Generación

El caso Débora Arango: nuestra

señora de los escándalos

En las últimas semanas, el legado de Débora Arango ha sido noticia. Y no precisamente por la conmemoración de los veinte años de la muerte de la pintora. Le contamos.

14 de octubre de 2025

Muy en el destino de la incómoda Débora, la conmemoración de los 20 años de su muerte, no se hizo con una exposición, sino con un escándalo. Uno más para “Nuestra Señora de los Escándalos”. Esos que, a su pesar, siempre empañaron su obra. E impidieron que se viera como lo que radicalmente era: la declaración de una artista que tenía mucho para decir sobre sus tiempos (y que cada vez tiene más para decir sobre los nuestros). Así, en lugar de que 2025 fuera declarado “El año de Débora”, con acciones asertivas, homenajes, relecturas, re-visitaciones, el país se decidió nuevamente por una fanfarria de pólvora mediática, atizada por las redes sociales que ella no conoció (¡cómo hubiera sido aquello!). La inició la documentada denuncia del periodista José Fernando Hoyos en la revista Papel, que como una piedra rompió el hermetismo sobre un proceso que se fraguaba desde hacía dos años. Y que se había manejado con tanta discreción que incluso se desconocía al interior del Museo de Arte Moderno de Medellín, cuyos estupefactos funcionarios se enteraron por la prensa de un asunto gordo: ¡algunas de las obras de Débora Arango estaban a la venta!

Por supuesto, las redes estallaron. Como en una tormenta de rayos y centellas se cruzaron argumentos jurídicos estirados al antojo, interpretaciones variopintas, verdades a media, declaraciones que iban de la ingenuidad a la soberbia, decisiones bajo la mesa, silencios impenetrables, omisiones inadmisibles...

Después de más de un mes de este debate, ya los títeres han perdido sus cabezas y todas las cartas están echadas. Las del MAMM, por supuesto, que decidió ponerle precio a un patrimonio que estaba bajo su custodia (ofreciéndolo primero al Museo Nacional, después al Banco de la República), al amparo de la supuesta legalidad de esta acción, sus necesidades económicas y el altruismo de visibilizar el trabajo de Débora. También conocimos las cartas del ex ministro de cultura, Juan David Correa, quien admitió haber estado en los inicios de la negociación con el argumento de que Débora no merecía estar “encarcelada y sepultada” entre las montañas antioqueñas, como escribió en un irónico trino. Este comentario insiste en el viejo vicio del establecimiento y la historiografía nacional de considerar que el arte colombiano solo puede tener un centro, el de Bogotá... lo demás es loma, acontecimiento periférico, provinciano y de menor valor. Por eso, darle un puesto a Débora en esta historia exigiría sacar su colección de Medellín.

Del otro lado, apareció la carta demoledora del Consejo Internacional de Museos (ICOM, por su sigla en inglés) del que hace parte el MAMM, con declaraciones tan contundentes como que “la enajenación de obras donadas por artistas o coleccionistas privados puede afectar la credibilidad de los museos que históricamente han asumido el compromiso de salvaguardar dichas colecciones como parte de su misión institucional, ya que todos los museos, sean públicos o privados, cumplen una función al servicio de la sociedad”. Advertencias que empezaron a desestabilizar la frágil pirámide de naipes sobre la que se apoyaba de la inusitada oferta. El Banco de la República, contraparte de la negociación, por su parte, decidió jugar con la carta del mutismo total que le permite su alta posición simbólica y económica en la escena cultural del país. Finalmente, llegó la carta-estocada del Ministerio de Cultura, ahora a la cabeza de la ministra Yannai Kadamani que, después de un segundo intento de los proponentes y al calor del escándalo, zanjó el asunto y prohibió la venta de las obras, nominada ahora eufemísticamente “transferencia”. Esta decisión se basó, según consta en su comunicado oficial, en el “carácter irrevocable de la donación realizada por Débora Arango al MAMM y en la necesidad de garantizar la unidad de la colección concebida por la artista como un todo”. Es decir, la protección patrimonial prevaleció sobre cualquier interpretación contractual.

