De Vargas Vila, ni paz en su tumba
Por estos días, intelectuales, sastres, bohemios y mentes locas de tiempos idos, hablan de los 150 años del natalicio de Vargas Vila, el escritor colombiano de mayor reconocimiento mundial en la primera mitad del Siglo XX. Fue ante todo un irreverente, se enfrentó a todos los poderes y todos lo condenaron. La literatura local, incluso, lo condenó al olvido.
La última vez que fue contemplado el cadáver de José María Vargas Vila estaba desnudo, descansaba en un país extranjero en una caja de cuatro tablas de madera de pino sin pulir, ningún adorno hacía honor a su grandeza literaria, entre sus manos aparecía su pluma y muy cerca del lugar donde palpitó su corazón odiado por el poder, una fotografía, la de su madre. Era mayo de 1981, cementerio de Las Corts, de Barcelona.
Así vino al mundo y así se fue, desnudo, invencible en su odio a los curas y al poder; se fue sin amigos, por él no doblaron campanas, España lo sepultó como a un extranjero más, ni uno solo de los personajes de sus más de cien obras literarias inspiró un epitafio distinto al que marcaba su ataúd: Vargas Vila.
El más allá lo recibió como a un excomulgado y la sentencia de algunos de los representantes del clero era que jamás descansaría en paz. De haberse cumplido la sentencia, Vargas Vila vive la eternidad como vivió su efímera vida: expulsado de uno y otro círculo del infierno hasta que llegue al más infernal de los círculos. En vida vivió a medias la adolescencia en su natal Colombia, el resto fue destierro.
Sabio en sus palabras, temido en sus novelas, proverbial en sus versos de amor, tenaz en la crítica a las mujeres que terminaban convertidas en el molde de sus maridos, agudo en sus sentencias, enemigo de todo moralismo, insultador por excelencia gracias a su sátira y crítica ilustradas y guerrero imbatible en los campos de batalla de finales del siglo XIX enarbolando las banderas del Radicalismo Liberal. Ese fue Vargas Vila.
Desde su más temprana adolescencia comprendió a qué había venido al mundo: a destruirlo fusil en mano o con sus ráfagas de ideas existencialistas, pero también anarquistas, nihilistas, socialistas y libertarias.
Eran sus grandes detractores la curia y los amos del poder colombiano. El presidente de la regeneración colombiana, Rafael Núñez, le puso precio a su cabeza, vivo o muerto; el otro Rafael (el falso bravucón Reyes) tampoco podía tragárselo ni vivo ni muerto. Vivió en el exilio en Estados Unidos, Europa y algunas repúblicas vecinas de su natal Colombia.
Como exiliado entabló gran amistad con el revolucionario cubano José Martí y el poeta nicaragüense Rubén Darío. Numerosos presidentes extranjeros lo veneraban. Cuando los americanos se tomaron Panamá sacudió los cimientos de la gran nación que lo acogía en uno de sus exilios con sus escritos antiimperialistas.
Para la iglesia, Vargas Vila era la reencarnación del Marqués de Sade. Aunque los sátrapas del poder criollo lo despreciaban y los odios contra él se sucedían gobierno tras gobierno, siempre halló refugio en otras naciones. Era tanto el aprecio que tenían por él en el extranjero que el presidente de Ecuador, Eloy Alfaro, en 1898, le dio una de las mayores responsabilidades de su gobierno: lo nombró ministro plenipotenciario de Ecuador en Roma. Puso al demonio a cuidar las almas.
De su paso por Roma quedó para la memoria histórica su negativa de no arrodillarse ante el papa León XIII, al afirmar: "no doblo la rodilla ante ningún mortal".
El Vaticano puso sobre su vida la peor de las condenas. En 1900, fue excomulgado por la publicación de su novela Ibis . Vargas Vila recibió la noticia con regocijo.
Pero la furia del clero iba más allá de Vargas Vila, desde los púlpitos los curas amenazaban o condenaban con las llamas eternas a quienes leyeran los libros del monstruo.
Entre intelectuales, obreros, sastres, anarquistas, universidades, colegios, sindicatos, desterrados, harapientos, lupanares y cantinas, en uno y otro confín de la tierra, sus libros se multiplicaban. No obstante el golpe del poder en su contra fue tan demoledor, que la obra literaria de Vargas Vila, quien por estos días cumple 150 años de su natalicio no aparece por lado alguno. Es como si jamás hubiese existido.
Uno de sus biógrafos sostiene que en París, en Bogotá, en Caracas, en Nueva York, se decía que Vargas Vila era inmensamente rico. Que vivía como un príncipe. Que odiaba a las mujeres, a los curas y a las monjas. Que su misantropía y su odio a la Iglesia nacían del hecho de haber sido hijo de un cura párroco y una monja depravada.
Que era anarquista y que ayudaba con su dinero a los seguidores de Malatesta, financiando asesinatos y bombazos contra duques y marqueses. Que era homosexual. Que presidía sesiones de satanismo con sus amigos y cómplices. Que era impotente y que esta era la razón de su odio a todo lo viviente. Que era hermafrodita.
Pero ni lo uno ni lo otro. Vargas Vila era un solitario, no bebía, no frecuentaba tabernas, era ateo pero parecía inspirado por el Espíritu Santo. Paz en su tumba, que sus libros resuciten para siempre.
Nació en Bogotá el 23 de julio de 1860 y murió en Barcelona, España, el 22 de mayo de 1933.