Cultura

80 años de la voz de trueno de Fernando Vallejo

El narrador antioqueño con mayor respeto internacional cumple ochenta años de vivir en contra de todo.

Periodista, Magíster en Estudios Literarios. Lector, caminante. Hincha del Deportes Quindío.

24 de octubre de 2022

En 1985, tras cerrar una carrera cinematográfica de tres títulos, Fernando Vallejo publicó Los días azules, la primera entrega del ciclo novelístico El río del tiempo. El libro abre con la escena del narrador protagonista dándose golpes contra el suelo, contra todo. “¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro y frío del patio, contra la vasta tierra, el mundo, inmensa caja de resonancia de mi furia”. En esa oración se condensa el espíritu de la obra del antioqueño, que le ha valido el Rómulo Gallegos, el FIL, la admiración y el rechazo de los lectores. Cada página de Vallejo es el resultado de la consciencia del autor de las transformaciones que el tiempo ejerce en los seres, en la realidad y en el lenguaje. Quienes se internan en los renglones de sus ficciones son testigos del desplome de la infancia, de los valores del pasado, del paraíso.

La Medellín en la que Vallejo nació hace ochenta años es la anterior a la del desmadre del Bogotazo —cuando el machete se hizo señor y dueño de los caminos de la patria—, de la expansión sin control de las ciudades por la llegada de los campesinos expulsados de sus tierras por los pájaros y la chusma, de la efervescencia y los carros bomba del narcotráfico. El río del tiempo —conjunto de cinco novelas publicado en 1985 y 1993—es la empresa novelística más ambiciosa emprendida por el escritor antioqueño a lo largo del siglo XX: una reivindicación rabiosa del yo, de la primera persona gramatical, de las formas eróticas por fuera del dogma cristiano, de la cercanía con los animales, del estudio de la lengua castellana.

En cada volumen de la obra de Vallejo la muerte es una presencia que se expande y en su camino cobija a la abuela Raquel, al padre Aníbal, al hermano Darío, a la urbe de los años cuarenta y cincuenta de niños en las calles y abuelos en las plazas y los parques.

Sus novelas relatan los cambios del mundo, de Medellín, de la familia Vallejo Rendón, del mismo protagonista que crece y, por eso mismo, se encamina a la muerte. “Lo que perdura en cambio, vívido, en mi recuerdo, es que el niño era yo, mi vago yo, fugaz fantasma que cruza de mi niñez a mi juventud, a mi vejez, camino de la muerte, y la dura frialdad del patio”, escribe el novelista.

En una entrevista para El Espectador —luego de hablar contra la izquierda y la derecha, de hacer añicos a Alvaro Uribe, a Hugo Chávez, a Gustavo Petro— respondió la pregunta sobre la muerte ideal que añora tener. “Aspiro a morirme en Colombia, en la casa en que nací, una casa en la calle del Perú en el barrio Boston. De tal manera que después de haber andado tanto no haya avanzado un palmo”, dijo con un mohín de malicia. Toda empresa humana colisiona con la muerte y nada se salva del punto final de todo y todos. Tal vez ese sea el núcleo de la obra de Fernando Vallejo.

Con ochenta años y en el retiro de su casa de Laureles, Fernando Vallejo es el autor colombiano vivo más importante. Sus libros tienen una identidad reconocible a kilómetros de distancia, esa mezcla de prosa sofisticada, rítmica y de explosiones de rabia y salvajismo. De los novelistas nacionales es el único con el tamaño para el Cervantes y laureles de ese peso. Al fin y al cabo, el argumento de la Academia sueca para concederle el Nobel a Annie Ernaux bien puede usarse para describir la obra de Vallejo.

Vida de Fernando Vallejo

Fernando Vallejo nació en Medellín el 24 de octubre de 1942, en una calle del barrio Boston. Entre 1977 y 1981 filmó las películas Crónica roja, En la tormenta y Barrio de campeones. Sin embargo, su prestigio se cimenta en el ciclo novelístico El río del tiempo y en los libros La virgen de los sicarios —llevada al cine por Barbet Schroeder con guion de Vallejo— y El desbarrancadero, que le valió el premio Rómulo Gallegos. Además, ha publicado las biografías de Porfirio Barba Jacob, José Asunción Silva y Rufino José Cuervo. También ha incursionado en el género del ensayo y de la divulgación científica. Su obra -una de las más personales de la lengua castellana de los últimos cuarenta años- tiene fans, pero también detractores. En numerosas ocasiones las posturas políticas del autor lo han puesto en el epicentro de la discusión pública. Vallejo lanza denuestos a diestra e izquierda y no tiene problema alguno en cuestionar a presidentes, ministros, deportistas y escritores. Ha recibido el doctorado honoris causa de la Universidad Nacional y el Premio FIL, uno de los más importantes de Iberoamérica. En 2003 se estrenó La desazón suprema, un retrato incesante de Fernando Vallejo, un documental de Luis Ospina sobre el autor. Por su trayectoria y reconocimiento, Vallejo es el novelista antioqueño más importante del siglo XX.

