Las alfareras de Untí amasan una tradición
EN BURITICÁ AGONIZA un legado ancestral: la alfarería. Viene, cuando menos, desde el siglo XIX. Lo practican cuatro mujeres. Entre ellas, Severiana y Liliana. Fabrican callanas, calabazos, alcancías en forma de cerdos, ollas...
Como Dios, Severiana y su hija, Liliana, se sientan en el quicio de su casa de paredes de cañabrava y tejas de zinc a mirar el paisaje de todos los días con una pelota de barro entre las manos para modelar figuras.
Van tomando la masa de una callana, una suerte de plato hecho de arcilla, el cual suele usarse más que todo para asar arepas en fogón de leña. En ella van remojando la pasta y tomándola poco a poco. Las dos mujeres son diestras. Por eso, en la mano izquierda descargan la bola y con la derecha van dando forma al utensilio, sin apenas mirar lo que hacen esas extremidades embarradas.
Ese paisaje de todos los días tiene por escenario el terraplén de su vereda, Untí, la única plana de Buriticá, un municipio constituido por pendientes de ochenta y noventa grados que dificultan la agricultura y más aun la ganadería porque las pobres vacas no encuentran bien de dónde agarrarse; por techo, un cielo nublado.
Ellas tienen ahí delante un naranjo agrio, algunas de las quince precarias viviendas que conforman la vereda, de las cuales, solo una, que apenas están construyendo, tiene el baño adentro.
Ven pasar a cada rato a su marrana negra, un animal al que llaman Runcha, "como se les dice por aquí a los marranos". La puerca suele ir acompañada del cerdo de un vecino. Ambos llevan una horqueta de palo sobre su cuello para "que no entren en algún sembrado y lo dañen". Una piara conformada por cochinos recién nacidos va por ahí roncando y asustándose por todo. Una gallina con sus pollitos -también suyos- da vueltas por el terraplén. Más lejos, cerca de la entrada y salida de la vereda por la quebrada Remango, hay una oveja suelta y con su lana curtida por el polvo.
Las dos mujeres respiran un aire tibio con olor a hierba y a barro, y observan, a dos cadenas montañosas de distancia, un fuerte aguacero. No tienen que ser indígenas ni zahoríes para saber que en menos de una hora en este caserío caerá un chubasco igual.
Severiana dice que se aburre en Untí, de tanto ver lo mismo. Liliana ríe al escucharla. La verdad, ella ríe de todo.
Legado ancestral
En Untí nadie sabe nada de ancestros indígenas. Sólo que Buriticá fue un gran cacique: una escultura lo recuerda en el Parque Central. Al menos, nada saben conscientemente. Porque Severiana Higuita y su hija, Liliana Higuita y dos mujeres de otras familias -María del Socorro Higuita y Marina Jaramillo, "aunque Marina ahora no trabaja, por enferma"-, conservan esa tradición que, sin duda, se hunde en los siglos: la alfarería.
"A mí me enseñó mi mamá, María Eva -dice Severiana-; a ella, mi abuela; a mi abuela, mi bisabuela y a mi bisabuela, mi tatarabuela. De ahí hacia arriba no sé más. Y yo le enseñé a mi hija". Además del saber, Severiana heredó de su madre esta casa. Y una tinaja. La vasija está rota en varios pedazos, pero como fue de la madre, Severiana la remendó y dejó en el suelo, en medio de su rancho mal iluminado. La usa para guardar maíz.
Severiana cuenta que, de niña, tuvo dos hermanos y una hermana. Que los primeros murieron cuando estaban pequeños; que su hermana logró hacerse adulta, "pero se rodó": se fue a un abismo y murió. "A ella, mi mamá también le enseñó a trabajar el barro". Su madre falleció de sesenta años, en 1988.
Como lombrices
Catorce callanas y la tapa de una olla se secan al aire apoyadas de plancho sobre una banqueta, junto a la pared cariada.
