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Maternar en la generación que “no quiere” hijos

En Medellín, la tasa de natalidad cayó más del 50 % en dos décadas. ¿Responde este descenso solo a una transformación cultural o a un entorno que no prioriza el cuidado? ¿Cómo es decidir ser madre en una ciudad que envejece?

hace 49 minutos

Son las siete y veinte de la mañana. Estela mece a su hijo dormido, Juan Pablo, mientras ambas esperamos pacientemente el llamado para pasar a unos exámenes de sangre. No la conozco, pero me ve la barriga y sonríe con complicidad. “Prepárese”, me dice. Con ternura, entrega una advertencia: “No es como a uno le cuentan que es. Es lo más bonito del mundo, hasta que llega una noche de fiebre o agarra fuerza el sentimiento de soledad, y entonces se vuelve lo más duro. Y es lo más duro del mundo, hasta que ellos aprenden algo, la miran a usted y le sonríen... y se vuelve otra vez lo más bonito”. En un par de frases, Estela nombra ese vaivén continuo entre la dicha y el desafío, la ambivalencia de la maternidad.

Mientras la escucho, me pregunto cuáles decisiones y condiciones nos han traído a este momento: a ella con su hijo en brazos, a mí con un hijo en el vientre. Porque maternar, cuando es una elección, es más que un acto libre y personal, es también un reflejo de nuestro tiempo y contexto. Y en Medellín, la ciudad que compartimos Estela y yo, es una decisión cada vez menos frecuente. Aunque sigue habiendo hijos —y seguimos existiendo las madres—, la natalidad está descendiendo.

Según el informe Envejecer en Medellín, realizado por Medellín Cómo Vamos, en las últimas dos décadas la tasa de nacimientos se redujo a más de la mitad: antes nacían 16 niños por cada 100 habitantes; hoy, 7. Algunos explican esta caída con el acceso a métodos anticonceptivos o el aumento de la participación femenina en el mercado laboral. Pero las causas reales pueden ser mucho más hondas: el costo de vida elevado, el aplazamiento del deseo materno, la soledad en la crianza y la ausencia de redes de cuidado que hagan de la maternidad una experiencia colectiva y no una prueba individual de resistencia.

“El problema no son los cuidados ni la maternidad, el problema es cómo nos organizamos en función de ellos”, me explica Luisa García, una amiga y compañera de trabajo con la que suelo conversar cuando necesito entender mejor las estructuras sociales que configuran el género y la historia de las mujeres. Hizo su tesis de maestría de Estudios políticos en la Universidad Nacional sobre la cuidadanía — no, no es un error tipográfico: se escribe así porque propone poner el cuidado en el centro de la ciudadanía, como horizonte ético, político y práctico—. Le pregunto cómo se ve eso en términos concretos. La respuesta es más simple de lo que esperaba. “¿Qué priorizas cuando tienes un hijo o una hija para cuidarle? Alimentación, salud y educación. Traslademos eso a lo público. Las políticas y el presupuesto deberían priorizarse desde ahí: garantizar que lo fundamental esté para que la vida se sostenga, se nutra”.

Contrasto ese escenario con un par de cifras relacionadas a la lactancia, solo por empezar a imaginarme aquel mundo desde una dimensión tangible: apenas el 10 % de los menores de seis meses en Medellín son alimentados exclusivamente con leche materna, como recomienda la OMS. En el mejor de los casos, sus madres cuentan con una licencia remunerada de cuatro meses y medio, llevándolas a interrumpir la lactancia exclusiva antes de tiempo. En el peor: están en condiciones de informalidad o pobreza.

Redes para cuidar

Hubo un tiempo, cuando los humanos éramos nómadas, en que los niños y las niñas eran de todas, de todos. No existía eso de “mi mamá” y “tu mamá”; existían “nuestras madres, nuestras abuelas”. Criar no era un asunto privado y las comunidades daban cuidados maternales a todos los miembros de su pueblo. “Comunismo primitivo”, le llamó Simón de Beauvoir a esa simple y lógica práctica de entender el cuidado como una tarea colectiva, sostenida por muchas manos.

