Histórico
La sombra de Gabo en Aracataca
En la troncal, a una hora de Santa Marta, está Aracataca. Atrás ha quedado Ciénaga, la zona bananera.
El tren carbonero atraviesa el paisaje de Aracataca en su paso de La Jagua de Ibirico a Santa Marta o viceversa. Hace años era el tren de pasajeros y el de carga de fruta.
A Feyo Correa, García Márquez le lleva dos años de edad. Fueron vecinos. Sus casas quedaban una diagonal a la otra.
La esperanza es el gallo, repetía el personaje central de El Coronel no tiene quien le escriba. Pero en su ausencia su esposa, enferma y agobiada por el hambre, lo echó a la olla para comérselo.
Primera máquina de escribir de García Márquez, en la Casa Museo.
Autor
John Saldarriaga
Profesión:
Periodista
Nacionalidad:
Colombiana
Contexto
Gabriel García Márquez dijo alguna vez que escribía para que sus amigos lo quisieran más y a fe que lo ha conseguido. En su pueblo, Aracataca, los más de los sesenta mil habitantes, chicos y grandes, se refieren a él de manera afectuosa. Le dicen Gabito, como dando a entender que es amigo de todos y nadie reniega porque no vaya a visitarlos con frecuencia. Encuentran razones para cada cosa. Ahora, cuando llega el cumpleaños número 80 del Premio Nobel, cuarenta de su obra cumbre Cien años de Soledad, 60 de haber escrito su primer cuento y 25 de recibir el máximo galardón de las letras, EL COLOMBIANO y Generación quieren regalar a sus lectores una crónica de Aracataca actual, municipio al que muchos llaman ya con el que el autor nombró un mundo, Macondo, y hasta en vallas y letreros oficiales aparecen los dos nombres. "Macondo no es un lugar -explica Feyo, uno de los personajes de la crónica- es un estado de ánimo que permite ver las cosas distintas a lo que son". Allí, un comité pro celebración, integrado por la Fundación García Márquez y la Biblioteca Remedios La Bella, adelantan desfiles, parrandas vallenatas, teatro, danza, lecturas, desde ayer hasta el martes seis, que es la fecha exacta de la fiesta. Esta es una historia contada por el periodista John Saldarriaga, que se pinta con imágenes realizadas por el fotógrafo Juan Fernando Cano.
01 de enero de 1900
- Crónica que narra la vida de un municipio, alrededor de la figura del Nobel
Al contrario, como si la tableta que portaran esos hombres vestidos de azul dijera «SIGA», ellos corren para pasar la línea férrea por delante de la locomotora, desafiantes, juguetones, a pesar de que esa metálica serpiente es una caravana casi interminable, conformada por 120 vagones cargados que avanzan raudos, mucho más rápido que los que cruzaban esos campos hace medio siglo transportando el banano.
No obedecen, a pesar de que su paso, una o dos veces cada hora, de día y de noche, es la materialización más concreta de la idea de rapidez que existe en Macondo.
Las sirenas de la máquina anuncian prematuramente su paso inundando el ambiente lento, atravesando como daga el aire soporífero que se sostiene en seres animados e inanimados como una manta invisible y pesada bajo el cielo azul y sin nubes. Ese sonido intenso de corneta se escucha en todos los rincones del pueblo.
Lo oyen en el centro de calles pavimentadas que se colman, no de burros, sino de motocicletas y ciclotaxis; lo escuchan algunos indios wayú que se la pasan sentados tomando cerveza y mambeando coca en el Puente de los Varados; lo oyen los chicos que se internan sin camisa en las aguas de la acequia que le sacaron hace un siglo al río Aracataca para regadío, poniéndose ante los ojos un fragmento informe de vidrio plano para ver en el fondo elementos de hierro y bronce, como cadenas y candados, que recuperan para venderlos en la compraventa de deshechos; lo escuchan los jugadores de arrancón -una forma del remis-, que han pasado desde hace sesenta años sentados en la calle detrás del mercado todos los días de diez de la mañana a once de la noche, relevándose de generación en generación, bajo los ojos de su fundadora, Josefina, que cada media hora saca del case 500 pesos como pago de alquiler del juego y el espacio; lo oyen los sembradores de palma africana que desplaza lentamente al banano... En fin, esa sirena se ha convertido en parte de la vida cotidiana de esta población, en música de fondo para esos 60 mil habitantes que se revuelven bajo la canícula.
Es el tren de la Drummond, la compañía extranjera que explota las minas del negro mineral en La Jagua de Ibirico, Cesar, y lo conduce al puerto en Santa Marta para sacarlo por mar al exterior.
El Feyo
Alfredo Correa, el Feyo, la oye en su casa situada al pie de la manga destinada a las corralejas de julio. Es viernes. Él está apenas reponiéndose de una pea memorable que ha alentado en el Carnaval de Barranquilla -no se queda en los de Aracataca porque en Curramba hay más que ver-.
El octogenario roble no tiembla ni presenta efectos visibles de resaca, pero afirma que a esta edad no es lo mismo que cuando era joven.
