios años los que estuvo pensando qué mensaje debía dejarle a la humanidad para que algo así no volviera a suceder”. Y ese mensaje no fue una advertencia ni una condena, sino una propuesta: la amistad humana como horizonte, como ética simple y universal. De hecho, el mural principal, Homenaje al Hombre (1949–1953), termina con una frase que él mismo redactó y que sigue allí, escrita en el borde de la cúpula del Aula Máxima: “En el futuro se debe estudiar la amistad humana como se estudia el arte”.
La escena, sin embargo, no es solemne. Tiene algo de intimidad doméstica, como si la monumentalidad del fresco se quebrara por un instante para revelarse en su fragilidad. Los andamios, la luz que entraba por la linterna de la cúpula, los estudiantes que cruzaban el auditorio con el ruido propio de una escuela, el cansancio acumulado del maestro después de días de trabajo. Todo eso hace parte de una historia que empezó mucho antes, cuando la infancia del artista estuvo marcada por la minería artesanal del norte de Antioquia y por el rigor moral de su padre, don Jesús Gómez González. “Él decía que a los pueblos y a los hombres había que decirles la verdad, aunque les duela”, recuerda Etión. Y ese principio, heredado casi como una oración familiar, atravesó su obra mural: las figuras no están para decorar, están para decirle algo al pueblo que pasa cerca de ellas.
Y es que desde la concepción del edificio, la Facultad de Minas fue imaginada como un espacio donde arquitectura, ingeniería, geología y arte convivieran sin jerarquías. En esa lógica, el historiador de la Casa Museo Pedro Nel Gómez, Luis Rendón, subraya que el pórtico, los laterales y la cúpula fueron concebidos como una sola experiencia narrativa: “Es la entrada al conocimiento, el tránsito por la ciencia, y la llegada, en la cúpula, a un tratado humanista que contrapone vida y muerte, artes y ciencias, materia y espíritu”.
Luis Fernando González, doctor en Historia e investigador de la obra del maestro, recuerda que la cúpula es rebajada, no hemisférica, para permitir una lectura completa desde el piso y que “cuando uno mire desde abajo, pueda ver toda su extensión sin que la profundidad distorsione las figuras”. La arquitectura se diseñó para favorecer la legibilidad de la pintura: una experiencia pensada para la mirada en movimiento del estudiante.
El pórtico y los laterales
Si la cúpula es la cámara donde el maestro dejó su reflexión más íntima sobre la condición humana, el pórtico funciona como el respiradero inicial de esa experiencia. Desde lejos, sus figuras parecen contener un eco antiguo: casi una entrada ritual a un edificio que se pensó para que ciencia y sensibilidad no fueran mundos separados. Rendón insiste en que este es “el primer capítulo del relato visual”, un umbral que obliga a mirar hacia arriba antes de entrar, como si la educación se ofreciera al visitante en forma de invitación.
En el extremo superior, los murales del techo —Nacimiento de la Ciencia en Grecia (1954), La Astronomía (1954) y La Física Moderna (1954)— ordenan una lectura ascendente que va de las primeras especulaciones filosóficas al umbral de la ciencia contemporánea. No se imponen, acompañan. Etión recuerda que para su padre el conocimiento no era un atributo reservado, era un bien común, algo que debía circular con la misma libertad que la luz que cae sobre esas figuras. “El estudio era la base del desarrollo humano”, afirma. “Y todo lo que él enseñó en cincuenta años de trabajo como profesor se filtró en estos muros”.
Más abajo, están los relieves en piedra —La Familia de los Mineros (1944) y Los Ingenieros de las Minas (1944)— que anclan la entrada en la memoria minera de Antioquia, ese mundo artesanal que el propio maestro conoció en su infancia y que luego se volvió uno de los hilos persistentes de su obra.
En los murales laterales —La Nebulosa Espiral y la Ciencia (1954) y Creación de las Repúblicas Latinoamericanas (1954)— la historia aparece comprimida, como si cada episodio hubiera sido capturado en el instante en que las fuerzas en conflicto alcanzan su mayor presión. Allí se encuentra la figura del general Rojas Pinilla, cuya eliminación temporal —cuando un estudiante pintó sobre su rostro tras su derrocamiento— generó una respuesta del maestro que hoy sigue vigente: “Es absurdo querer borrar la historia del país con pintura”. Su hijo rescata la frase como un recordatorio de algo esencial para Pedro Nel: la historia, incluso cuando incomoda, debe quedar expuesta para ser mirada sin intermediaciones.
