El pie de Dios
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* Publicado el 16 de junio de 2019, en un especial de fútbol en Generación
A Diego Armando Maradona lo recriminó media humanidad, y de haber podido lo hubiese linchado, por engañar al árbitro tunecino Ali Bennaceur mediante una ilusión óptica que salió perfecta –al fin y al cabo, era un mago con la pelota–. Otros tantos se acordaron de darle las gracias porque en ese mismo partido, contra Inglaterra, anotó el gol más espléndido de todos los tiempos: “Un gol soñado, no porque lo haya hecho yo”.
Uno que hubieran querido anotar en un Mundial Pelé, Platini o su compatriota Lionel Messi. O el divo y crack Cristiano Ronaldo. Incluso muchos hemos soñado alguna vez, en el rectángulo de la almohada, que marcamos uno así en el desafío a muerte de la infancia contra el otro barrio, contra la pandilla del aula contigua.
Hacerle un baño, un gol de globito, al portero Peter Shilton, con su estatura de niño desnutrido de Villa Fiorito, ya era mérito. Las manos, en los partidos de cuadra y potrero, a veces también juegan. Esa vez simplemente despertaron con la memoria y los reflejos de aquel petiso recursivo, acostumbrado a bailar desde chico sobre la laja de la miseria y a pedirles a los Reyes Magos una bicicleta y un balón que nunca llegaron a su rancho de goteras y latas.
Los mejores inspiradores de Maradona para aquel segundo gol de fantasía contra Inglaterra fueron los hoyos del potrero y los regates a los pescozones de Chitoro, su padre: “Me ayudó a ‘entrenarme’ en los amagues”, le relató el 10 de Argentina a la periodista Gaby Cociffi.
Un amor por las pelotas de fútbol que lo sacaba de su hogar hasta la medianoche y que un día, a los nueve años, lo tuvo a punto de perecer ahogado en una alcantarilla cubierto de estiércol y aguas negras, hasta la nariz. “Habría muerto en ese pozo... corriendo detrás de una pelota”. Solo de ese amorío delirante podía nacer años después, en una tarde mexicana de junio, aquel gol que hace ver tan simples, tan corrientes, a los miles de la historia del fútbol.
Era mediodía de ese 22 de junio de 1986. Vacaciones escolares. Domingo. Todo servido para ver a Maradona “y diez japoneses más”, como decían en la radio los comentaristas, que además echaban mano de cualquier figura para hablar de una reedición de la Guerra de Las Malvinas en la cancha. En las tribunas del Estadio Azteca alumbraban las melenas rojizas de los hinchas ingleses y retumbaban los bombos de los fanáticos argentinos descamisados, con un orgullo inusual que humeaba más que el Popocatépetl.
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El tiempo había hecho que en la adolescencia Maradona fuera para mí un Dios vestido de cortos y guayos. No podía ser de otra manera en una familia como la nuestra, de algunos zurdos para patear, amantes del tango y del fútbol argentino —Alfredo Di Stéfano, Amadeo Carrizo, Ángel Labruna, y River y Boca estampados en las portadas de El Gráfico—.
La calma había retornado al terreno después de la polémica por el primer gol empujado con las falanges traviesas del astro –jugada que hoy reprocho, en la cámara lenta del recuerdo y la nostalgia-. Pero después, borró con los pies lo que había hecho con la mano. Minuto 54: seis metros atrás de la mitad de la cancha, empieza aquella “atención” a los ingleses. Víctor Hugo Morales, narrador impecable, relata en el archivo de Youtube: “Ahí la tiene Maradona, lo marcan dos”... Quedan regados. Acelera por la derecha ‘el genio del fútbol mundial’ y nadie puede aguantar su carrera, sus fintas. Primero Beardsley y Reid, luego Butcher (dos veces burlado) y al fondo Fenwick, el central, congelado, y Shilton, el portero, tendido sobre el pasto, convertido en estatua tras el hechizo del genio.
Hay que dejar de comparar las manos de Maradona con las de Dios. Prefiero pensar que su pie, que su zurda, capaz de crear semejante obra sobre la grama, con los ingleses hechos árboles de manzanas, está más cerca de pertenecer al cielo