Es hermano del mejor amigo de Gabriel García Márquez, Luis Carmelo, "que aparece mencionado en Vivir para contarla". Pero tras la muerte de éste hace tres años, víctima de una diabetes que había obligado ya la amputación de una pierna, todos lo buscan para que cuente historias del escritor.
Total, él también hizo parte de ese grupo de amigos. Su familia era vecina de la del hijo de la niña Luisa Santiaga; sus casas estaban situadas una diagonal a la otra en la Avenida de Monseñor Espejo, a una cuadra del parque central.
En la calle, pocos son los que osan desafiar ese Sol que detiene los termómetros en 40°C. Bajo la sombra de los almendros, los mayores descabezan un sueñecito corto arrullados por el piar de los chupahuevos.
Por su parte, Feyo, en la sala de su casa, se sienta a existir en una silla macondiana fabricada en madera de canalete por él mismo en su taller de ebanista situado en el solar trasero de su casa -cuyo techo lo forman dos mangos- y bautizada por él de este modo porque es única -elaborada en largueros cepillados, con el asiento en declive que forma un ángulo recto con el espaldar tirado hacia atrás, consiguiendo que quien se siente apoye también la espalda-. Evoca aquellos tiempos con una frescura tal, que quien lo escucha debe estar repitiéndose que ocurrieron hace 70 años para no llamarse a engaños.
"Gabito se crió con la familia de la niña Luisa, como le decíamos a su mamá en esos tiempos en que, no sé, éramos más educados para tratar a los mayores. Como eran de raza guajira, más bien sedentarios y serios, encerraban al niño a las seis de la tarde y él se quedaba escuchando las historias de sus tías referentes a las vivencias de su padre, el Coronel Márquez".
Feyo hace una pausa antes de agregar: "Gabito siempre tenía zapatos".
Eran tiempos de bonanza en Aracataca. Éste era un pueblo tan grande como Fundación, en el que despilfarraban la plata. Los viejos todavía recuerdan a un guajiro que llegaba los viernes con una mochila llena de dinero para pagarle a los trabajadores de las bananeras. Y no faltaba quien, en el baile de la cumbia, liara las espermas encendidas con billetes.
El creador de la silla macondiana se incorpora para ir a extraer de un cajón de una cómoda en la habitación contigua fotografías históricas. En una de ellas -que por cierto le regaló García Márquez- aparece el autor de La Hojarasca, al lado del compositor Rafael Escalona, el periodista Álvaro Cepeda Samudio y el pintor Jaime Molina, de pie, tomándose unos tragos. En el reverso de la foto, la dedicatoria escrita a mano: "Para Feyo, de su hermano mayor Gabriel G. M."
Y con ella ante sus ojos, dice que Escalona no cuenta la verdad, o por lo menos la deja incompleta, con respecto al Festival de la Leyenda Vallenata. Pues ese Festival nació en Aracataca en 1966; no en Valledupar.
"Un día estábamos tomándonos unos tragos mis hermanos, el maestro Escalona y yo, cuando llamó Gabito. Contestó Luis Carmelo. "¿Lucho, con quién estás? Espérame que voy a huir de unos periodistas que me tienen cansado". Y se apareció en la casa. Entre tanto hablar, Escalona le dijo que estaba interesado en que él oyera sus paseos. "Ajá, pero no de cualquier manera -respondió Gabito-: ¡Hagamos una parranda! Y así se hizo. Participaron agrupaciones locales y de pueblos vecinos y se fundó el Festival, en Aracataca".
Víctor, apodado el Chimila, cuidandero nocturno de la Casa Museo Gabriel García Márquez, interviene en este punto: "Déjeme recordar quién fue el Rey Vallenato esa vez... Era ese tipo bajito, creo que de Valledupar, Julio de la Ossa..."
Feyo dice que tal vez el compositor de La casa en el aire y Consuelo Araujo Noguera, La Cacica, tuvieron más visión de futuro y mercadearon de mejor manera el Festival para la capital del Cesar.
La sirena de otro tren vuelve a escucharse. Esta vez Feyo y Chimila están en el taller de ebanistería. Cuatro gallinas dan vueltas por ahí. En el solar de otra casa se ve a una vecina, una toalla anudada en el pecho por todo vestido, lavando ropa.
Y mientras aquél barniza una silla macondiana a la que cambió un larguero y ajustó tornillos esta mañana, va recordando lo supersticioso que ha sido Gabito. Refiere una anécdota en la que éste abandonó el grupo de amigos junto a la casa del doctor Barbosa, un boticario que recetaba medicamentos a los enfermos, para internarse en un matorral urgido por un estómago indómito. Y que no pasaron cinco minutos antes de que regresara raudo, pálido y sudoroso, diciendo que le habían salido los animes y lo habían levantado a piedra.
"Los animes son como los duendes", explica. "Sí, yo sé -complementa el Chimila-. Hay quienes saben cosas y son capaces de esclavizar animes. Los guardan en un calabazo y contratan, digamos, la preparación de un terreno para sembrar arroz. Liberan esos seres, les dan la orden y ellos obedecen corriendo.