Como si se tratara de la fiesta de los quince años de la Bella Durmiente, todas las haditas aportaron un presente a la discusión, es decir sus opiniones. Es que esta polémica ha sido un “bocatto di cardinale” para todos, desde la revista que encendió la mecha hasta la mayoría de los medios locales y nacionales, e incluso algunos internacionales como Infobae y El País de España que le hicieron eco a la noticia. En medio del sismo, fue bastante inusual, por ejemplo, escuchar a los calenturientos señores de la radio opinando inopinadamente sobre arte por primera vez en sus agendas y convirtiendo esta seria discusión en un asunto folclórico de celos entre regiones.

El ojo del huracán

Entre tanto, en el ojo del huracán ha permanecido la calma imperturbable de la grave mirada de Débora. Porque los escándalos que suscitaron su obra y personalidad siempre estuvieron más allá de ella, quien murió con la dignidad de sus arrugas, ganadas una a una en los múltiples revolcones que la llevaron al autoexilio a mediados del siglo XX. Reclusión en la que permaneció hasta 1975, cuando por fin una sensibilidad contemporánea abrió las puertas que le había cerrado esta sociedad conservadora y patriarcal. La artista entonces fue revisada en una muestra retrospectiva que incluyó cien de sus trabajos, realizada por la Biblioteca Pública Piloto después de 20 años de ausencia. Los tiempos empezaron a cambiar, su obra adelantada a su época se conectó con el presente y las miradas se posaron finalmente sobre “Casa Blanca”, ese cuartel de invierno en Envigado, donde yacía desactivada la bomba atómica de sus cuadros, resignados a morir en aquellos corredores domésticos y rezanderos. Otros familiares tenían algunas de sus obras debajo de la cama, para conjurar el mal gusto de la excéntrica tía, quien ocupaba su talento ahora en decorar las tortas de cumpleaños y en bordar las colchas del clan Arango.

Hoy, más que nunca, hay que tener en cuenta este contexto para entender el clima emocional en el que Débora hizo la donación de su obra al MAMM. Después de décadas de silencio, algunos personajes del establecimiento se acercaron a su puerta (el crítico Darío Ruiz Gómez, el curador Alberto Sierra, el empresario y entonces gobernador Nicanor Restrepo, entre otros). Lo hicieron con respeto, reconociendo por fin su valor, devolviéndola a la palestra pública que había abandonado. En esta onda restauradora, el recién nacido MAMM en los jardines del barrio Carlos E. Restrepo la incluyó en su exposición inaugural “El arte en Antioquia y la década de los 70”, realizada en 1980. Cuatro años después, el mismo Museo realizó una exposición retrospectiva más ambiciosa que la de la Piloto, donde se revisaron 50 años de trabajo y 240 piezas al óleo y a la acuarela. Esta fue una muestra a la que el público acudió masivamente, grabando en sus ojos para siempre la feroz visión del mundo de la artista.

Débora otra vez salía a la calle y, cómo nunca, se convirtió en el foco de los periodistas, las entrevistas, los homenajes. Las nuevas generaciones le abrieron el corazón y los brazos a esta anciana y fresca flor que apenas empezaban a conocer. Se decretó entonces una fiesta ciudadana alrededor de la matrona de ojos abiertos, de esa misteriosa esfinge con secretos del pasado que además portaba el amuleto del porvenir para iluminar la oscura década que ominosamente se aproximaba. Débora, la excluida y maltratada, en retribución a esta atención inesperada, agradeció a la ciudad y al MAMM donándole casi la totalidad de su obra en dos etapas. Primero, en 1986, le entregó al Museo 188 obras y posteriormente, en 1987, le cedió otro grupo de 46 piezas.

