Mascotas, o un buen
Muchos escritores han encontrado en sus perros y gatos una presencia esencial: son su compañía en la creación, entre el ruido de las teclas y el sosiego de la espera.
Primero fue el lenguaje. Luego, el perro, el gato, la escritura y la lectura. Junto con la idea de una casa y de una vida al interior de los muros, los seres humanos hemos domesticado una cantidad de especies animales para asegurar nuestra supervivencia. Pero con el perro y el gato, como con ningún otro, hemos inventado una relación de cooperación que ha trascendido a la intimidad. Leí en un blog de curiosidades literarias que en la corta, fascinante y amarga vida de Emily Brontë su bullmastiff, Keeper, “le servía de respaldo mientras leía”. En la biografía que Elizabeth Gaskell escribió sobre Charlotte Brontë hay varios pasajes dedicados a Keeper, pero mi favorito es en el que se refiere a la muerte del perro que sucedió a la de su ama: “Huraño y feroz, había encontrado a su ama en la indomable Emily. Como la mayoría de los perros de su tipo, temía, respetaba y amaba a quien lo había dominado”. Ahora que vivo lejos de mi perra pienso, ¿quién va a estar a mi lado para perseguir el tiempo, para acosar las palabras, para acorralar las ideas, para cazar la atención, para amansar mi deseo, para respaldar mi lectura? Se me ocurre que la domesticación del perro y del gato quizá comparte un paralelismo con los intentos que durante siglos hemos hecho para domesticar la ferocidad de los oficios del lenguaje.
Estoy con esto dando vueltas en la cabeza, como un perro que se persigue la cola, porque preparo un taller literario sobre el tema. Escribo este artículo lejos de mis gatos y doblemente lejos de mi perra. Ayer entré a una librería y ojeé Dog songs de Mary Oliver, un libro de poesía dedicado al vínculo entre humanos y perros. En School Oliver escribe “¿cuántos veranos tiene un perrito?” y me pregunto, ¿qué sabrá mi perra del verano?, si pudiera, ¿acaso mi perra elegiría estar conmigo en el invierno?, ¿cómo contarán los días que no estoy en casa mis gatos?, cuando estoy lejos, ¿me buscarán cerca de mi biblioteca como yo a ellos en las librerías? En Little Dog’s Rhapsody in the Night, otro poema del mismo libro, Oliver escribió sobre un perro:
“Dime que me amas”, dice.
“Dímelo otra vez.”
¿Podría haber un acuerdo más dulce?
Una y otra vez
él puede preguntar.
Yo puedo responder.
Ni los perros ni los gatos hablan. Nos hacen saber cosas, pero no pueden decir nada. Y así, mientras ellos no hablen humano y nosotros no entendamos perro o gato, tendremos que participar juntos de un juego en el que imaginamos puntos de contacto entre una parte de la naturaleza del otro que no podemos todavía alcanzar, y asumir, aunque inmediatamente sepamos que no es suficiente, que dar una instrucción y ser correspondido con obediencia, o acostarse bocarriba y someter a otro a la caricia de una panza peluda, son formas del lenguaje que no se encuentran en ningún otro lado. Y son, casi siempre, formas del lenguaje que nos recuerdan el bienestar que necesitamos para sostener la presencia en el mundo que, para algunos, consiste en leer y escribir.
En un círculo cercano de conocidos y amigos que viven del oficio del lenguaje, hay varios que pasan sus días acompañados de un perro o un gato. Les escribí hace poco con una pregunta que decía más o menos algo así: ¿de qué formas la presencia de tu gato (o tu perro, según el caso) convive con tu escritura, la lectura y tu relación con el lenguaje?
Sapuca es el gato de David. Hace unos años empezó a adueñarse del estudio y hoy es prácticamente el amo y señor de ese lugar. Para un gato que vive en el campo, la vida sobre un escritorio representa muchas ventajas. Tal vez pocas aventuras, pero sí muchas ventajas. Sapuca como Pacho, el gato de Esteban, tiene una fijación especial en los libros. Tengo en mi teléfono una foto de cada uno con el hocico reposado en el canal de un libro. Comentamos David, Esteban y yo, que parece una escena de celos, una pugna entre objeto, animal y lector en la que es difícil determinar cuál de los tres reclama el deseo.
Conocí hace unos años en Barranquilla a los perros que viven con Kirvin. Eran ocho en ese momento, ahora son siete y aunque todos viven en la misma casa, Mini es la perrita titular de Kirvin; la que lo lleva a pasear, la que le cambió la percepción sobre estar solo o acompañado, la pequeñita insubordinada de la que no conoce cuánto de él abarca ni cuánto le ocupa. Cuando Antonella, la mayor de todos murió, Kirvin escribió sobre ella y ahora piensa, un poco en broma, un poco en serio, que el día que no haya más perros en su casa, ya no van a tener tema de conversación.
