El fútbol me mata
Nunca había ido a fútbol al estadio. Desde que una mula en Guaca me pegó una patada, cuando estaba pequeño, detesto ese llamado deporte.
Me burlo de los que andan detrás de un cuero hinchado, me parece ridículo.
Pero no pude escaparme de la invitación melosa de una nueva novia, hincha furibunda o brava de uno de los equipos de la ciudad.
Acepté entrar al estadio porque necesitaba que ella fuera hincha mía también.
Ella se ponía roja de gritar los goles y verde de la ira cuando perdían sus ídolos.
La experiencia fue entre traumática y estrambótica.
Me hicieron vestir con los colores propios del equipo, de arriba a abajo, incluidos los calzoncillos. En la fila de tres horas de entrada al estadio, rodeado de olor a manteca y colesterol por todos los lados, escuché conversaciones increíbles a los gritos:
- ¿Te contaron el último chisme del otro equipo?
- Que pasó la sede para Itagüí...
¡Cóooomo!
Sí, para quedar más cerca de La Estrella.
Una vez adentro quedé rodeado de fanáticos por los cuatro costados y empezó un movimiento frenético de masas que casi me hace botar la tapa. En medio de cantos medio groseros brincaban y brincaban como cachaco en la playa caliente.
Al fin los equipos del clásico salieron y me tuve que tragar el colorido humo de un extinguidor completo y sentir que truenos, papeletas, triquitraques, buscaniguas y sopletes explotaban en mis pobres tímpanos.
El coro gritaba como los monos aulladores de la selva: Me matás, equipo me matás... y de verdad que me estaba matando.
Y empezó la pelea por darle al cuero que los locutores a plena garganta llamaban esférica, la redonda, balón, pelota, circunferencia.
Un tipo de riguroso negro de luto soplaba desesperado el pito o silbato. Cada que se encontraban dos jugadores uno de ellos caía al piso y se retorcía como mujerzuela en prostíbulo.
El de negro mostró varias cartulinas amarillas que confirmaban que había dejado vivo al contrincante. Hasta que sacó varias rojas para que los sudorosos jugadores se fueran a descansar en paz a los camerinos no sin antes recordar en voz alta a la madre del árbitro.
Al terminar el primer tiempo pensé que iba a tener unos minutos de calma e intenté recostarme, extenuado, en las rodillas de mi novia hincha que ya estaba jincha pero no dejaron los gritos y las convulsiones de la masa.
En el segundo tiempo se repitió la misma historia o histeria. Menos mal perdimos porque así mi novia también me sacó tarjeta roja, por mal comportamiento, demasiado pasivo, y en el fútbol hay que moverse, parce. Ahí supe que yo ya estaba en la banca de las reservas cuando la vi a ella alejarse con su nueva contratación.
Además de prometer no volver al estadio, entendí que el amor se parece, y mucho, al fútbol: Buscan y buscan el balón, el amor, y cuando lo encuentran, lo cogen a las patadas.
Pííííííííííííííí.