Hay que entender su generoso gesto en este específico contexto, personal e histórico, del que se ha hablado poco en estos días. Porque es el que verdaderamente puede dar luces sobre sus intenciones, más allá de si existía o no una prohibición expresa de vender su trabajo. En semejante clima, una transacción económica era casi impensable para la artista y para cualquiera de los protagonistas de su resurgimiento y reivindicación: ¡es que ella estaba regalando su obra! En contraparte, el MAMM se comprometía a resarcir una vida de negación y censura. Tulio Rabinovich, el entonces director del museo, lo resumió así en la introducción del primer catálogo que se hizo sobre la pintora: “El redescubrimiento de su obra fue al mismo tiempo un honor para el Museo y un acontecimiento para la plástica antioqueña. Fue nuevamente la oportunidad de apersonarnos del cuidado, la restauración y clasificación de su colección. Era tiempo de retomar en toda su dimensión este patrimonio de Antioquia, resultado del trabajo de uno de los pilares de la plástica nacional”.

Se trataba de un acto de reparación histórica que no se tazó monetariamente. Y el gesto de Débora, una mujer desencantada de 77 años, fue de confianza absoluta en que su obra iba a ser acogida, respetada, cuidada y dada a conocer por esta institución cercana y gracias a estos personajes que terminarían por convertirse en sus amigos.

Para el incipiente museo fue, por su parte, una oportunidad única. Como albacea de este tesoro recién descubierto, no se le presentó el problema de tener que reunir las obras dispersas de una artista emblemática, como le ha tocado a tantas otras instituciones en el mundo que han debido invertir mucho tiempo y dinero hasta lograr cazar las obras fundamentales perdidas. Al contrario, tuvo la suerte de ser el destinatario universal de un cuerpo de obra invaluable en la escena nacional. Le llegó el regalo de una colección prácticamente completa, con las obras esenciales de una mirada que removió la historia del arte latinoamericano. No hay que quebrarse la cabeza, ni dar argumentos muy técnicos: esta colección es un cuerpo vivo, orgánico, parlante, que respira. Es un privilegio que nos haya llegado entero, lo cual permite entender el valor individual y el que adquiere cada pieza en el conjunto. Por eso no se entiende cuál sería el beneficio de desperdigar este legado que, al contrario, muchos se esforzarían por reunir. Otra cosa son los comodatos y los préstamos temporales a espacios y exposiciones significativos que siempre pueden revitalizar una colección histórica. Pero esto es algo completamente diferente a la enajenación o venta de un patrimonio en custodia.

Como tampoco es coherente que la institución que aceptó en la década de los 80 el reto de velar por esta memoria, haya considerado ahora planear su desmembramiento. El periodista Juan Fernando Hoyos publicó también en su investigación las actas de las reuniones del Consejo Directivo, la directora y el curador, donde se barajó la posibilidad de vender no dos, sino seis obras de la maestra. Intriga saber con qué criterios se escogieron las magníficas piezas que se extraerían y romperían por siempre la unidad de este legado. Si bien es cierto, como lo explica el investigador de arte y coleccionista Francisco Javier Escobar, radicado en Nueva York, es una práctica común en los museos del mundo, se hace con muchas restricciones: “En las instituciones y museos de los Estados Unidos, se realizan tales ventas pero la proporción de las colecciones y las numerosas donaciones de obras son considerables. Y las obras ofertadas son de menor envergadura, con una calidad técnica inferior y no elementos esenciales dentro de la colección, cuidando de no poner en peligro la salud de la colección con malas decisiones que puedan ocasionar perdidas irremplazables e irrecuperables”.

Es otro el caso que nos ocupa. Las obras que se querían ofertar (los óleos Rojas Pinilla, Los Seguros Sociales, Familia, La Madona del Silencio y La Bañera, y las acuarelas Los Derechos de la mujer, Contrastes y Maternidad Negra), hacen parte del alma de la colección. Y eso lo han debido tener claro quienes hicieron la selección con un criterio aparentemente más comercial que de conservación. La propuesta fue tan problemática que el Museo Nacional, primer convocado a esta transacción, rechazó su adquisición precisamente por defender “asuntos éticos, de manuales y buenas prácticas” y por la crisis reputacional que podía arrastrar, como tristemente terminó sucediendo.

