Edición del mes

Una pequeña historia de amigos que danzan en Medellín

Grupos de folclor, urbano, popular, contemporáneo, ballet, y en las aulas de la Licenciatura en Danza de la UdeA, han concentrado parte de la historia del baile en Medellín.

hace 4 minutos

Cada mañana despertaba con las notas de un bolero distinto en su cabeza. Su corazón convaleciente, tras una cirugía de stent coronario, confrontaba la extrema vulnerabilidad de su cuerpo, que percibía como el de un personaje de Picasso. Pasaba el día acomodando su estructura física con movimientos suaves, estiramientos progresivos y ejercicios de respiración. Estaba creando Esa vana costumbre (1998), primera beca con el Ministerio de Cultura de Colombia, reseñada luego como una de las coreografías colombianas que hicieron historia. Los bailarines principales de Danza Concierto estaban en Europa y no había quien bailara aquella pieza inspirada en los sonidos que musicalizaron su infancia. Tenía entonces dos opciones: hacer función o pagar multa. Solo él podía bailar esa obra. Y la bailó con la incertidumbre de no saber cómo podía moverse sin estropear su recuperación, con el miedo de afrontar un espacio inmenso como el del Teatro Metropolitano de Medellín. Así se reencontró Peter Palacio con el escenario después de diez años de no presentarse ante un público. Comprobó que sí podía, aun después de una operación tan delicada, y a sus cuarenta y nueve años.

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Bailar contra el cuerpo, contra el miedo, contra el tiempo fue el latido de un movimiento más amplio que comenzaba a gestarse. En la Medellín de los noventa (herida, convulsa, pero también fértil en rebeldías creativas) distintas personas comenzaron a explorar nuevas formas de vivir la danza. Algunas lo hacían desde espacios independientes, con escasa visibilidad; otras, a partir de encuentros entre artistas del teatro, la música y la plástica. En ese contexto nació Danza Concierto, una de las primeras compañías de danza contemporánea en la ciudad, liderada por Peter Palacio. Además de propiciar una temporada internacional (que durante una década reunió a artistas de América Latina y otras regiones del mundo), esta compañía impulsó el camino hacia la profesionalización del oficio danzante con la creación de la Licenciatura en Danza de la Universidad de Antioquia.

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Beatriz Vélez era una de las bailarinas fundadoras de Danza Concierto que, en aquellos noventa, se había ido para Europa a estudiar producción y composición. Decían que era la musa de Peter Palacio porque durante veinte años supo traducir con virtuosismo técnico y fuerza interpretativa sus ideas más viscerales. Tenía un deseo de creación indómito: bailar y coreografiar en Danza Concierto y, a la par, componer en solitario sus propias piezas, disruptivas para una época en que predominaba lo clásico y lo folclórico.

Fue la maestra de numerosas personas, antes de ocupar la coordinación de la Licenciatura en Danza en Medellín. En el bloque 25 de la Universidad de Antioquia está su oficina, un punto fijo entre tránsitos constantes y ese murmullo de la Facultad de Artes, con sonidos de entonación y afinación, notas sostenidas, repetitivas, voces que suben y bajan. Desde ese espacio atiende los asuntos de doscientos noventa estudiantes y cuarenta y tres profesores en el tejido que da forma al primer -y único- programa universitario de danza en la ciudad, que ya completa dos décadas de existencia. A pesar de este cargo que asumió en el 2019, no ha dejado de dar clase. Tampoco ha dejado de bailar, pero ya no siente la urgencia de estar en un escenario. Le pregunto qué significa ser bailarina sin pasar por el ritual de la exposición; cómo es habitar la danza sin mostrarse. “No hay una añoranza”, dice, con convicción, quien ha comprendido que la danza no se agota en el acto de ser vista. “Cuando mejor bailo es cuando nadie me está viendo. Mi movimiento es totalmente libre, podría decir que hasta auténtico”. Se levanta temprano o a veces espera a que caiga la noche; no importa la hora, hay un momento del día en que necesita moverse. Su ser bailarina está presente, ya no en el rigor de una compañía (entrenamientos y ensayos de ocho horas diarias), sino desde otros territorios que ella misma sembró al explorar, desde muy joven, una danza expandida que nació de sus inquietudes performativas.

Trabaja junto a la directora escénica Maribell Ciódaro. Investigan juntas, sin las prisas de una función ni el apremio de una fecha límite.

“Yo no estoy mostrándome en escena, pero el aula es un proceso creativo”, me dice. Hay otra escena —menos visible— donde también se está presente. Lo administrativo y lo académico se disuelven en lo humano. Escuchar historias difíciles, consolar un llanto y ofrecer un abrazo como único refugio. Ser bailarina es también acompañar en silencio la danza de otros cuerpos. Aunque hace años no recibo sus clases, Beatriz sigue siendo una maestra para mí.