En la estrecha cocina, situada bajo el mismo alero del corredor frontal en que están las mujeres, hay una olla también secándose, al lado del fogón apagado que huele a cenizas frías. Para ella es la tapa que está junto a las callanas. Salvo la olla, que es para la misma casa, este es el pedido del fin de semana de una de las tiendas centrales de Buriticá. El único pedido que tienen. Ya son pocos quienes usan callanas, dice Severiana, porque ya son escasas las personas que usan fogón de leña para cocinar.
Ellas suelen hacer tinajas, calabazos, platos, pocillos, marranos para alcancía, materas, muñecos... lo que sea. Todo a mano. Pero los pedidos son cada vez más escasos.
Liliana es una chica de veinte años, rubia y delgada, más tímida que un caracol. Apenas sí habla por la turbación. Ríe. Dice que es ella quien va a buscar el barro, cada que hay pedido. Su madre no va porque hace más de dos años "me cayó una enfermedad que me dejó tullida".
La "mina de barro", como dicen las dos, está situada a un par de horas de Untí, muy cerca de la vereda Sincierco. Liliana lo extrae con una pala, lo empaca en un costal y lo lleva a su casa sobre su espalda. "Cuando ha llovido y está mojado -ríe Liliana-, pesa tres veces más que cuando está seco". Pero, a pesar de su delgadez, es una chica fuerte: cuando apenas iba para su casa, unos minutos antes, en compañía de Piedad Méndez, una mujer que ha sido profesora de la vereda más lejana de Buriticá, Conejo, la vimos pasar con un atado de leña sobre sus hombros y la saludamos. Descargó el lío para resoplar de cansancio. Cuando la dejamos atrás fue cuando la profesora dijo: ella es la alfarera. Luego, Liliana llegó a su casa casi pisándonos los talones. Descargó los palos en el corredor de la vivienda para que quedaran cubiertos con el alero de la inminente lluvia. "Es la leña que servirá para cocer los utensilios, después del aguacero que viene", ríe Liliana.
"Este arte es muy sencillo-resume Severiana:- ella trae el barro, lo remoja y lo pisa con una piedra sobre el metate para sacarle las piedritas; como puede, me pasa cargada desde mi cama hasta aquí y me deja sentada para ayudarle; armamos las callanas y las demás piezas que nos hayan encargado: si el barro está bueno, podemos hacer cada una de a diez figuras en dos horas; de ahí, las dejamos secar, como usted las ve; más tarde, las raspamos para que queden lisas, y, por último, hacemos una cama de leña y encendemos un fuego para cocerlas. Ahí sí, a venderlas para poder comprarnos el maíz y el arroz".
Un pilón está acostado en el suelo. La mano del pilón, también. Aquél, por el extremo más ancho, sirve de asiento a quien llegue a visitarlas.
"Aquí nos ve: viviendo del barro como lombrices", dice la madre y ambas se quedan suspendidas en el tiempo y en el espacio, esperando que llueva y escampe para quemar sus callanas.
Al fin, llueve. Y escampa.
Al día siguiente, sábado, en el único viaje que hace el bus de escalera que recorre la solitaria carretera terciaria de Buriticá, se ve llegar Liliana, la alfarera, a la cabecera municipal.
Cuando el automotor termina de rodear el parque, desciende deprisa y avanza dando zancadas, con un costal de fibra sintética visiblemente pesado sobre su hombro derecho, hasta una tienda de la esquina, El Colmado, frente al templo de San Antonio.
Parada delante del mostrador, deshace el nudo del empaque para dejar ver otra bolsa, ésta de tela como una funda de almohada, más apretada aun. Al verme, ríe y extrae una callana, la segunda, y me dice: "aquí está la suya. Vale dos mil pesos".
Eso valen sus callanas. Con los veintiocho mil que reunirá en su venta, comprará arroz y maíz para darle de comer al pilón que se aburre en su casa haciendo las veces de asiento.