El argumento que esgrimió el museo para explicar sus acciones fue que los recursos que se obtendrían “se utilizarían en la preservación de la colección de la maestra, el cumplimiento general de la misión y funciones sociales y culturales del MAMM “. Y que, además, también servirían para adquirir obras de mujeres artistas contemporáneas de las que hoy carece el museo. Es decir, querían llenar los huecos de su incompleta colección, haciéndole un gran hueco a la única colección completa que tienen, nada menos que la joya de su corona.

Preguntas en el tintero

La polémica aparentemente se ha superado con el decreto del Ministerio de Cultura y una foto oficial y amigable de la ministra Kadamani y la directora del MAMM, María Mercedes González, mirando de frente y sonrientes al país, mostrando sus buenas relaciones y exorcizando las turbulencias recientes. Imagen acompañada, además, del anuncio de que ahora sí vendrá un “Año Débora” jugoso, durante 2026, donde se producirán los libros, las exposiciones y las investigaciones echadas de menos. Afortunadamente, la presión de la opinión pública pesó, el periodismo cultural demostró la importancia de estar atento y el Ministerio de Cultura tuvo la sensatez de salvaguardar la colección. La realización de estas acciones conmemorativas que se emprenderán son una excelente noticia para la escena cultural.

Sin embargo, el corolario de este incidente deja muchas reflexiones acerca de nuestros museos, la responsabilidad sobre los legados que custodian y la crisis financiera crónica que padecen. Hay también otras preguntas fundamentales acerca de la posición que tiene el MAMM frente a la obra de Débora: ¿cuál es valor que le da?, ¿qué tanto la considera un asunto medular de su misión?, ¿qué ha impedido un diálogo más fluido con un legado que los honra pero que también les demanda un fuerte compromiso? Porque, aunque esta última polémica hizo un ruido muy alto, no es el único en estos 40 años de adopción de la colección (otra fecha para celebrar).

Hay otras disonancias como el hecho de que la obra de Débora no haya podio aterrizar sólidamente en sus salas, como se prometió cuando se construyó la nueva sede del MAMM en Ciudad del Río. En los primeros años después de su traslado, se hizo allí un montaje apretado de sus trabajos en un espacio donde la obra no respiraba, con una museografía muy básica y un guion poco ambicioso. Sin embargo, al menos había la posibilidad de que especialistas, estudiantes, turistas o simplemente fanáticos pudieran visitar a Débora. Esto cambió un tiempo después, cuando sin previo aviso, simplemente sus obras fueron retiradas y Débora una vez más se quedó sin casa. Se trata de un asunto estructural: mientras la artista no tenga claramente un lugar conceptual en el guion del museo ni uno físico en sus salas, indefectiblemente va a terminar en las bodegas. Es como si una vez más a la disruptiva obra de Débora no le quedara otra cosa que los mismos márgenes que la artista padeció en vida.

Su obra ahora solo sale eventualmente a alguna que otra exposición. Porque no hay un programa establecido y constante de itinerancias nacionales o internacionales como lo amerita una artista de su talla. Débora sigue estando ausente en escenarios claves como sucedió cuando el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile realizó en 2019 la histórica exposición “Yo soy mi propia musa. Pintoras latinoamericanas de entreguerras”. En esa muestra, solo estuvo presente el retrato Anselma de Débora. Una obra importante de los inicios de su carrera y que pertenece a una colección empresarial con la que pudo hacer un acuerdo el museo chileno. Sin embargo, no se exhibió allí ninguna de las piezas emblemáticas custodiadas por el MAMM, sus desnudos volcánicos o sus demoledores comentarios políticos. Estos la hubieran puesto a dialogar en igualdad de condiciones con gigantes como Frida Kahlo, Leonora Carrington, Maruja Mallo o Laura Rodig, como era la intención de esta importante revisión a las artistas pioneras del continente.