Hoy, sin embargo, la gestación y la crianza se ha relegado al espacio íntimo. Y, aunque hay quienes las viven acompañadas por sus madres, hermanas, amigas, vecinas e instituciones que acogen con amor (nombrarlas también es vital porque son prueba de que el cuidado colectivo no es una utopía, sino una posibilidad que puede y debe ampliarse), no todas las madres acceden a las mismas redes o recursos para cuidar y ser cuidadas también.

En Medellín, el 36 % de los hogares con menores de 5 años son monoparentales, encabezados por mujeres. La plataforma Antioquia Cómo Vamos reporta que las mujeres del departamento dedican más de 5 horas diarias al cuidado no remunerado. ¿Cómo no va a afectarse el deseo de ser madre si implica tantas veces hacerlo solas? La investigadora mexicana Ángeles Sánchez Bringas lo ha señalado con crudeza: “La crianza individualizada impone una carga física, emocional y simbólica desproporcionada sobre las madres. Se les asigna la responsabilidad del bienestar emocional, psíquico y material de toda la familia”.

Y, aun así, el discurso mediático sigue presionando. Hace poco vi un titular de prensa que aseguraba que “las mujeres deben tener más de dos hijos para evitar la extinción humana”. ¿De verdad la carga de “salvar la especie” recae también en nosotras? Tal vez haya que cambiar el lugar desde donde estamos intentando abordar el cambio demográfico y no se trate de preguntarnos con cuántos hijos se equilibra “el reemplazo generacional”, sino si sí hay un mundo realmente dispuesto a recibirlos, a permitirnos cuidarlos y cuidarnos.

Si la ciudad estuviera diseñada para tejer vínculos, si hoy sacáramos el cuidado del ámbito privado, si quienes cuidan —no solo la infancia, sino también la vejez, la enfermedad, la naturaleza, los hogares, los espacios comunes— también recibieran cuidados, reconocimiento y tiempo, ¿sería distinta la proyección poblacional? El más reciente informe de McKinsey Global Institute, Dependency and depopulation, sugiere que sí. “Se idealiza la familia, pero se dificulta su viabilidad. Se celebra la natalidad, pero no se invierte en condiciones que la hagan posible. (...) El asunto no es que las personas ya no quieran tener hijos, sino que las condiciones institucionales para tenerlos no han cambiado al ritmo de las transformaciones culturales”.

¿Qué se necesita para dar ese giro? Pienso en dos de mis hermanas de la vida: María Vega y Sara Ruiz. María decidió no ser madre, pero sí ser parte de la red de cuidados de sus amigas, primas, hermanas. “Yo no quiero ser mamá, pero quiero ejercer una figura política frente a las madres que tengo a mi lado. La de la tía es súper importante, por ejemplo. Yo deseo serlo y participar en el sostenimiento de estos individuos que llegan a un mundo que estamos construyendo entre todas las personas. No podemos garantizar muchas cosas, pero si podemos reconocer que para que crezcan y vivan bien no solo se necesita una familia nuclear se necesita gente pendiente, creativa, que juegue, que cuide y que esté ahí”.

Sara, por otro lado, mucho antes de convertirse en la mamá de Juan y Antonio, supo que contaría con una red de apoyo que haría una diferencia radical en su maternidad. “Yo sabía que no me iba a tocar sola y aun así no me imaginaba que iba a necesitar una red tan compleja como la que tengo”. La componen su esposo, su mamá, su hermana, su suegra, sus 5 cuñadas, una trabajadora remunerada del hogar, los padrinos de sus hijos y las otras mujeres de su comunidad espiritual que, cuando ella lo necesita, cuidan a sus hijos como si fueran propios. Su historia demuestra que el deseo de maternar necesita algo más que voluntad: necesita condiciones, vínculos y un entorno dispuesto a corresponsabilizarse.

