LAS MAMÁS DE MIS PAPÁS
Lo que Dios le dio en ternura se lo quitó en tamaño.
Pero lo que le faltaba de estatura se lo pusieron en el corazón. Era bajita, de piel blanca, ojos azules y, para los años donde empiezan mis recuerdos, ya las canas habían dominado el territorio.
No escapó de la violencia y un día, sin más ni qué, su estado civil pasó a ser viuda.
A su esposo lo mataron, dicen que por robarle, en la época de la "chusma".
Cuando alguien quiso contarle quién lo había hecho ella se opuso: "Es mejor no saber, para no tener que odiar", dijo, y cambió de tema.
Discreta, risueña y alcahueta, nos contemplaba con manjares que preparaba en su cocina.
Un día eran quesitos en miniatura. Al otro nos sorprendía con fiambres pequeñitos envueltos en hojas de bijao y una orden perentoria: "se van a comérselos a Patio Bonito", una pequeña montaña al frente de la casa, en cuyo corredor se paraba a mirar la excursión feliz que formaba su tropilla de nietos.
Lo mejor era asaltar su despensa por la noche.
Se inventó la manera de que supiéramos que las llaves de la cocina las dejaba, "por olvido", en la matera más cercana de la puerta.
Cuando nos atacaba el hambre, a eso de las nueve de la noche, con mucho sigilo para que el entablado no nos delatara, nos íbamos en puntas rumbo al objetivo, entrábamos a la inmensa cocina y alumbrándonos con velas para no despertarla, descubríamos un plato lleno de chicharroncitos recién fritos y arepas redondas asadas para la ocasión.
Al otro día nos decía, muy preocupada, que por su casa rondaban unas raticas que se le habían comido lo que había dejado en la cocina.
Y reía a carcajadas. Se llamaba María y era la mamá de mi papá. Sofía era la mamá de mi mamá. Alta, flaca y muy derecha.
Piadosa y recatada, pero dueña de un espíritu libre y abierto a los cambios de la vida.
No tenía inconveniente en armar paseos de catorce o quince y acomodarnos a todos, sin nada de estrechez, en un viejo Willis de la plaza.
Íbamos siempre en busca de un río donde ella, de mucho vestido de baño puesto, nos enseñaba a nadar en un charco que no nos mojaba más arriba de las rodillas.
Tenía polvo de todos los caminos, era incansable, recursiva y tan prudente que prefería echarse un trago de agua a la boca antes que criticar a alguien.
Generosa al extremo, no supo de miserias, ni materiales ni del corazón.
Hoy, con la ventana de la nostalgia abierta, un reconocimiento profundo, desde esta retahíla de recuerdos, a ellas y a todas las mujeres parecidas, que a punta de intuición y de amor inagotable, sin teorías muy elaboradas, hicieron la tarea de sus vidas tal vez sin darse cuenta: Transmitirnos la esencia de lo que hoy somos.
Y tatuarnos, de paso, un sentimiento de admiración y de respeto que no se borra con el paso de los años. ¡Gracias, abuelas!.