Histórico

EL MUNDO EN UN GRANO DE ARENA

15 de julio de 2013

Era exigente. Más consigo mismo que con los demás, porque era la única fórmula que conocía para prosperar. Era también un hombre templado, pero no de esos con la sangre cuajada de horchata sino intenso, impetuoso y pasional cuando la ocasión lo requería.

Casi siempre entonces, pues no concebía la vida más allá del día en el que estaba. En esa vitalidad creía él que descansaba el secreto de su fortuna. Escasa, o no tanto, dependiendo de cómo se mida el éxito. Nunca desfallecía ni bajaba la guardia por muy adversas que fueran las condiciones y era de esos tipos que embisten al trapo como "miuras" en cuanto alguien les reta con un "no hay huevos" por capote.

Los desafíos no le arredraban. En definitiva, era terco como una mula y algo anticuado en su forma de entender las cosas. Creía firmemente que todo, o casi todo, podía lograrse echándole coraje al asunto. Así, la vida no era más que una cuestión de voluntad, empeño y constancia. De cojones, vamos.

Leía "El Colombiano" en su tableta mientras disfrutaba del desayuno junto a sus dos hijos, de seis y tres años, con toda la placidez que cabe en el cuerpo de dos niños en una mañana de domingo. Reparó en una excelente entrevista al presidente Santos, que devoró con ansiedad en busca de respuestas. Encontró algunas y pasó a otro asunto. Entre sorbos a un café, su mirada se detuvo en una noticia titulada "A los "hikikomoris" les atemoriza el mundo".

Como no tenía ni idea de qué diantres era un "hikikomori", clicó sin perder un segundo. Descubrió que el término –que en japonés significa literalmente "estar recluido"– hace referencia al millón de jóvenes nipones (la mayoría hombres) que se encierran en sus cuartos para apartarse de cualquier contacto social y evitar así la presión del exterior.

El miedo al fracaso en una sociedad altamente competitiva en la que la búsqueda de la felicidad queda supeditada siempre al éxito profesional era el origen de la epidemia. Al parecer, explicaba en el artículo el psiquiatra Tamaki Saito, la enfermedad era distinta de una fobia o de una enfermedad mental porque los "hikikomoris" no presentaban ningún síntoma psicótico, pese a lo cual podían permanecer encerrados como ermitaños durante meses e incluso años.

Esto les llevaba a vivir prácticamente de noche y, en el mejor de los casos, a relacionarse mediante los videojuegos en línea o las redes sociales.

Aturdido, miró a sus hijos, embobados mientras veían los dibujos animados en la televisión. Pensó entonces en toda la presión por la que pasaban desde que eran unos renacuajos.

En la escuela y en casa. Debían aprender a caminar, a comer solos, a leer, a quitarse los pañales, a comportarse en público... Todo de acuerdo a unas pautas y unos tiempos estrictos. Demasiado estrictos, quizá. Y la presión siempre iría en aumento. Más con un hombre exigente como él por padre. Cabeceó y pensó en lo que siempre quiso ser.

Y vino a su cabeza el arranque de un poema de William Blake, "Augurios de inocencia"... "To see a world in a grain of sand, and heaven in a wild flower, hold infinity in the palm of your hand and eternity in an hour ".

Entonces se giró de inmediato.

– Chicos, miradme a los ojos un segundo. Tengo algo importante que deciros.

Los críos se quedaron expectantes con un ojo clavado en la televisión y el otro en su padre.

– Hijos, solo puedo enseñaros una cosa. Atentos. Disfrutad de cada día sin miedo alguno. No importa que las cosas no salgan a la primera ni a la segunda. Lo que importa es que intentéis hacerlas y sobre todo, sed felices. Muy felices. Y haced felices a toda la gente que queréis... ¿Vale?

Los niños se miraron entre sí perplejos y asintieron.

– Vale, papi.

Y siguieron viendo los dibujos.