La memoria que resiste en Salsipuedes
Entre pasillos marcados por inscripciones, fotografías y esculturas, la casa del maestro Jorge Marín Vieco, ubicada en el barrio Robledo (Medellín) sobrevive como un testigo incómodo y luminoso de la historia artística de la ciudad.
La memoria cultural de una ciudad no siempre se conserva en los grandes monumentos ni en las instituciones oficiales. A veces está contenida en un hogar de paredes desgastadas, en un corredor donde alguna vez resonó la música de una orquesta, o en los silencios de quienes resistieron la violencia y el olvido. En Medellín, esa memoria tiene nombre propio: Salsipuedes, la casa que el escultor Jorge Marín Vieco levantó en 1939 y que, con el tiempo, se convirtió en escenario de tertulias literarias, ensayos musicales y encuentros que marcaron la vida artística del país. Hoy, pese a las dificultades económicas y a las huellas de la violencia, su hijo Jorge Alberto Marín Vieco insiste en mantenerla en pie como museo, aunque reconoce que no es un camino sencillo.
Y es que para él, el valor de la casa reside en lo simbólico: en las esculturas o los muros que aún se conservan, y en la memoria de lo vivido. En 1948, por ejemplo, la orquesta de Lucho Bermúdez ensayaba allí, y los músicos coincidían en decir que nunca habían tocado tan bien como lo hacían en esas reuniones íntimas, sin contratos de por medio, solo por el placer de tocar. En Salsipuedes no había prohibiciones estrictas como en los clubes sociales donde el maestro imponía disciplina absoluta; había brindis y libertad. Y el resultado de eso era un sonido distinto, más auténtico, que aún es evocado por quienes alcanzaron a escucharlo.
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Esa misma atmósfera bohemia alcanzó su punto más alto en 1948, en la velada en que se inauguró un mural de Horacio Longas —que Jorge Alberto señala mientras cuenta la historia, desde la primera sala de la propiedad— y que coincidió con la primera interpretación del porro Salsipuedes. La casa, que entonces era apenas una tercera parte de lo que es hoy, recibió a 250 personas, entre ellas músicos, poetas y amigos del maestro Marín Vieco. En una fotografía de esa época aparece el escultor con apenas 38 años, acompañado de Lucho Bermúdez, el poeta cartagenero Jorge Artel, el cantante Martín Díaz y varios integrantes de la orquesta. Fue un momento fundacional, pues además de nacer un espacio cultural, se selló la conexión entre la tradición antioqueña y la influencia caribeña que marcaría buena parte de la vida artística de la ciudad.
De ese grupo, uno de los más asiduos fue el poeta Jorge Artel, quien terminó convirtiéndose en huésped frecuente de Salsipuedes. Vivió en Medellín durante cuatro décadas y fue catedrático de la Universidad de Antioquia, y su relación con la residencia fue tan estrecha que le decía “sobrinito” a Jorge Alberto, que creció escuchando sus historias. Una de sus inscripciones aún se conserva en las paredes: “Cuando me vaya no sabré si un poco de esta casa se va incrustada dentro de mi corazón o si es un pedazo de mi corazón es lo que se quedó en esta casa”. Otras, como la que dejó Carlos Castro Saavedra, fueron borradas por decisión de Marín Vieco al considerarlas demasiado arrogantes.
Así como los poetas dejaron palabras en los muros, Marín Vieco fue dejando formas en piedra y bronce. Antes de dedicarse por completo a la escultura, había sido músico, pero fue el pintor Horacio Longas quien lo animó a explorar su talento artístico. De esa etapa surgieron obras de profundo contenido social, entre ellas el conjunto escultórico Amerindia, un mural de 200 metros cuadrados que permanece en la sede de la Beneficencia de Antioquia. Allí, en clave expresionista, representó a una madre indígena contemplando con dolor la muerte de su hijo por hambre y pobreza, en una versión americana de la Piedad de Miguel Ángel. Críticos como Rubiano Caballero lo señalaron como su trabajo más trascendental, y el pintor Jorge Cárdenas lo definió como el escultor expresionista de mayor importancia en el país. Esa pieza, sin embargo, permanece oculta a la vista del público, como si el país aún no estuviera preparado para enfrentar un mensaje tan crudo.
