Edición del mes

La memoria del agua

Medellín y el Valle de Aburrá han pasado meses de aguaceros pertinaces. ¿Por qué se salen de madre las quebradas en esta hondonada?

16 de julio de 2025

...amor es una gota de agua

“Cuentagotas”

Parlantes

El valle de Aburrá fue siglos atrás un vigoroso pulmón cubierto de bosque. Lo habitaban algunos grupos indígenas repartidos en aldeas a lo largo de la amplia hondonada. Estos pobladores nativos habrían talado apenas algunas parcelas para ubicar sus casas y utilizar la madera para la construcción. También la usaban para quemarla y cocinar o calentarse, pero a un ritmo más lento que el que necesitaba la naturaleza para reponerse. Podemos imaginar aquel paisaje como una fenomenal arboleda, con tallos poderosos como los que crecen hoy a la orilla de algunas quebradas o en las partes altas del valle donde hay reservas forestales.

El sistema circulatorio de aquel Paraíso andino rodeado de montañas era las cientos de quebradas que lo recorrían y tributaban sus aguas al río, que lo atravesaba por el medio. Era una telaraña de agua viva parecida a la actual, pero más salvaje: sus cauces no estaban ahogados por canales de concreto, sino que se tomaban libertades con cada creciente. Esa red acuática de venas convivía en armonía con el bosque. Las gotas de lluvia golpeaban en las ramas más altas de los árboles y comenzaban a deslizarse por sus tallos, acariciándolos.

Cada gota tocaba el tambor en la hoja del roble o repicaba en los retoños púrpura del arrayán, marcando con su percusión la melodía de los vientos del aguacero. Las gotas en conjunto se desprendían de las ramas remojadas y caían al colchón musgoso del piso del bosque. De allí no se movían hasta empapar del todo el suelo blandito de hojarasca descompuesta, alimento de las semillas. Y solo cuando habían ensopado el suelo, las gotas se iban sumando unas a otras hasta formar hilos de agua en la superficie. Estos se unían a su vez y formaban riachuelos, cada vez mayores, hasta agruparse en las quebradas de cauce más o menos fijo y nombre propio.

Estas quebradas se encargaban de llevar las aguas al río en afinada sincronía. Si llovía al oriente del valle, actuaban la Bermejala, la Santa Elena, la Presidenta, la Volcana, la Escopetería, la Ayurá, la Arenales o la Miel, por mencionar solo algunas. Y si llovía al occidente del valle entraban en escena la Doña María, la Guayabala, la Altavista, la Hueso, la Ana Díaz o la Iguaná, entre muchas otras. Era todo un batallón de cauces presto a ayudar a irrigar el valle desde afuera hacia adentro y evacuar el agua, ya usada por el bosque, a través del río. Este las recibía e inundaba las zonas pantanosas aledañas a sus curvas, y poco a poco las gotas de agua que horas antes habían azotado las laderas del valle salían en lenta procesión por la parte norte.

El sistema funcionaba a la perfección, porque el tiempo que se tardaba una gota de agua lluvia desde que caía en la ladera hasta que llegaba al río y salía del valle era largo. Esto garantizaba que ni las quebradas ni el río se crecieran de manera intempestiva con tanta frecuencia. El agua subía su caudal y se ponía correntosa, pero no se venía siempre en tumulto. El pulmón entero del valle respiraba hondamente durante la temporada de lluvias, permitiendo que estas lo atravesaran sin mayores complicaciones.

Esto no quiere decir que antes no hubiera también torrentes de agua que bajaban con la fuerza del trueno arrasando todo. Sí los había. Las orillas en pendiente de las quebradas, que se mantenían en su lugar cuando los árboles que las cubrían aún estaban pequeños, se desgajaban un día cuando ya no eran capaces de sostener el peso de esos mismos árboles ya adultos y empapados de agua lluvia. Se descuajaba la orilla y formaba una presa de tierra natural, que terminaba por venirse abajo con una corriente iracunda.

Aun así, las dos temporadas anuales de lluvias no solían ser tan devastadoras como las que enfrentamos hoy. No porque no tuvieran la fuerza, sino porque no había tantas personas en su camino. Los pobladores originales ya conocían la personalidad de las quebradas y guardaban prudente distancia. Los cementerios y adoratorios estaban arriba en las laderas, para evitar inconvenientes con las crecientes. De esta manera, cuando bajaba una riada o el río sobrepasaba sus orillas, no había tantos daños qué lamentar. Al contrario, la pendiente recién rasgada colmaba de nutrientes el agua de las quebradas, que los llevaba al río y este los derramaba en sus vegas para fertilizarlas.

