Alfabetos de Piedras, o el legado de Hugo Zapata
El escultor nacido en La Tebaida, Quindío, en marzo de 1945, murió el pasado 3 de junio. Su obra marcó la historia de las artes plásticas Antioquia.
Por Puerto de la Imaginación
Pienso que es una avispa grande, pero es una libélula. Hace un pequeño escándalo chocando contra las ventanas, intentando salir del carro de Carlos H Jaramillo. Ya frente a un portón rodeado de verde y de buena sombra logra salir o se aquieta, no sin dejar un trazo azul oscuro.
Hay cuatro hombres trabajando, uno de ellos con una cierra de dientes de diamante, junto a pequeños tractores, todo como con un sistema de poleas y un armatoste que sostiene una piedra del tamaño de una lavadora. En ese trabajo se salpica agua, quizá con una manguera en la herida de la piedra. Los otros tres hombres están trabajando con una pulidora, piedras de la mitad del tamaño y una de dimensiones cercanas a un florero. Todas negras y ganando brillo. Se trata de la lutita que la recogen y la sacan en Pacho (Cundinamarca), sacándola de lugares angostos con animales de carga, para luego montarla en tractomulas hasta El Retiro, Antioquia.
Siento que estoy en un campamento en la mitad de una selva fría, quizá un aserrío, pero pronto pasamos por piedras que son trabajos abandonados o en proceso, y detallo que estoy caminando sobre piedras, como en parqueaderos, pero no son piedras tan comunes, son las esquirlas de dos décadas de trabajo. Empezamos a ver esculturas que hacen pequeños lagos u ojos de agua. La sensación siempre juega con comprender si lo hizo la naturaleza o si lo hizo un hombre, una mano que sale de la naturaleza pero con la intención de un alfabeto.
Ya en las cercanías de la casa, aparece otro tipo de obra que permite comprender un poco el proceso, la arquitectura, el juego de geometrías: cuadros titánicos de piedra que dicen algo que no se puede entender con los relieves. Se trata de un marco y una base de piedra, con cubos de piedra con relieves y distintas pronunciaciones.
Junto a la casa, una galería y primero una antesala: me ayudan a entender cómo lo que veo son testigos, tótems; almas que no se animan a ser humanas, imponentes, diciéndonos algo en sus curvaturas o coronadas por todos los gestos en una preciosa rugosidad. Ahí también hay un tablero y de nuevo los lagos artificiales, arrancados de la tierra con un material que no se desmorona para conocer las comisuras del agua.
Ya en la galería las piedras verticales, milagrosamente de pie, es ya naturaleza de otra dimensión, una flora que tiene gruesos champiñones con tallos negros y cabezas color bronce y flores gigantes, que en forma de cartucho, parecieran conteniendo un polen amarillo, naranja y rojo, que se logra con oxido de hierro. Aquí los lagos parecen de carne, palpitar suavemente con mamas que crean las corrientes de un líquido para beber o soñar. En el suelo hay un plato con tres círculos concéntricos, tiene tantos destellos metálicos, dorados y azulosos; pareciera que tuviera luz propia y una electricidad amenazante. Un recipiente con un lenguaje para la invocación o una comunicación que no hemos adivinado. Con la segunda mirada empezamos a apreciar las vetas, las venas que se descubren en esas misteriosas piedras y los jeroglíficos que pudieran ser un idioma por descubrir, una grafía de antiguas diosas.
Entramos a una casa donde el verde entra por ventanales gigantes y el techo deja ver las ramas de grandes árboles. Hay un letrero que dice, en siete idiomas, aquí se acaba el pecado. Las esculturas en piedra se conjugan con pinturas de otros artistas y una foto gigante de una mujer desnuda, rotunda, sin edad, con una vitalidad perenne. Allí aparecen otras flores aún más bellas y esculturas más pequeñas, de repisa, que muestran el trabajo con la resina para unir y crear vacío. Hay muchas piedras hermafroditas o gemelas, separadas y vueltas a unir. Muchas de esas esculturas totalmente en piedra pueden transmitir electricidad, se trata de piedras que por un proceso de milenios son ricas en metal. Quizá la parte de la obra que está sólo acá son los dibujos en las piedras, mucho más que grafía, formas, alguna de minotauro, y que Zapata también se encargó de reproducir en lienzos, amanuense de un dictado de las piedras.
Lo que podría ser una terraza, es el acceso a otra selva, a la que se llega por un camino de piedras, después de una piscina muy angosta y de un juego de piedras. Ahí comprendemos que la obra que nos circunda y nos atraviesa, aún siendo piedra, es para tocar, para jugar, para sentarse, para comunicarse de la única forma que se puede con las piedras, por los sueños o de música a música.