Otra de sus esculturas más monumentales es la que se encuentra en Campos de Paz, de cuatro toneladas de peso, que ha requerido mantenimientos complejos para evitar que las estructuras de hierro que la sostienen se deterioren. En contraste, su hijo recuerda con ironía que pocas de esas obras podrían adornar un comedor: su fuerza expresiva y su carga de denuncia no buscaban la complacencia del público, buscaban la reflexión sobre las heridas sociales. Así se entiende que mucho de ese repertorio escultórico, realizado en bronce, fuera objetivo de robos en los años 2000 y 2008.
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El episodio más doloroso ocurrió en octubre del año 2000, cuando un grupo de 10 hombres armados ingresó a la propiedad y, fuera de robar decenas de esculturas, asesinó a un miembro cercano de la familia que intentó resistirse. El trauma fue devastador y obligó a guardar bajo llave buena parte de las obras que quedaron. La esposa de Jorge Alberto hizo maletas y abandonó el país en cuestión de días, mientras él se quedó intentando salvar lo que podía del museo y vendiendo pianos —su oficio desde hacía años— para sostener la casa. Desde entonces, reconoce, perdió el interés por mantener vivo el proyecto cultural y las esculturas dejaron de importarle frente a la magnitud del dolor. “Ese trauma no lo han recuperado mis hijos y ya han pasado veinticinco años”, dice, con una mezcla de resignación y esperanza.
Con todo, el proyecto no desapareció del todo: hoy la casa continúa en pie y resguarda piezas en yeso y fibra de vidrio, versiones de las esculturas más valiosas que permanecen bajo llave para evitar nuevos saqueos. También conserva reproducciones de monumentos realizados por Marín Vieco en otros países, como un Bolívar sedente en la avenida de las Américas de Guadalajara, México; y el recuerdo de encargos significativos, entre ellos el monumento a Juan del Corral en Santa Fe de Antioquia, cuya historia incluyó la llegada a Salsipuedes de la silla original donde el prócer despachaba, utilizada como modelo para la escultura.
La situación actual, sin embargo, es precaria. La casa arrastra deudas de impuesto predial que la tienen embargada, aunque Jorge Alberto logró negociar un acuerdo de pago que está a punto de cumplir. No recibe apoyo sistemático del Estado ni de la Alcaldía, y depende de aportes voluntarios y de la resiliencia familiar para sostenerse. Por ahora no está recibiendo visitantes, pues sus custodios concentran los esfuerzos en reunir recursos para cubrir las deudas. La idea es reabrirla próximamente al público, aunque Jorge Alberto insiste en que no concibe cobrar una tarifa de entrada: no está dispuesto a convertirla en un negocio, porque siente que se trata de un legado patrimonial que pertenece a todos. Al mismo tiempo, reconoce que necesita apoyo para garantizar la conservación y la seguridad del lugar, y ese es un equilibrio frágil entre el deseo de compartir la historia y la obligación de protegerla.
La vida personal de Jorge Alberto, como no podía ser de otra forma, se entrelaza con la casa: dejó atrás su carrera como pianista en Estados Unidos para volver a Medellín y asumir la tarea de convertir Salsipuedes en museo, pues la propiedad, tal y como la concibe, es una metáfora de lo que significa resistir en un país atravesado por la violencia, donde el arte y la cultura muchas veces sobreviven a contracorriente. Es, de igual forma, un recordatorio de que la vida cultural de Medellín nació de la voluntad de artistas que abrieron sus propios espacios para compartir, discutir y crear.
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Hoy, cuando Jorge Alberto recorre los pasillos de la casa y muestra fotografías, esculturas o rincones marcados por la letra de algún poeta, lo hace con una mezcla de orgullo y melancolía. Sabe que cada objeto guarda una historia y que cada pared ha sido testigo de momentos irrepetibles. Asimismo, entiende que la permanencia de Salsipuedes depende de que la sociedad reconozca su valor y de que las instituciones comprendan que el patrimonio muchas veces está en los espacios íntimos que han tejido la identidad cultural de la ciudad. “Salsipuedes sigue en pie porque quiero que un día sea reconocida oficialmente dentro del inventario de los museos de Antioquia”, concluye Jorge Alberto.