¿Y la libertad?

Hace poco, un amigo me confesó que estaba acercándose a la pregunta sobre ser padre o no. Mencionó argumentos convincentes que yo alguna vez hice míos: vivir más liviano, invertir en otras cosas, viajar, estar sin cargas, preocuparse menos, “no perder la libertad”. Me quedé pensando en esa idea. ¿Por qué asociamos los vínculos con una amenaza a la libertad? ¿Desde cuándo aprendimos a imaginarla como la independencia absoluta?

Carolina del Olmo, en Dónde está mi tribu, comenta que “estamos en una sociedad que nos hace pensar que somos seres autónomos, independientes, hedonistas, dueños de nuestro propio destino”. Se nos olvida que la primera señal de la civilización humana no fue una lanza ni el fuego. Fue el cuidado: un fémur roto que logró sanar gracias a que alguien se detuvo, limpió la herida, esperó, sostuvo.

“Si eres un poeta —escribió el maestro zen Thích Nhất Hạnh— verás claramente que hay una nube flotando en esta hoja de papel. Sin nube no hay lluvia, sin lluvia no hay árbol, sin árbol no hay papel. Si la nube no está aquí, la hoja de papel tampoco puede estar aquí”. Quizá estas palabras sobre la interdependencia también apliquen para entender el cuidado, esa nube que hace posible que todos estemos aquí. No hay libertad ni autosuficiencia —ni humanidad— por fuera de él.

Una nación

La palabra maternidad está compuesta por la raíz mater, de donde vienen, por ejemplo, materia, matriz o madriguera, La RAE la define como un “estado o cualidad de madre”. ¿Se puede ser mitad mamá? ¿Por turnos? ¿Hay un botón para apagar y prender el maternity mode? ¿Qué quiere decir “estado”? Según la misma RAE, “situación en que se encuentra alguien o algo”, aunque también significa “país soberano y reconocido”. Me gustan ambas definiciones. Maternar como una situación de la existencia. Maternar como una nación.

Una nación a la que podamos pertenecer desde el deseo, no desde la imposición y el mandato ―gracias, movimientos feministas, por décadas de lucha para poder elegir sobre nuestros cuerpos―, pero tampoco desde el rechazo automático que muchas veces responde al miedo, al cansancio o a la falta de respaldos reales. Una nación en la que Démeter, diosa de las cosechas y la fertilidad, nos recuerde que la maternidad también puede y debe permitir que nos nutramos a nosotras mismas, que seamos tierra fértil en nuestras propias vidas, sin autoexigirnos tanto, dándonos espacios para el descanso, el erotismo, la alegría y la suavidad. Una nación que veo en Luisa, en María, en Sara, en organizaciones sociales, en vecindades y plataformas comunitarias. Una que, con voluntad institucional, podría dejar de ser un gesto disperso y sostenido a pulso para convertirse en un derecho garantizado por estructuras visibles y accesibles para todas.

Desde la sala de espera veo a Estela y a Juan Pablo entrar al consultorio. Él llora cuando ella deja de cargarlo; se calma cuando vuelve a sus brazos. Juan Pablo sabe que Estela, y nadie más en el mundo, es su mamá. El mundo también tendría que saber que ella, como todas las madres, debería poder maternarlo con garantías reales: tiempo, redes, recursos, reconocimiento.

Este es un relato situado, escrito desde la experiencia urbana de la maternidad y del tejido de redes de cuidado que conozco de cerca. Sé que la vivencia materna en contextos rurales, étnicos y diversos es otra, múltiple, y que este texto no alcanza a abarcar toda su riqueza y complejidad. En todo caso, aunque no alcancé a decírselo en persona, desde aquí le mando una señal a Estela: maternemos juntas y digámosle a esta ciudad que nos abrace. Que se estire para validar la diversidad en las experiencias maternas. Que aprenda de quienes sostienen la red y active su creatividad colectiva para poner en el centro al cuidado. Que nos acompañe a escribir otro relato.