Hay tanto que mirar allí, que sólo hasta que algo está a punto de estrellarse con mi cara, recuerdo la conversación citada adentro. Me giro para entender si había esquivado una piedra y protegerme del estallido de la vidriera, pero alcanzo a ver esas alas azulosas. Miro atrás y tras la vidriera, en el comedor, está ya Hugo Zapata, cola de caballo, pelo gris claro, barba.
Indagando la expresión de las rocas... yo tengo ahí un sembrado de piedras, y hay una que la veo y puede pasar un año, y no pasa nada, hasta que llega un día y yo le digo, hoy te tocó querida. Yo creo que yo converso con las piedras y yo las acaricio. Y voy entrando en ellas. Hasta que llega un momento y la trazo y le digo a uno de los muchachos que me ayudan, vea hermano, arrancamos con esta, le dibujo encima y el hombre se enchaveta, yo le estoy dando vueltas. Un hermano dice que yo huelo las piedras.
Con una voz de árbol, Hugo nos habla de su proceso que empieza desde encontrar la piedra, acompañar el proceso de transporte, hasta soñar con la piedra y encontrar la forma. Le pregunto qué falta, qué no se ha podido hacer. Después de diseñar el popular Ágora de EAFIT, piedra para sentarse, para discutir, para aprender; Pórticos, llegando al aeropuerto José María Córdoba, que es enmarcar el paisaje, de homenajear a Medellín significando espacios y de que ningún museo o galería de Colombia le ha sido esquivo, nos dice que falta el proyecto Gavias, para adornar el Río Medellín con una especie de veleros blancos que harían las veces de sutiles fuentes. Nos habla de Sendero, rodear del blanco de los yarumos 70 kilómetros de una represa, con un caminito hecho en la piedra de gran parte de Antioquia, el batolito. Un segundo Ágora, que en su cabeza nació primero que el de EAFIT, lo lleva a una conversación con García-Márquez en Cartagena, en uno de los primeros Hay Festival. Zapata ha soñado con un homenaje en Aracataca al nobel, quizá más un homenaje a su primera gente, con una escultura con agua, para jugar, para retozar.
Él es uno de los Once Antioqueños, así se llamaba el grupo con el que fue identificado su periodo, un periodo de transición. Pioneros para generar la academia o facultades de arte en Medellín y para generar rupturas con el paisajismo, la acuarela, los bodegones, y darle un espacio al arte moderno. Ya con esa plataforma recuerda con cariño haberle dado clase a Fredy Serna y Martha Ramírez; los intercambios con Negret y con Villamizar y aprender de Carlos Rojas. También hubo un largo momento donde se sintió solo y triste. Recuerda el ejército entrando con una tanqueta a la universidad mientras daba clases.
“El regalo que le hace Zapata a la vida y a uno es lo amoroso: la balanza opuesta, mientras está la guerra, la celebración de la vida con la magia de la risa.”
Ante el comentario de Carlos H, su alumno, recuerda con cariño el contraste de exponer junto a Jesús Abad Colorado. La fotografía de guerra, frente a esta naturaleza inventada que no se puede recibir con la razón, lo histórico o lo anecdótico. A la final encontraron el puente de la belleza y la forma que tiene cada artista de refugiarse.
Un poco después vendrían los almuerzos de los jueves en La Oficina de Sierra. Después de conocer a tantos, de explorarlos y celebrarlos, dice que su artista favorita es Beatriz González.
Tenía una hijueputa exposición (en España) que ni Picasso. Es la más tesa.
La carcajada de Zapata, que se usa para homenajear, para celebrar y para invitar, atrae a un gato, al que le dice que él no le hace caso a nadie y que es mejor así. Nos cuenta que soñaba con el gato, con su cara y que es un gato feroz, pero también feliz. Yo miro hacia donde mira el gato y veo una libélula, entonces hago una pregunta estúpida, que Hugo no contesta, sólo mi amigo Carlos, después de que se convirtieron en tres: sí es una libélula, sí es de verdad, es atípico que esté ahí, lejos del agua y tan quieta y a esta hora. La libélula parecía una parte tridimensional de un cuadro. Yo ya tenía dos cosas más para observar: gato y libélula.
Jaramillo destapa un chicharrón y lo sirve, es sorpresa, Zapata celebra y empieza a comer con tanto gusto que debe ser nutritivo sólo verlo. El gatico no sabe que hacer con tanto chicharrón que le da su amo.
