Literatura

Molière: la risa contra la hipocresía

Cuatrocientos años después de su nacimiento, Molière —su figura y teatro— genera polémica: todavía se discute si en realidad fue un genio.

Periodista, Magíster en Estudios Literarios. Lector, caminante. Hincha del Deportes Quindío.

14 de enero de 2022

En vida Jean-Baptiste Poquelin —Molière, a secas—gozó de la gloria: junto a Jean Racine, fue uno de los artistas predilectos de Luis XIV, el Rey Sol. Hijo del tapicero real, su arte en un principio se nutrió de la Commedia dell’Arte, un tipo de teatro con elementos de carnaval y de la mímica cultivado a mediados del siglo XVI en Italia. Muy pronto adoptó el seudónimo de Molière —piedra dura, fuerte— y descubrió sus dotes para la comedia. “Molière es el heredero de la tradición cómico-satírica europea. Hizo comedia de costumbres, comedia de carácter, comedias ballet, farsas. Es el dramaturgo más reconocido de Francia en Europa”, afirma Iván Padilla Chasing, profesor de la Universidad Nacional y experto en literatura francesa.

Fallecido un siglo antes de la revolución de 1789, Molière tuvo grande influencia en los escritores de la Ilustración, en particular en Voltaire: el filósofo publicó en 1739 una biografía del actor y director. Además de la crítica constante a los valores de la aristocracia, hubo otro punto de enlace entre ambos: la escritora Ninon de Lenclos fue amiga del primero y cedió una cuantiosa fortuna al segundo para “la compra de libros”.

Don Juan —pieza inspirada en El burlador de Sevilla—, El misántropo y Tartufo componen la trilogía esencial del conjunto de la literatura de Molière: en sus actos el comediante critica los rituales sociales de la aristocracia y la naciente burguesía, pero lo hace con la magia de la risa y el humor. A pesar de su cercanía con el rey —un hijo suyo fue ahijado de Luis XIV— algunas de sus representaciones fueron prohibidas en virtud de las protestas de sectores sociales molestos por la acidez de los caracteres dibujados en escena. Tartufo le granjeó la feroz antipatía de la Compañía del Santo Sacramento –influyente grupo del clero y la feligresía católica–: en las tablas un falso devoto procura emplear la fe para ganar riquezas en el mundo terrenal. En el caso de Don Juan —estrenada en el cumpleaños 43 de Molière— el argumento caricaturiza los ideales caballerescos venidos a menos: el hedonismo salvaje del protagonista está lejos de ser una apología, se trata de una advertencia. En este sentido, Molière se ajustó a los preceptos del arte de su tiempo: en lugar de tratar de eliminar las pasiones humanas, estas se deben educar o rectificar. En sus tramas casi siempre hay un personaje que encarna la voz de la moral y la sensatez.

No obstante, algunos quisieron dinamitar su pedestal.

En 1919 Pierre Louÿs — pluma detrás de Las canciones de Bilitis, poemas de alto voltaje erótico— enfiló baterías contra uno de los emblemas de la cultura francesa: afirmó haber descubierto un engaño colosal: Molière no era el autor detrás de las célebres comedias. Para decirlo arguyó que la métrica de la pieza l’Amphitryon —adjudicada al padre de Comédie-Française—era en realidad similar a la usada por otro escritor, Pierre Louis Corneille. Una suerte de huella dactilar lingüística.

En 2003, el investigador Dominique Labbé incluyó en el pleito otros títulos de la bibliografía canónica: para él al menos 16 obras de Molière fueron escritas por Corneille. La sospecha es grande: ¿puede alguien desprovisto de estudios formales escribir historias capaces de sobrevivir al crisol del tiempo? Para los detractores la respuesta es un no en mayúsculas, rotundo. La suspicacia crece al no conservarse borradores originales y a los rumores de su incultura: hasta los 33 años no dio muestras de tener el talento suficiente para descollar en el parnaso.

La cosa no se detuvo: en 2019, la revista Science Advances publicó un estudio de los académicos Florián Cafiero y Jean-Baptiste Camps que concluye lo contrario: los textos de Molière sí son de él, y para ratificarlo se empleó un sofisticado análisis computacional a las estructuras gramaticales y sintácticas de un variado repertorio teatral de la época. El debate no se ha restringido a los lindes de las universidades: la prensa europea, tanto televisiva como escrita, le ha prestado reflectores. A fin de cuentas, para la lengua francesa el dramaturgo de El enfermo imaginario tiene la estatura de Shakespeare y Cervantes para el inglés y el español.

En el arte no hay justicia: al azar la naturaleza hace de alguien un fuera de serie: un Mozart, un Dante, un Borges, un Picasso y fin del asunto. No hay méritos ni razones. Por tal motivo, la genialidad resulta chocante, más aun cuando el bendecido por las musas no esgrime los modales ni las marcas del espíritu. Tal vez ello explique el hechizo siempre nuevo de los artistas. Y la desazón de las audiencias, traducida en estrategias para dar por tierra el legado de los genios. Por ejemplo, muchos estudiosos han puesto en duda la existencia del creador de Hamlet y Macbeth: han dicho y especulado de todo: que detrás del bardo hubo un grupo de poetas o una mujer o el mismísimo Christopher Marlowe, la némesis de William Shakespeare.

Histriónico hasta el final, Molière desfalleció en plena representación de El enfermo imaginario. Pocas horas después, sin las ayudas de la religión, murió en su casa parisiense el 17 de febrero de 1673. Según la leyenda, al momento del vahído vestía prendas amarillas, por lo que este color ha sido visto entre el gremio de los teatreros como símbolo de mal agüero. Supersticiones aparte, la suya es una obra cuya vigencia se mantiene intacta: no pocas veces es la puerta de entrada el acervo del teatro clásico.

Père Lachaise es un hito del turismo y de la cultura francesa: su fama surgió por ser el lugar de reposo de los restos de Molière, de La Fontaine y de Pedro Abelardo. Con los calendarios, el camposanto recibió los de Pierre Bourdieu, María Callas y Rufino José Cuervo.