Juan Pablo II, santo súbito
El legado del Papa Juan Pablo II tiene un significado profundo para los millones de católicos que compartimos y admiramos sus 26 años de pontificado. El grito de ¡Santo súbito! fue escuchado por el máximo jerarca de la Iglesia, Benedicto XVI y hoy el mundo reconoce el valor de un Pontífice carismático, comprometido y peregrino, que dejó una huella de amor y fe.
El mundo católico asiste este primero de mayo a un momento histórico y, sin duda, emocionante: la elevación a los altares del Papa Juan Pablo II. En uno de los procesos de beatificación más rápidos de la historia de la Iglesia Católica, el Papa Benedicto XVI abrió el camino a la santidad de un pontífice que demostró que el apostolado y el servicio constituían la forma más sublime de amar al prójimo.
Karol Wojtyla, el primer Papa no italiano en cuatro siglos, fue un ejemplo de vida y de entereza. Varias generaciones crecieron a su lado y aprendieron sus enseñanzas en su peregrinaje por el mundo, que lo llevó a proclamar el amor a Dios y a la Virgen en sus viajes a más de un centenar de países.
Dos aspectos definieron su pontificado y lo hicieron particular e influyente. Por un lado, su decidida participación política tuvo una considerable influencia en la caída del antiguo bloque soviético, así como en el fin del régimen comunista en su amada Polonia. Coherente con sus actos y palabras, Wojtyla siempre defendió la democracia como una forma de vida y condenó cualquier manifestación dictatorial, que le impidiera al hombre su libre desarrollo.
Cómo olvidar su trascendental visita a Cuba y esa petición aguerrida y sincera a Fidel Castro: ¡Que Cuba se abra al mundo!
Y en segundo lugar, su carácter mediático. Nunca antes otro Papa alcanzó tal protagonismo y lo aplicó para promover la palabra de Dios de manera masiva y cercana. Bajo su pontificado, el tercero más largo de la historia, El Vaticano entró a la era de internet y comprendió que los medios masivos estaban a su disposición para derribar barreras y aumentar el número de fieles, convencidos de su devoción y practicantes de sus creencias.
No podemos dejar de mencionar su grandeza en el perdón: el personal, cuando visitó a su agresor Alí Agca y le dijo que estaba perdonado, pese a que estuvo a punto de quitarle la vida. Y el que pidió a los judíos, a las minorías y a las mujeres, por los pecados de la Iglesia en el pasado.
Juan Pablo II se ganó a pulso y con paso firme el apelativo de El Papa Peregrino. Solo la enfermedad que lo condujo a la muerte logró detener el camino apostólico del hombre que se declaraba amigo de los católicos y llevaba consuelo a las naciones que sufrían.
Colombia no fue la excepción. Pocos meses después de la tragedia de Armero, su visita fue bálsamo de paz y de alegría en medio de la pena y la desolación. El país comprendió que no estaba solo y que su dolor ya no era tan grande, cuando el Sumo Pontífice se arrodilló en la planicie que formó el barro y elevó una oración.
Hoy nos sentimos todavía más orgullosos de ser un diario católico, de promover valores fundamentales de la fe, como son el respeto a la vida, la igualdad y el amor al prójimo. Hoy, celebramos que nuestra ciudad haya sido parte de su legado y de su andar peregrino y nos preparamos para conmemorar el aniversario 25 de su visita. Que la beatificación de Juan Pablo II se convierta en motivo de renovación de nuestra fe y de nuestras convicciones religiosas. Que su ejemplo de amor, perdón y vida adquiera hoy un nuevo sentido para que las generaciones actuales y futuras lo conozcan y se inspiren en su historia de entrega, entereza y dignidad.