González se suma a la conversación aclarando que esta actitud también respondía al rigor técnico del fresco, que exige un orden de capas que no permite correcciones profundas. Cada jornada de trabajo —cada giornata— deja una huella imposible de reescribir sin destruir el soporte. Por eso, al observar de cerca los bordes de estos murales, se distinguen pequeñas uniones donde el yeso nuevo se encuentra con el seco, como cicatrices que el tiempo no borró. “Ahí está el viaje del maestro”, dice. “La minuciosidad del proceso no se entiende en la apariencia, se entiende en los entresijos”.
Asimismo, en estos muros se hace visible la dimensión americanista que defendió durante décadas: animales locales, gestos rituales, símbolos propios del territorio. González lo resume así: Pedro Nel “recogió la herencia italiana del Renacimiento y la injertó en un pensamiento americano”. Esa síntesis se advierte en la torsión de un brazo, en la presencia de un ave, en la luz tropical golpeando la superficie.
El conjunto abierto
Fuera del edificio, antes de que el visitante cruce el pórtico o levante la cabeza hacia los frescos interiores, hay otros tres murales que completan la secuencia narrativa de la Facultad: Choque de dos Olas (1948), Explosión de la Flora (1948) y Mineros en los Organales (1948). Son obras anteriores a Homenaje al Hombre que funcionan como un prólogo donde el territorio aparece como fuerza, origen y advertencia, porque en ellos se articulan la geología, la vegetación que asciende desde el subsuelo, los mineros en escena directa.
González señala que estos murales, de igual forma, condensan el proyecto urbanístico del maestro, hoy fragmentado: “La Facultad de Minas hacía parte de una gran Ciudad Universitaria articulada alrededor del cerro El Volador”. Ese diseño contemplaba pasarelas, jardines, senderos, bibliotecas y un tránsito continuo entre instituciones técnicas, científicas y artísticas. Aunque el plan nunca se ejecutó por completo, por eso estos murales funcionan como vestigios: piezas pensadas para dialogar con la luz del trópico.
Rendón subraya un aspecto que suele pasar inadvertido: la manera en que las obras se integran a la formación de ingenieros. No es solo que los estudiantes entren cada día bajo el pórtico; es que murales, relieves y esculturas fueron concebidos como parte del proceso educativo, porque su secuencia —exteriores, pórtico, laterales, cúpula— organiza experiencias en las que la ingeniería aparece como una práctica que requiere imaginar, interpretar, observar y cuestionar: capacidades que el maestro entendía como inseparables del arte.
Esa integración explica por qué el conjunto ha sobrevivido con solidez a pesar de las condiciones del trópico. Rendón recuerda que los murales al fresco “han resistido mejor de lo que se esperaba”, aunque con dificultades visibles en los que están expuestos al sol y la humedad, por eso su conservación exige especialistas, pues ninguna capa puede tocarse sin arriesgar la integridad del color. Aún así, con esas limitaciones, las obras mantienen su volumen, su claridad y su tono mineral. La técnica —las capas de cal que se vuelven mármol— ha sido parte de su fortaleza.
En conjunto, las obras de la Facultad de Minas muestran a un artista que más que pensar en piezas independientes, pensaba en una estructura completa: edificio, programa académico, territorio, ciudad y país. Por eso su hijo dice que su padre concibió el arte como responsabilidad pública: “Los murales deben estar en sitios donde el pueblo pueda verlos, apreciarlos y repararlos”. Y esa convicción sigue operando hoy, cuando la Facultad, en vez de justificar la presencia del arte, lo que hace es recordarle a cada visitante que la ingeniería, como la pintura, es un ejercicio de imaginación y rigor.
Por eso, cuando uno recorre el campus y ve los frescos expuestos al sol, las figuras tensas en las paredes laterales, los relieves que anclan la memoria minera o la cúpula silenciosa en el Aula Máxima, la sensación no es de museo, es de continuidad, pues el conjunto no celebra un pasado cerrado. Sigue hablando. Sigue interpelando. Y sigue recordando, como quería el maestro, que toda obra pública es un diálogo con el pueblo que la rodea.