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“Profe, ¿cuándo la vamos a ver bailar?”, me dice una estudiante de primer semestre de la licenciatura en la sede Oriente. “¿Cuándo vamos a ver tu danza?”, reitera, como si sus preguntas fueran más una provocación que una curiosidad. “¿Cómo así?, si yo todo el tiempo la veo bailando”, le responde un compañero.

Esa interpelación —“tu danza”— me evoca un movimiento que nace en la soledad del espacio íntimo, alejado de reflectores o cámaras, y que brota, quizás, del deseo de ir a contratiempo de una cotidianidad hiperproductiva y acelerada. Es ese movimiento libre del que habla Beatriz Vélez, uno que no busca validación ni aplausos. Y mientras les escucho, sus palabras me devuelven al salón donde invito a transitar la propia historia desde el cuerpo y el texto, como una práctica de danza que también es escritura, reflexión y presencia sensible.

Les hablo desde un espacio de formación, pero también desde una historia que nos antecede. En el campus de El Carmen de Viboral, rodeado de verdes y silencio rural, nos movemos y pensamos la danza porque otros cuerpos bailaron antes. Porque hubo quienes abrieron camino para hacer de este un proyecto de vida que aún hoy seguimos defendiendo. Todavía hay un muchacho que, al contarle a su familia a qué quiere dedicarse, escucha que el baile es “para maricas”; o una muchacha a quien le dicen que esta no es una carrera seria, que se busque algo que le dé para vivir. Son frases que se repiten por una noción generalizada de que el arte de la danza es entretenimiento, pasatiempo, algo que no construye futuro. Como si crear, sentir, imaginar no fueran formas de sostenerse en este mundo.

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Una pareja baila sobre un piso de baldosas cuadradas, como un tablero de ajedrez. Él lleva sombrero, alpargatas, un pañuelo anudado al cuello. Su gesto es contenido, pero su postura revela una entrega desprevenida. Ella, falda amplia de estampado floral, blusa oscura, collar de perlas falsas y alpargatas, es más expresiva: tiene los labios entreabiertos como si entonara la letra de un porro en una fiesta de traje típico. Es una fotografía tomada por Digar en el año 1956, que se conserva en el archivo fotográfico de la Biblioteca Pública Piloto, donde también reposan otras imágenes de la misma década que, en contraste, retratan el esplendor de los bailes de salón en los clubes sociales de Medellín. Mujeres con vestidos largos y elegantes, hombres de traje, parejas que se deslizan sobre pisos brillantes bajo la mirada de orquestas en vivo.

Hoy existe un ecosistema de agrupaciones dedicadas a la creación constante, la educación —formal e informal— y una programación que insiste en mantenerse activa. Aunque el 29 de abril es el Día Internacional de la Danza, en nuestra ciudad la celebración se extiende durante todo el mes con funciones y clases abiertas. Esta dinámica deja ver la persistencia de quienes reconocen a la danza “como un cuento que se cuenta con el cuerpo y se vive con el alma”, en palabras del maestro Alberto Londoño. Compañías y agrupaciones como Ballet Metropolitano de Medellín, Ballet Folclórico de Antioquia, Sanko-fa Danzafro, Crew Peligrosos, H3, Al Paso Escénico, y muchas otras —en su mayoría de folclor— mantienen una vitalidad desde lenguajes diversos y búsquedas estéticas singulares. Aun así, la danza continúa abriéndose paso en un relato cultural que, históricamente, ha tendido a dejarla en los márgenes.

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Hace una pausa larga antes de hablar. “Una cosa es alargar y otra cosa es tensionar”. Pero sabe que no es suficiente con decirlo, entonces cae, con la espalda pegada al piso, y muestra cómo sus extremidades se elongan en espiral, como si el aire atravesara sus articulaciones. “Esto es alargar”, explica Kelly Medina Ruiz en Casa Danza. Luego tensa sus músculos, marca con firmeza el gesto. Pausa. Con mambe en la boca, dice: “la tensión es rigidez”. Un grupo de jóvenes la escucha con atención. Siguen el ritmo de su clase. Me muevo con estos cuerpos. Y me detengo a pensar en la tensión que se produce al intentar traducir lo que solo el cuerpo sabe decir, porque, aunque la danza fue primero, las palabras llegan después.

Nota: el penúltimo apartado de este texto dialoga con la lectura del libro Relatos no contados. Historias de la danza en Medellín 1930– 1990 (2023), resultado de una investigación liderada por la antropóloga, dramaturga y bailarina Lina María Villegas Hincapié.