Obviamente quien adquiere una colección, adquiere también una responsabilidad no solo simbólica, sino con una carga económica importante. Sin duda es en este marco de recursos insuficientes desde donde puede entenderse la timidez de la proyección del legado de Débora. Pero esta es precisamente la labor y los retos que debe enfrentar un museo en Colombia. Al otro lado del río está, por ejemplo, la relación del Museo de Antioquia con el otro maestro estelar de la región que es Fernando Botero. Un matrimonio que esa institución sí ha explotado hasta la saciedad, logrando incluso conseguir una nueva sede y una renovación urbana blandiendo vigorosamente la varita mágica del nombre de su artista consentido.

No vale la pena salir en cada crisis a vender las joyas de la abuela como ha dicho la crítica Julia Buenaventura, sino que más bien habría que sacarle todo su brillo para valorizarlas. El MAMM está sentado sobre un tesoro y las acciones de Débora están al alza en este tiempo de las mujeres como ningún otro antes en la historia. El futuro está en su mirada. Y que su obra permanezca en Medellín no implica necesariamente un ostracismo, sino más bien abrirle otro centro al arte en Colombia (como lo debería ser también Barranquilla, Cali, Cartagena). Nuestra escena cultural debería ser todo lo multipolar posible.

Al MAMM, sin duda, tampoco se le puede dejar solo. Otras instituciones, como el Ministerio de Cultura, deberían asumir con más contundencia su responsabilidad en el legado de una artista patrimonio de la Nación. Por ejemplo, no hay que olvidar que fue precisamente en la gran exposición retrospectiva que le realizó la Luis Ángel Arango en 1996 a la maestra donde se rescató a nivel nacional su memoria. Un evento que bien valdría la pena que se replicara ahora que se ha avivado en el Banco de la República el interés por difundir su obra.

Terminaré este texto, invitándolos a introducirse en el ojo imperturbable del huracán, es decir, en la pintura sobre la que no se ha hablado, mientras todos estaban concentrados en impedir su extradición. Sumerjámonos en los pliegues insondables de la carne de la Madona del Silencio, la obra que rompió en nuestra tradición de las imágenes los esquemas de la maternidad imaginada y cantada por los artistas hombres. Y que señaló que el cuerpo blanco y virgen era una utopía inútil en estos tiempos violentos. Escuchemos sus gritos. Reconozcamos lo que vieron allí los ojos femeninos de Débora: que en este país las mujeres parían con sudor, dolor, sangre. Y sin esperanza. Miremos la obra que nos mostró que las fábulas dulzarronas de la maternidad idealizada estaban rotas, que los niños también nacían muertos, que los bebés se podían malograr y sus rostros sonrosados transformarse en una masa monstruosa sobre el pavimento sin que a nadie le importara. Y que muchas madres en Colombia estaban expulsadas de las leyes de los dioses y de los hombres. Por supuesto, también del arte, hasta que Débora las invitó a su banquete de descastados.

Recordaré aquí también la fascinación que embriagó a Karina, la desmovilizada y violenta comandante guerrillera de las FARC, cuando estuvo al frente de esta Madona en un evento de reconciliación con las comunidades. Quién sabe qué fue lo que en esa pintura encendió sus ojos apagados, con cuáles recuerdos inconfesables o temores oscuros se conectó. ¿Quizás, con los partos desesperados de la guerra, con los abortos como ley militar, con los niños combatientes marchitándose en el campamento? O, tal vez, esta madre vencida solo avivó la herida de la ausencia de la hija que nunca pudo criar. Nunca lo sabremos, como tampoco todo lo que siempre suscita esta madona monumental en quienes pueden verla de cerca y quedan atrapados bajo el derrumbe de su carne. Ojalá pueda seguir perturbándonos en el MAMM. Es hora de que le demos otro lugar a Débora que no sea el de los escándalos.