Aunque los Once no andaban juntos, varios y varias frecuentaban El Festín, en la Playa con el Palo. Ahí Zapata tomó una decisión que nos recuerda el rigor necesario, aún en medio de tanta alegría. Ese día encontró la estructura en un método que tiene mucho de risas y de onírico.
Y nos reuníamos a tomar aguardiente y a leerle la mano a las amigas. Y una vez me quedé yo mirando y veía todos mis amigos borrachos y dije, esto no va a llevar a ninguna parte, yo no voy a llegar a ninguna parte. Entonces me puse a pensar en una carrera afín a artes, pero que no fuera artes, entonces me metí a arquitectura.
En Bahía Solano llegaría su primera escultura, luego de mucha serigrafía y un poco de pintura. Había optado por la serigrafía porque quería un arte que llegara a muchos y que no se quedara en la oficina o casa de una sola persona. Con un tipo de escultura que le gusta volverse paisaje, logró seguramente llegar a más.
Adriano salía a cazar por las noches con un perrito flaco, y traía un venado. Era un berraco. La casa era llena de paticas de conejo, con cantidad de cosas que él coleccionaba. Adriano es un brujo al que toda la gente iba por la tarde. Un brujo reconocido para aliviar gente, que la pico una culebra. Y él me decía, no saben que yo eché huesito de cusumbí en las cuatro esquinas. Cuando lo matan, la hembra cae así, y la cogen, la cocinan, y le sacan los huesitos, raspan los huesitos.
La amistad con Adriano era con toda una familia, con sus hermanos Ildalecio y Santiago. Se reunían donde Mama Chepa. No era época de celular y mucho menos de wifi. Recientemente Zapata volvió a Bahía Solano después de años sin ir, a regalarle a Adriano un libro donde contaba la historia que los unía.
Una vez yo le dije a él, Adriano, ayúdame a buscar piedritas de esas, porque eso es muy volcánico. A los seis meses que volví, a los cincuenta metros, él me gritaba, Huguito, Huguito, te encontré un santico. Y llego yo y tenía una piedra iluminada con velas en la sala de la casa. Cuando yo la vi, eso parecía hecho por el hombre, tallada. Entonces le hice tres cortes y fue mi primera escultura. Huguito, Huguito, te encontré un santico.
Veo la estuatilla, quizá lo más pequeño de su colección, no más grande que una mano y, sin duda, lo más sagrado de la casa. Gris oscuro con unas vetas ocres intensas que inquieta y unas protuberancias redondeadas. Interrumpo la observación del santico porque veo que el gato, ya montado en la baranda de las escaleras, va hacia la libélula. Me dispongo a defenderla, aunque puede que no alcance a llegar, pero el gato la toca suavemente con sus mullidas manos. Estoy seguro que no saca las uñas, pero no sé si la libélula llegó ahí a morir porque no se inmuta.
Mi obra preferida de Zapata es una no tan conocida, que ya no está expuesta, Río de Mercurio, una obra de seis metros que es una crítica a la minería, después de sobrevolar por La Mina La Estrella en el Bajo Cauca y ver cómo el mercurio se hacía camino hacia el río. Allí sucedió algo que sorprendió a sus acompañantes de viaje: un viejito le entregó expresamente a Hugo un regalo, una cajita, pero adentro había un poquito de lechuguita y una tortuga. En ese entonces Hugo no vivía en esta casa verde, sino en un apartamento en Medellín, y aunque estuvo un par de años la tortuga a sus anchas, cuando terminó Río de Mercurio, se fue para un lago en un bosque a soltar la tortuga. Vio la tortuga nadar en ese lago de libélulas y voltear su cabeza para mirarlo por última vez.
Las libélulas hacen el amor en los laguitos que se van formando. Juegan mucho.
El artista trae un regalo para Carlos, es una serigrafía de un retrato suyo hecho Oscar Jaramillo. Todos nos emocionamos, incluso yo que soy el testigo. Cuando se conocieron, Carlos tenía 17 años. Es una amistad de más de cuarenta años.
Es que yo creo que para vos es una compañía.
“El maestro zapata me acompaña permanentemente, yo le pregunto y él me contesta, en mi imaginación.”
Estuvieron un año trabajando intensamente cuando Carlos H recién llegaba de su postgrado en Londres. Para mi amigo hay frases que simplemente nunca va a olvidar, y se entiende cada vez más como la tatúan una atmósfera y una dinámica de un hombre que no podía ser otro. Estaban diseñando una pirámide en Cartagena, la Pirámide de Indias. El momento más duro fue resolver la punta, donde finalmente se veía las estrellas desde abajo y la bahía desde arriba, pero justo antes de llegar a esa solución, en la noche de más discusión, Hugo dice, yo me voy a dormir, ante los reclamos del joven arquitecto, suelta la risotada, y concluye: “yo me voy a dormir, que piense el de adentro”.
