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Hijo de la Guerra de Vietnam trae sazón a Envigado

Desplazados por la Guerra de Vietnam, los padres de Kim llegaron a Laos, donde él nació. Ha vivido en Asia, Europa y América.

Envigadeño dedicado a la escritura de periodismo narrativo y literatura. Libros de cuentos: Al filo de la realidad y El alma de las cosas. Periodismo: Contra el viento del olvido, en coautoría con William Ospina y Rubén López; Crónicas de humo, El Arca de Noé, y Vida y milagros. Novelas: Gema, la nieve y el batracio, El fiscal Rosado, y El fiscal Rosado y la extraña muerte del actor dramático. Fábulas: Las fábulas de Alí Pato. Premio de la Sociedad Interamericana de Prensa.

27 de febrero de 2016

Kim Ngoc Le no es vietnamita. A decir verdad, él es del lugar donde se encuentre en el momento. Ahora es colombiano y, para más señas, envigadeño.

Al municipio de la morcilla llegó hace un año y medio con sus platos de pho, tom kna gai, bún bò, thit heo kho... esas recetas de la península Indochina generosas en caldos, frondosas en vegetales, acompañadas de arroz de jazmín y de pastas hechas en la cocina, pobladas de carnes salteadas y marinadas, envueltas en sabores picantes y olorosas a salsa de pescado.

En La Magnolia abrió la puerta de un restaurante, este sí, vietnamita. Por eso, la gente cree que nació en el país más oriental de esa península asiática.

Su papá, Le Van Tam, y su mamá, Nguyen Thi Anh (el apellido adelante), sí son oriundos de allí. Nacieron en Ho Chi Minh o Saigón, la capital de ese país, que, digamos de paso, en nuestro medio se reconoce porque venció a los Estados Unidos en una guerra. Guerra que han llevado al cine en versiones tergiversadas, que muestran a los gringos victoriosos.

Ese conflicto, iniciado en 1955, un año después de que esa nación consiguiera independizarse de Francia, puso a enfrentarse a los del norte con los del sur.

De esa guerra, en la que murieron familiares, huyeron los padres de Kim, con varios hijos. De diez que tuvieron, los cuatro últimos no habían nacido. Kim es el octavo.

“Fue un largo camino el de los desterrados. A pie y en lanchas recorrieron grandes distancias, desde Saigón. Atravesaron la frontera y entraron a Laos. No había carreteras; la infraestructura era muy precaria. Todo en silencio. En silencio y a escondidas, porque la huida no era permitida”.

Otros vietnamitas salieron por mar o por aire. Por mar, buscando un destino en Malasia o Australia; por aire, intentando llegar a Estados Unidos.

Campos de refugiados

Es lunes. Está sentado en una de las mesas de su restaurante, la única que tiene las sillas al derecho; las demás las tienen encima patas arriba, porque no abre los dos primeros días de la semana. Ha preparado un café fuerte con leche condensada y lo sorbe despacio, mientras mira sin ver los retablos con paisajes de su tierra o, mejor, la de sus padres, en los que se observan mercados de hierbas y especias, y niños aborígenes corriendo en un campo. En otra de las paredes hay un letrero escrito en vietnamita, con su traducción al español: Ăn quả nhớ kẻ trồng cây. Que aquel que coma una fruta, se acuerde de quien la cultivó.

Kim es un sujeto de 1,70 de estatura, flaco, de cabello negro y largo. Solo le falta vestir un keikogi para parecer un karateka. Juega fútbol varios días a la semana, con un grupo de amigos, en una cancha sintética de la Avenida Las Vegas.

Retoma el relato en el momento en que sus padres se establecieron en un campo de refugiados. Tuvieron que enviar a varios de los hijos para que se criaran con familiares, lejos de la guerra. En breve, su papá abrió su taller de orfebrería. Su mamá se quedaba en el albergue cocinando pastas de fríjol y arroz para la familia. Era el inicio del decenio del setenta. Fue entonces, allá en Laos, cuando nacieron Kim, en 1972, y los dos menores. Los padres soñaban con salir de ese lugar de vida incómoda y difícil.

Y salieron.

La guerra se extendió hasta Laos y los sorprendió allá. De nuevo, la familia Le volvió a desplazarse. Otra vez, caminadas interminables por valles y montañas, en climas tropicales, a veces con tiempo seco y temperaturas cálidas y otras con tormentas de lluvias heladas. De nuevo, la marcha silenciosa... Esta vez, sus plantas se detuvieron en Tailandia. Y lo que era más detestable: otra vez la vida en un campo de refugiados, con albergues hechos de carpas y de construcciones precarias.

“Mis padres intentaban mantener la familia unida —cuenta Kim—. También, que no perdiéramos la cultura vietnamita: la lengua, las costumbres, la comida, las canciones, el budismo. Todos somos budistas”.

Para ellos es importante el signo del calendario chino. A veces, en las casas, en lugar de llamarlos por el nombre, a los hijos los llaman por el del animal. A él, Rata: el primero de los signos del zodíaco. Dicen que trae prosperidad y es símbolo de astucia.

Sin desmayo, llenaban solicitudes de asilo en Alemania, Estados Unidos y Australia. Seis años pasaron en ese territorio. Del país europeo les llegó la invitación... Kim tenía siete años cuando llegó a Berlín.

La historia lo persigue

Kim sale a la acera a fumar un cigarrillo, tal vez con la intención de no dejar el lugar impregnado de olor a tabaco. Sin llevar la mitad, lo arroja lejos y vuelve a entrar.

La caída del Muro de Berlín ocurrió entre la noche del 9 a la mañana del 10 de noviembre 1989. Kim Ngoc Le tenía 16 años cuando lo vio caer. Era estudiante de bachillerato y cuando no estaba en el colegio, sus viejos seguían enseñándole las tradiciones. Ya entendía qué sucedía. La caída del Muro de la Vergüenza era consecuencia de nuevos vientos orbitales, soplados principalmente desde la Unión Soviética con un abanico llamado Perestroika, que descolgó la cortina de hierro.

“Fue un acontecimiento importante. Hasta ese momento, las personas del Este no podían ver a las de Berlín occidental. Había dos Berlines”.

Es cierto que jamás había planeado radicarse en Envigado, pero vivir en Colombia no es una casualidad. América Latina, en especial la Amazonía, era su imán. Pasó por primera vez por Colombia en 2000 “y la gente me pareció amable. Me ha recibido bien. Estuve en Popayán, de paso para Ecuador. Unos muchachos me dijeron: te invitamos a un trago. Después, me llevaron a conocer a sus padres. Me pregunté extrañado: ‘¡por qué querrán que conozca a su familia?’. Me llevaron a su casa y me quedé allí más de ocho días. Al momento de la despedida, me entregaron una carta escrita a mano, en la que decían que les había encantado conocerme. Es un bonito recuerdo”.

Vivía cómodo en Alemania. Incluso con cierto lujo. Trabajaba en restaurantes y en vacaciones salía de viaje. Hasta que un día quiso cambiar el ritmo de vida. Echó a andar.

Pensó en quedarse en Colombia. Para vivir, por su puesto, abrió el restaurante. Lo demás fue decirle a su hermano, Le Dung, que le enseñara unas recetas más para enriquecer la carta.

“Al principio, estaba temeroso sobre la aceptación de la comida oriental, porque aquí la gente es muy carnívora”. Pero después de dos meses difíciles, todo comenzó a ser fácil.

¿De qué lugar del mundo se siente? “De ninguno. Las naciones son inventos. Tener patria no sirve para nada”.