El que pase por ahí cerca escucha un ruido como de cincuenta hombres echando machete, tumbando árboles y hasta ve caer los troncos y no se da cuenta quiénes están haciendo todo aquello. Sólo ven al tipo ahí, impávido. Y cuando los animes terminan el trabajo, él vuelve a encerrarlos en el calabacito".
"Sí -añade el primero-. En dos días hacen el trabajo que un hombre haría en un mes, cobran más rápido, pero no se enriquecen porque esa es plata del Diablo. Esa es una maldición".
Apellido
Antes de las tres, Aidée Galán escucha la sirena del tren, sentada en una silla mecedora un tanto raída bajo un tejado de zinc instalado adelante de su casa del barrio El Carmen, que da sombra a su venta de cerveza. Da la espalda a la calle polvorienta. Los barrios periféricos no tienen sus vías pavimentadas. Responde sin mirar el saludo de una vecina: "¡Adiós!"
Es la esposa de Nicolás Ricardo Arias, el único pariente de Gabriel García Márquez que vive en Aracataca. Es hijo de Rafael Arias, hermano medio de Luisa Santiaga y como ésta, hijo del Coronel Márquez, pero no de Tranquilina Iguarán; por esto no lleva el apellido Márquez sino el de su madre.
Nicolás Ricardo no para en la casa. Vive más tiempo en un billar de la Calle Cataquita, a una cuadra de la Calle de los Turcos.
Aidée es cienaguera. Espanta un poco el sopor para contar que se conocieron hace más de cuarenta años en Sevilla, un caserío de la zona bananera, y que le dio dificultad adaptarse a la vida en Aracataca, apartada de sus viejos y, por supuesto, sufrió mucho en un tiempo en que a su marido, que trabajaba en vigilancia, lo trasladaron para el Cesar y ella fue con él.
Cuenta que el escritor ha venido a saludarlos a esta casa. Hasta se tomó una fotografía con ellos de espaldas a la fachada. Pero que no ha vuelto. Serán sus males que no le dan tregua. Y que su esposo tiene esperanzas de que el ilustre primo vuelva a visitarlos ahora en el cumpleaños. "¿Que lo aporrea mucho el viaje de Santa Marta a Aracataca por carretera? ¡Ah, para eso existen los helicópteros!". Y aprovecha la despavilada para internarse en el fondo de la casa y lavar algunos trapos.
A las cuatro de la tarde, cuando vuelve a sonar la sirena, en la gallera dos hombres cortan con tijeras las plumas sobrantes de dos gallos finos y les calzan las espuelas. Los echan al ruedo para que, en franca lid, ellos mismos decidan cuál se ganará el derecho de pelear en la gran noche del día siguiente, sábado, en la competencia en que llegarán ejemplares de muchos sitios de la Costa.
Ese sonido encuentra a Adrián Mercado y Rubiela Reyes, los guías de la Casa Museo Gabriel García Márquez, ocupados en sus quehaceres. Él levanta los recortes de prensa que hablan del escritor, adheridos a hojas de icopor, cada que el viento se cuela por la ventana de la calle y la puerta que da a un patio interior y juega a descolgarlos de los clavos de las paredes.
Ella se entretiene con dos turistas alemanes, una mujer y su hermano, blancos como los icopores, que han permanecido horas en la casa tratando de ver con sus ojos y tocar con sus manos las cosas que García Márquez menciona en sus libros.
La visitante no habla español, pero es la que ha leído las obras. Su hermano no las ha leído, pero es dueño de unas cuantas palabras en el idioma del autor. De modo que entre sus señales, su precario español y el precario inglés de la anfitriona, alcanzan a defenderse. "No, la casa del doctor Barbosa ya no existe; la tumbaron. Sólo queda una ventana, la última", le indica.
Rubiela cuenta que le ha escuchado decir al director, Rafael Darío Jiménez, que en marzo comenzarán las labores de reconstrucción de la casa, con recursos del Ministerio. Y como anécdota, que el Nobel no ha sido capaz de pasar frente a la vivienda en las escasas ocasiones en que ha visitado el pueblo, por pura nostalgia.
"Él es supersticioso. Un día López Michelsen le dijo que no regresara a Aracataca para quedarse, porque le llegaría la muerte".
Calavera
Cuando la sirena vuelve a sonar son las cinco. Y ese sonido de corneta parece oportuno para subrayar las palabras del sacerdote en la misa de la iglesia de San José, quien en la homilía explica que el tiempo de la Cuaresma es un llamado de Dios a los hombres, convocándolos para un cambio.
Como una decoración impresionista, un cráneo, sostenido en cúbitos y radios cruzados, todo lo cual cubierto de cal o yeso, está situado en el suelo, contra la pared, en la parte de atrás del templo.
"A todos los cataqueros nos bautizaban ahí, en una pila que había a un lado -explicaría Rafael Darío Jiménez, posteriormente-. Representa la crucifixión".
Una mujer sale de misa y explica que no, que eso simboliza lo que quedará de cada uno de nosotros cuando terminen nuestros acostumbrados malos pasos por este Valle de Lágrimas y que entonces no vale la pena la vanidad.