El desenfado de Zapata permite que un arte que es de gran belleza y elegancia se pueda pensar en la calle, ante todos y con todo, no sólo para tocar, sino para montarse, para estar en él. Sin prohibición alguna. Una vez en medio de la bohemia Carlos se emocionó al recibir una piedra pulida por el maestro, era un tesoro para él. La llamada telefónica que el joven discípulo se demoró en entender como broma, expresa la forma en que Zapata transita entre la sacralidad y el desparpajo: “Jaramillo, me quedé sin con qué pisar los patacones.”
Zapata se refiera a la naciente obra de Carlos H Jaramillo y para mí cierra un círculo de la obra de arte que me llevó a Hugo Zapata y que tengo el privilegio de atestiguar como algo que siempre estuvo en Carlos, en reposo, pero el diálogo interior ininterrumpido que había tomado fuerza en ese periplo en Cartagena.
Es una obra muy gestual, muy expresiva, y tiene una profunda connotación política. La obra en sí tiene una connotación de los restos, de las huellas que quedan. Todas esas cosas que afloran así son como despojos. Es una obra que a mí me conmueve y que tiene una trayectoria. Él ha ido llegando a eso y está en un punto lúcido de la obra. Me entusiasmé mucho y sigo entusiasmado. Cierro los ojos y lo veo. Sueño con ese trabajo.
La obra de Carlos H Jaramillo es un tejido de alambre sobre café compactado con naranja y colores tierras. Obras que funcionan como cuadros y miden entre 50 y 70 centímetros. La obra tiene una potencia expresiva que incomoda porque en algunas, cuando están sueltas, se siente la mirada de un victimario y en otras el desconsuelo, pero cuando se juntan ganan su integridad ética y vamos entendiendo que podemos asumir el lugar incómodo y la inquietud creadora del testigo. Cicatrización y necesidad de que no todo cicatrice para el palpito de futuros nacimientos que todavía no nombramos.
La infancia es tan importante que sin ella no se entiende la perseverancia del vehículo de la obra, de ese mensajero embarcación, o “mula”, que es el artista. Mientras Carlos veía una madre tejer sus amarguras, Hugo llenaba sus bolsillos de piedritas, para intentar apropiarse de algunas estanterías, con sus reliquias, en cuartos compartidos con muchos hermanos.
Desde siempre sueña con colores, con sonidos y con símbolos, para hallar amigos convertidos en pájaros crucificados o simplemente ver cómo una piedra nace donde nacen los ríos y se va puliendo en un camino que va haciendo dos músicas.
Maestro, ¿es mucha ociosidad?
¿Qué?
Enamorarse de una piedra.
Hombre, es que tienen tanto que decir, hay tanto dicho en ellas, que es imposible no enamorarse.
Es una gestualidad que hay en la piedra. La piedra tiene ejes, directrices, volumen, peso. Dice una cantidad de cosas que a uno le interesa. Cada piedra que usted vea tiene un mensaje. Yo digo que está dentro de la piedra hasta que yo lo saco a relucir. Hay una comunión entre la piedra y yo. Entre la piedra y yo hacemos la obra, una entidad independiente que es la obra.
Pero, ¿usted le da vida a algo muerto?
Es que yo no pienso que estén muertas. Yo pienso que están vivas y que tienen algo guardado adentro. Además siguen creciendo, con los años los óxidos siguen creciendo.
Zapata trae un librito artesanal o lo que sería un machote de un próximo y primer poemario ilustrado por él, Cielo Rojo.
Anima el juego libélula de arena y deja el agua el peso de tu sombra.
Escucho batirse las alas de la libélula que permanece en su sitio, pero ya da todas las señales de vida.
“Bueno, ¿vamos ya?”
Nos damos un abrazo, es fácil abrazar a Hugo Zapata, la puerta queda abierta y yo me volteo y veo que él salta, otra vez ágil, por siempre ágil, y con un truco de perspectiva o de prestidigitación pasa por debajo de él la libélula y ya no lo veo más, pero presiento su montura. No me puedo quedar con esa alucinación, persigo la libélula y ella ayuda con esos destellos eléctricos. Carlos me llama, pero sin alarma alguna. Subo una pequeña montañita y allí veo que se posa en una piedra muy negra. No me puedo acercar más porque la invitación ha terminado y la cita con la piedra ya era otra, pero a una prudente distancia y negando la ausencia de magia, intento ver a Hugo sin éxito. Escucho su risa, primero en los cuatro puntos cardinales, luego encima de la libélula y por último adentro de la piedra.