Los hijos de Vulcano retuercen los hierros
La forja de hierro y la cerrajería, dos oficios rudos que requieren fuerza y destreza. La primera poco la enseñan y practican.
Envigadeño dedicado a la escritura de periodismo narrativo y literatura. Libros de cuentos: Al filo de la realidad y El alma de las cosas. Periodismo: Contra el viento del olvido, en coautoría con William Ospina y Rubén López; Crónicas de humo, El Arca de Noé, y Vida y milagros. Novelas: Gema, la nieve y el batracio, El fiscal Rosado, y El fiscal Rosado y la extraña muerte del actor dramático. Fábulas: Las fábulas de Alí Pato. Premio de la Sociedad Interamericana de Prensa.
Como si trabajaran en el taller de Vulcano, el Dios del Fuego, los forjadores de hierro siguen ejerciendo su oficio milenario.
Y como suele ocurrir en las artes y los oficios más antiguos, el legado vuela de una generación a otra, los saberes pasan como la posta de un atleta a otro. Y la pasión.
Gustavo Ospina, uno de los cinco herreros del patio trasero de la Tienda del Cerrajero, en Jesús Nazareno, es un ejemplo claro de esta idea.
Da la espalda a una fragua cuyo fuego que es alimentado con coque, un combustible sólido formado por la destilación de carbón bituminoso calentado a temperaturas de 500 a 1.100 grados centígrados sin contacto con el aire. Encima de esas brasas pone a calentar varillas de hierro durante unos tres minutos. Es tiempo suficiente para que alcancen temperaturas de más de mil grados centígrados.
Toma una de ellas con su larga pinza que agarra con su mano izquierda y, con la derecha, da mazasos a la otra punta, ya de un amarillo rojizo que da la impresión de ser incandescente, apoyándola, no en un yunque como los forjadores de antes, sino en una mesa metálica, y así consigue darle curva.
Una lluvia de limalla va desprendiéndose de la varilla con cada golpe. Parecen gotas de fuego las que caen al suelo o rebotan en su delantal de carnaza cuyo faldón le llega más abajo de las rodillas.
Termina de formar la espiral descargando la varilla en una guía, hecha también de hierro, que descansa en lo alto de una pequeña torre férrea que sobresale en su mesa de trabajo, como una oreja.
Luego, la arroja al suelo donde hay otras, enfriando.
¿Qué hacen estos hombres con su rústica labor? ¿Para qué tuercen fierros en esa vieja casa de paredes ahumadas y heridas por golpes dados con ese material duro, el cuarto más abundante de la Naturaleza?
Moldean una parte de las figuras que adornan las rejas de las ventanas y las puertas. Aplicaciones, se llaman esas varillas retorcidas, las cuales, juntando dos o cuatro, dan forma a flores inflexibles que dan gracia a esos encierros de las viviendas.
Para forjar cada varilla, él toma apenas un tiempo tan breve como el que uno requiere para leer tres o cuatro líneas de este relato que describe su trabajo.
Como no le pagan salario, sino por producción, al final del día cuentan las que logró hacer, que no bajan de trescientas o cuatrocientas, el objetivo es ver crecer esa montaña de figuritas en el suelo.
“Mi papá tiene 80 años. Con él trabajé en mis comienzos, en un taller del Chagualo. De vez en cuando se asoma por aquí. Hacía herraduras —comenta Gustavo. El sudor corre por su rostro, aunque, hay que decirlo, en ese patio, a pesar de haber cinco fraguas encendidas, no hace un calor de infierno como uno habría de imaginarse, tal vez porque el techo tiene cierta abertura—. Como no puede quedarse sin trabajar, tiene una pequeña fragua en la casa, para hacer sus marañitas”.
Las herraduras llevan mucho trabajo. Tienen tacón, canal y orificios. Las cuatro las pagan tan baratas, que muy pocos se ocupan de hacerlas.
Este es un oficio en decadencia, cuenta Farley Orrego, el dueño del entable, quien, por cierto, también es hijo de herrero, Hernán, y nieto de herrero, Lázaro, quien ya murió y no resucitó.
“Lo enseñaban en el Sena y en el Pascual Bravo, pero dejaron de enseñarlo. Se fue perdiendo”, dice Farley. Por eso, él se ha tomado el trabajo de enseñarles a algunas personas. Dos de ellas trabajan con él en este patio donde se eterniza la Edad de Hierro.
Fuerza bruta
Solamente valiéndose de la fuerza de sus brazos o, mejor, de todo su cuerpo bien balanceado, Mario Gallo y Juan David Cano entorchan varillas de ese metal.
Ellos son dos de los trabajadores del taller de Jaime Upegui, Alforjarte, un hombre que trabajaba la fragua antes de establecerse como cerrajero.
Para su trabajo, ahora compra las aplicaciones hechas, porque le resulta más barato que hacerlas.
Entorchar es hacer de una varilla una trenza. Los entorchadores la retuercen como se escurre la ropa después de la lavada.
Mientras lo hacen, uno espera en vano que sus rostros enrojezcan, sus ojos se abran con desmesura o las venas de sus cuellos sobresalgan. Pero no. Parece que se tratara de seres dotados de inusitada fuerza, como aquel hombre de la Grecia Antigua a quien encargaron Doce Trabajos.
“En el entorche, las vueltas se cuentan”, dice Jaime Upequi, quien va narrando y comentando lo que hacen Mario y Juan David. Y asegura que la fuerza que deben hacer no es demasiada. Lo importante es balancear bien el cuerpo, para que no se recargue en los brazos.
“Cuando yo empecé, de ayudante, en otra cerrajería, me hacían llorar —confiesa Juan David. El trabajo me parecía duro. Cuando llegaba a la casa me dolía todo el cuerpo. Sin embargo, cuando me ponían a pulir y pintar, renegaba por dentro, me daba pereza eso tan suave y tan lento. Ahora me parece de lo mejor que tiene la cerrajería”.
Después de entorchar, Mario retira la varilla del burro o ayudante, un soporte del material protagonista de estas notas soldado a un rin de carro que hace de base en el suelo. Toma la almadana con su diestra.
Juan David recibe la varilla con sus manos enguantadas, para sostenerla sobre el yunque. Entre ambos la destorcerán y volverán recta como una línea.
Al fondo del establecimiento, encerrado en una pequeña pieza está Diego Upegui, el adolescente hijo de Jaime, que quiere seguir el oficio de su padre.
Un ruido de esmeril sale de allí. Cuando abren esa puerta, se ve en medio de un chispero de luces que se despiden raudas y templadas hacia el suelo. Pule una de las rejas que los otros del grupo han armado con sus varillas entorchadas y las aplicaciones de flores que salen de las fraguas de Farley Orrego. Después, las pintará.
Con estos apóstoles, Vulcano debe sonreír complacido ante su fragua situada bajo el Monte Etna, en la isla italiana de Sicilia.