Valeria vive con Ofelia y Filomena, dos gatas bien peludas que conocí cuando vivían en Medellín y que he vuelto a visitar ahora que viven en Bogotá. Valeria me envía un audio en el que me cuenta que los pelos de sus gatas son un recordatorio constante de lo que ha estado sobre uno (pensé en ese texto de Lydia Davis de raza híbrida, mitad cuento mitad poema, El pelo del perro: “tenemos una esperanza loca: si recogemos suficientes pelos, seremos capaces de armar el perro otra vez”). Mientras la escucho, se oye también un “prrr, prrr, prrr”. Una de sus gatas participa de la conversación o, incluso mejor, nosotras de su ronroneo.
Runa, la perra de Diego, es mi mejor amiga. Me di cuenta de que siento un amor especial por las perras con nombre bisílabo. Ru-na, Pi-na. “Un perro es un lugar bueno” me recordó Diego sobre un cuento de Alejandra Kamiya que leímos hace unas semanas. “Un perro es un espacio vacío en el pecho de cada lector”, leí en el prólogo de El Japón de los perros, un libro que me regaló Kirvin cuando me visitó en Bogotá y su dedicatoria dice “A los animales de esta casa”. Esta casa: la mía. Los animales: Celeste, Pina, Limón y Lucía. Entonces, pensé, un espacio vacío en el pecho ha de ser un lugar bueno para la existencia, algo que nos mantiene despiertos.
Hace unas semanas Rodrigo está escribiendo todos los días. Lo hace con un poco de desespero y desolación, me cuenta, pero en un esfuerzo sostenido que no había hecho antes. Tal vez este sea el momento más importante de su carrera, decimos, a ver si un cliché apacigua la trascendencia del asunto. Las horas frente al computador que ha dedicado a lo que cree que va a ser su novela (y que fervorosamente quiero que así sea), las ha llevado junto a Lupita, una gata mestiza que no le pide mucho, que se tiende en el piso como un tapete, silenciosa y calma. Solo está, y hace parecer la presencia una labor sencilla. Otra foto de Pacho, el gato de Esteban: se ve la pantalla del computador, el teclado, un libro abierto y el animal echado entre todo esto. El texto de la foto dice: “Esta es su labor mientras yo escribo. Todas las formas de la siesta”. La gata en calma acostada sobre la baldosa o el gato cómodo que duerme mientras cada uno está en lo suyo tienen que ser el bienestar que cada uno necesita para sentarse frente a la pantalla a escribir.
Después de los intercambios tendría que modificar la pregunta. Es la vida de los perros y los gatos lo que acompasa las tareas del lenguaje. Nunca al revés.
Escribo y vivo con dos gatos. Antes de que escribiera viví siempre con perros, luego con gatos, luego con perros y gatos. Ahora, nuevamente, solo con gatos. No escribo y, por consecuencia, vivo con gatos, ni vivo con gatos y, por consecuencia, escribo. Pero una vez ambas experiencias conviven, es imposible ignorar las correspondencias que empiezan a crearse, la manera en la que, entre sí, proyectan a la vez que ocultan ambas algo de la otra. Vivo en una casa dividida por la disputa de Mandioca y Limón que han querido matarse antes. Hay un adentro y un afuera en mi casa: una puerta hechiza con una malla parte exactamente por la mitad el apartamento. Limón adentro, Mandioca afuera. El año pasado murió Celeste, que también vivía adentro con Limón y conmigo, porque vivo donde escribo. Celeste era dulce, cercana, absorbente y cálida. Mandioca me quiere, pero guarda distancia, por eso sé que me quiere. Mi confianza en ella es ciega. Limón es lo que se conoce como un gato feral. Básicamente, un felino que rehuye a los humanos. Hace unos meses los médicos le encontraron una lesión muy severa en su columna, un desgaste normal de las vértebras por su edad, que le provocaba un dolor insoportable, que, como dicen los veterinarios y etólogos, “ellos tienen su forma de comunicar”. Su forma de comunicar: orinó más de la mitad de mi biblioteca. Perdí por completo varios libros, otros todavía se están recuperando. Mi trabajo con el lenguaje, finalmente, ha cedido a ellos, a su presencia, a su partida, a su distancia, a su dolor.
El esfuerzo de mantener la calidez de un vínculo hecho de ruiditos, presunciones y acuerdos (como el que menciona Oliver en ese poema) con un otro tan distinto, puede ser la razón por la cual a quienes escribimos nos importan tanto los perros y los gatos. Todo lo que pasa en ese lugar es importante porque intuimos que allí, donde se trabaja menos, pasan más cosas. Como el cuento Ella los desnombra de Ursula K. Leguin, al que Sigrid Nunez hace referencia en su novela El amigo: la razón por la que la mujer del relato insta a todos los animales a devolverle sus nombres al hombre y luego, el suyo propio, es para renunciar al lenguaje que compartía con él y que ya no los conducía a ninguna parte. Para que lo importante se mantenga vigente hay que guardar la distancia, hacer silencio, dudar; a veces, renunciar a ello del todo y dejar que del cisma del lenguaje brote algo mejor que no conocíamos. Si no, ¿por qué sería tan importante para alguien que escribe la compañía de quien nunca va a poder leerlo?.