Obra de Fernando Vallejo

La virgen de los sicarios (1994)

“Un tumulto llegaba los martes a Sabaneta de todos los barrios y rumbos de Medellín adonde la Virgen a rogar, a pedir, a pedir, a pedir que es lo que mejor saben hacer los pobres amén de parir hijos. Y entre esa romería tumultuosa los muchachos de la barriada, los sicarios. Ya para entonces Sabaneta había dejado de ser un pueblo y se había convertido en un barrio más de Medellín, la ciudad la había alcanzado, se la había tragado; y Colombia, entre tanto, se nos había ido de las manos. Éramos, y de lejos, el país más criminal de la tierra, y Medellín la capital del odio. Pero estas cosas no se dicen, se saben. Con perdón (...)Pero no me hagas caso que te estoy hablando de cosas bellas, de diciembre, de Santa Anita, de los pesebres, de Sabaneta. El pesebre de la casita que te digo era

inmenso, la vista de uno se perdía entre sus mil detalles sin saber por dónde empezar, por dónde seguir, por dónde acabar”.

Años de indulgencia (1989).

“Y de tanta vuelta vuelvo a ser niño y al viejo patio de la vieja casa de la vieja calle de Ricaurte de la ciudad de Medellín. Y niño que gira cae al suelo borracho y al caer se transfigura. No tengo trabajo, no tengo un centavo, vivo en una pocilga inmunda, hablo un inglés infame y el porvenir es una pared cerrada, sin una ventanita para mirar. Y pese a todo, no obstante, me embarga una súbita felicidad (...)Sale Medellín de noche en procesión llevando al Santo Sepulcro en andas. Las calles de mi infancia serpentean como ríos de velas. Sobre la superficie de luz se bambolea el cajón. Yo voy con mi velita hipócrita quemándole el trasero a una vieja. La vieja va de negro, de riguroso luto semanasantero. Yo de pantalón corto, descubriendo mi vocación de escarmentar: soy una vela que quema viejas (...) Mas por lo pronto, por los tortuosos caminos del recuerdo antes de irme a Nueva York vuelvo de Roma, a Medellín, a la calle de Junín a preguntarme por qué diablos regresé”.

Los días azules (1985).

“Rugiendo, despeinada, La Loca se lanzaba sobre Medellín amenazante. Era el día de la Santa Cruz, el dos de mayo, en que en Medellín siempre llueve. Llueve porque llueve, así digan que las bombas atómicas trastornan el clima, porque en Medellín la lluvia del día de la Santa Cruz no es una lluvia: es una prueba de la existencia de Dios. Y Dios existe, ¿o no? Mi tío Ovidio, que tiene nombre de poeta latino, dice que no. Pero Ovidio es un descreído. (...) Pasado mayo de los aguaceros, La Loca tornaba a ser la de antes, el arroyo manso, cristalino, la quebrada Santa Elena. Andando el tiempo la entubaron: la metieron en camisa de fuerza, en unos socavones de cemento armado bajo el pavimento de la calle. Al principio se le oía rugir abajo, después nada. En su oscuro reducto, en su eterna noche subterránea, la Santa Elena se fue secando, secando como todos los ríos de Colombia por la tala de los árboles. Ya ni quien sepa quién fue la Santa Elena, alias La Loca”.

El fuego secreto (1987).

“Del centro, fui testigo, el nuevo nombre empezó a irradiar hacia los opuestos puntos cardinales de la fama: el barrio de Boston de mi infancia, el barrio de Prado de los ricos, el barrio La Toma de los camajanes..., y ese barrio de Guayaquil, de sangre y candela, donde se conseguían putas a cuatro pesos, y un cuchillo apurado daba cuenta de un cristiano por menos de eso. De chisme en chisme, de calle en calle, de barrio en barrio, iba el nombre de Jesús Lopera como un incendio por la escandalizada Medellín. ¿O escandalizado? No se sabe. Aún no se sabe si es hombre o mujer. Con las ciudades, como con las personas, a veces pasa así (...)Cuando había rebasado, Prado arriba, a Manrique y Aranjuez por las laderas de la montaña, lo mataron. Una y otra vez, otra y otra vez, le hundieron un puñal en el corazón buscando el centro del alma. Dicen que la sangre le brotaba a chorros como surtidores”.