Pero el valle de Aburrá se fue poblando cada vez más y las demandas de las personas por el suelo y los recursos naturales aumentaron. Se talaron los bosques para sacar madera de construcción y leña, y para hacer espacio para las casas y las calles de los nuevos habitantes. La urbanización dejó de responder a los procesos naturales y empezó a estar al servicio de los intereses humanos. No había tiempo ni conciencia de guardar distancias con los cauces ni voluntad para entender las labores del agua dentro del valle. De ahí que comenzaran a presentarse discrepancias entre las quebradas y la gente de la ciudad. Comenzamos a ver los cursos de agua como basureros y pronto hubo que empezar a entubar arroyos para evitar el mal olor. Y en época de lluvia comenzaron a sentirse las primeras tragedias. La Iguaná, por ejemplo, arrasó varias veces el poblado de Anápolis en los bajos del cerro El Volador hasta que, después de la creciente de 1881, se decidió trasladar el pueblo montaña arriba con el nombre de Robledo.

Durante el siglo XX, la población del valle de Aburrá creció de manera exponencial con gente venida de afuera. Cada familia necesitaba una vivienda y, la ciudad, sus calles y construcciones de todo tipo. Cada baldosa nueva que se colocaba representaba una porción de grama o bosque perdido. Con los años, las edificaciones y el pavimento fueron reemplazando gran parte del bosque original del valle por una superficie dura y lisa que modificó los andares del agua lluvia. Ahora, en vez de caer sobre las ramas de los árboles, lo hace directamente sobre los techos y las calles. Y, contrario a la vegetación, que invita a las gotas a demorarse en su afán, la teja y el concreto la precipitan a toda velocidad cuesta abajo por las lomas de los barrios. Muy rápido llegan a las canalizaciones y por estas al río.

Esa velocidad frenética, típica de nuestro tiempo, hace que el cielo casi que le entregue el agua directo a las quebradas. Y ellas, que no están preparadas para eso, se congestionan y se desbordan fácilmente. A veces lo hacen en el fondo del valle, llenando los deprimidos viales, pero, otras, se salen de madre desde más arriba y convierten las calles en ríos y arrastran a su paso todo lo que pueden. Esto es lo que vemos, cada vez con más frecuencia, en las temporadas invernales. No solo hay más suelo cubierto de superficies duras a causa de las construcciones, sino que hay más personas en sus orillas que sufren las consecuencias. Si a eso sumamos la intensidad creciente de los aguaceros por el cambio climático global, más catastróficos son los efectos.

La tendencia mundial de crecimiento urbano, acentuada en nuestro país por fenómenos como el desplazamiento forzado y la falta de oportunidades en el campo, ha hecho que las oleadas de nuevos habitantes en Medellín sean abrumadoras. Los urbanizadores piratas aprovechan tanto la necesidad del recién llegado como la debilidad institucional y copan las zonas más pendientes y cercanas a las quebradas. Esos lugares se convierten en los únicos posibles para los más urgidos de vivienda. Esta desigualdad la cobra el agua cuando se crece o la montaña cuando se desgaja. Pero también en los barrios más adinerados, con el alto valor de la tierra, algunos constructores se valen de triquiñuelas para desviar aguas y vender lo que debería quedarse intacto o pasar a ser una reserva.

Nuestro valle parece muy sólido a simple vista, pero es muy delicado. Cae mucha agua sobre pendientes empinadas que se remueven fácilmente. Su equilibrio natural original dependía de armonizar con las iras naturales de sus quebradas y su río, pero nuestra manera de poblarlo desconoce la naturaleza acuática del territorio. Le hemos impuesto los proyectos de ciudad a la brava, y él nos responde con igual vehemencia. El hecho de ignorar los caminos milenarios del agua no quiere decir que ella se olvide de sí misma. La memoria del agua es más duradera que la de los seres humanos, que nos movemos por necesidad o ambición.

Si bien no es posible volver a aquel Edén natural que era el valle de Aburrá cinco siglos atrás, sí podemos tomar consciencia de que las fuerzas naturales que solían actuar anteriormente no se han aplacado. A la naturaleza poco le importan los afanes de las personas; ella tiene una forma de ser que le es propia y que hay que tener en cuenta a la hora de imponerle los planes de urbanización. Aunque a veces la ingeniería permite engañar momentáneamente al agua, tarde o temprano esta reclama sus derechos. Si los tenemos presentes antes de recargarla con nuestros deseos, habrá menos consecuencias qué lamentar.

Tendremos que adaptarnos a las lluvias porque estas caerán cada vez con más vehemencia y serán más frecuentes. Las crecientes, sean lentas o torrenciales, seguirán ocurriendo en Medellín, porque cada vez cambiamos más la naturaleza del suelo y la confinamos a nuestros designios, cuando se trata más bien de dejarla respirar. De saber que en algún momento se sale de madre y que hay darle su espacio.

El desafío que enfrentamos hoy en día no es solo adaptarnos a un clima más impredecible, sino también reconocer el profundo vínculo que tenemos con el agua. La relación que tejemos con la naturaleza no puede ser una imposición, sino una colaboración respetuosa. El valle de Aburrá, como muchas otras regiones urbanizadas, se enfrenta a un futuro incierto si no aprendemos a convivir con sus fuerzas naturales. Solo si reconocemos los límites de nuestra urbanización y somos cuidadosos con los cauces que el valle aún conserva, podremos hacer que el agua deje de ser una amenaza constante. Es hora de que nuestras ciudades dejen de pelear contra los elementos y aprendan a coexistir con ellos.