Leonel Estrada: el Midas del arte antioqueño
Cuando era niña, su papá la llevaba al consultorio odontológico de Leonel Estrada. A ella le gustaba porque siempre salía con una esculturita de Blanca Nieves o de un enanito e iba completando la colección.
La abogada Beatriz María Arango es quien recuerda esas escenas. El consultorio de Leonel, pionero de la ortodoncia en Colombia, estaba en La Playa con El Palo. Y hasta allí llegaba ella del brazo de su padre, un médico que sabía que no podía haber alguien mejor. En tiempos en que el odontólogo era casi sinónimo de verdugo; el paciente, de héroe, y la relación entre ellos era un acto de dolor, él "era un hombre amable, que trataba tiernamente a los niños". Había móviles pendiendo del techo, con muñequitos que entretenían a los usuarios, recuerda ella, y música clásica que ayudaba a conseguir tranquilidad.
Sentado en la biblioteca de su casa, retirado hace tiempos de la odontología, él comenta: "yo tenía moldes y no me costaba esfuerzo alguno vaciar figuritas en yeso para dárselas a los niños y estimularlos por su visita".
"Es que Leonel no te pierde segundo -comenta Hildebrando Mejía, director de la galería Arte Autopista, quien lo conoce desde finales de los sesenta, cuando aquél preparaba las Bienales de Arte de Medellín-. No sé cómo hace, pero él estira el tiempo".
Estrada, cuya vida ha transcurrido "en dos autopistas, la de la ciencia y la del arte", como él mismo dice, nació en Aguadas, Caldas, el 19 de junio de 1921. Y es cierto, como algunos señalan, que poco habla de su pueblo natal. Esto se debe a que su llegada al mundo se produjo en un viaje de su papá y su mamá a la casa de los abuelos, que ese día cumplían 50 años de casados. Por eso, de las aguadas que más conoce y habla son las obras de arte pertenecientes a ese "género de pintura análoga a la acuarela, de la cual se diferencia por la mayor opacidad de los colores, y por el empleo del blanco plomo, para hacer los claros más fuertes y para blanquear los demás colores", como él define en su diccionario Arte Actual.
Un niño
Cuando la gente piensa en Leonel, recuerda al hombre serio, de chivera blanca, pionero de la ortodoncia. Aquél que, en materia de artes, habla para emitir juicios graves, como, por ejemplo: "el arte es un fenómeno de vida, que marcha a fuerza de golpes que lo estimulan unas veces, y otras lo dejan mal herido". Tal vez lo recuerdan en las Bienales de Coltejer -1968, 1970, 1972 y 1981- de las cuales fue gestor, alma y nervio. Las mismas que dinamizaron las artes plásticas del siglo XX, que se habían estancado en "pinturas de florecitas", como él mismo comenta. Otros, como un rey Midas del arte, que catapulta al reconocimiento al artista de quien se ocupa. O aquél que tiene el poder de decidir quién diablos representa a Colombia en la Bienal de Florencia, Italia. Incluso, los más viejos tal vez recuerden que fue Secretario de Educación Departamental en la segunda mitad de los años cincuenta. En fin, son tantas y tan serias sus actuaciones y de ambientes en los que la gente suele ser grave, pedante y sombría, que ¿quién va a creerle a uno que en las veces que ha podido hablar personalmente con él -no tantas como quisiera-, ese hombre casi nonagenario, da la impresión de tener un niño por dentro, a flor de piel? Es más: ese niño a veces se asoma por sus ojos y se ríe con su risa. Menos aún van a creerle que tenga una vena para el humor, para el chiste.
"Nos reuníamos algunos amigos a conversar sobre arte y literatura en el sótano de su casa, el cual llamábamos la Taberna del Ahorcado y en que había un mural de Obregón, que, por cierto, Leonel logró trasladar para su nueva vivienda. Contábamos anécdotas. Éramos Rocío Vélez, Jaime Sanín Echeverri, Óscar Hernández, Manuel Mejía Vallejo, Elena Matei, María Helena Uribe Echavarría -la esposa de Leonel-, Leonel y yo, entre otros. A veces, él contaba un chiste. En ocasiones, María Helena, con sutileza, le ayudaba a recordar alguno que se le había olvidado", recuerda Darío Ruiz Gómez, el autor de Hojas en el patio, quien conoció a nuestro personaje en 1967. Desde entonces se hicieron amigos. En las Bienales de Arte, patrocinadas por Coltejer, Darío llegó a ayudarle. De eso se siente orgulloso, porque a esos certámenes que revolucionaron la plástica local, tanto en creación como en la posibilidad de apreciar tendencias disímiles y autores diversos y cotizados del mundo, llegaron críticos como Marta Traba y Giulio Carlo Argam, Vicente Aguilera Ceri, Laurence Alloway. "Leonel es como un hermano para mí".
Esa vena humorística, que lo llevó a cometer la ocurrencia de escribir un libro de Chistes blandos, en el cual ya hay más de 400, la adquirió de su tío Mario Jaramillo Duque, un humorista de mitad del siglo XX, que tenía un espectáculo de por lo menos una hora y media, en que imitaba personajes de la época: Mussolini, Hitler y algunos dirigentes locales. Leonel lo veía ensayar y tenía el privilegio de disfrutar sus presentaciones tras bambalinas, en el Teatro Junín.
"La risa es una terapia -diría Leonel un día en algún artículo-. El día que pasa sin uno reírse, lo perdió".
Esa chispa le alcanza para el baile de tango. Cuando lo hacía -ya sus piernas son auxiliadas, aunque diría uno que innecesariamente, por un caminador de ruedas- se vestía como un argentino, con bufanda y sombrero. Y no pocas personas lo detenían para que les firmara autógrafos, creyendo que era un bonaerense auténtico.
Sin fronteras
Con su esposa María Helena, la autora de novelas como Polvo y ceniza y El reptil en el tiempo, conformó desde hace más de 50 años una pareja perfecta. Ella, dueña de gran erudición, es considerada una animadora inigualable de tertulias. Pero en la vivienda que habitan desde hace cuatro años "no he podido encontrar mi rincón, el sitio que me inspire. Ahí está el computador, todo está ahí, pero no me hallo", me contaba ella mientras buscaba algunos álbumes de fotografías de su esposo. Se complementan hasta en el aspecto religioso. "Son dueños de un catolicismo férreo", comenta Darío Ruiz Gómez. En una fotografía de hace unos 20 años, del archivo de este diario, aparecen ambos -Leonel y María Helena- en un aula de clase. Estudiaban pensamientos de Juan Pablo II, según dice al respaldo. Y de esto, su hijo Alberto José, arquitecto aficionado a la fotografía, les siguió el camino: tiene un alto cargo en el Opus Dei, en Cali. "Pero esa religiosidad no ha afectado nunca el criterio artístico de Leonel -sostiene quien lo considera un hermano-. Nunca adquirió una postura intolerante ni sombría; siempre ha tenido los sentidos muy abiertos al cambio".
Las otras hijas, María Isabel, Beatriz, María Luisa y Natalia, están vinculadas al arte, como sus padres.
"Recuerdo que una vez estaba Fernando González en mi casa. Se chocó con una pared de vidrio que daba al patio. Se achantó un poco, pero ese incidente le sirvió para filosofar. '¿Qué somos los humanos si una pared de vidrio nos puede detener? Nosotros, que queremos atravesar fronteras, nos detiene la más leve barrera'. O palabras parecidas. Fue muy bello", dice Leonel Estrada mirándose hacia adentro, recavando en su memoria para luego mirarme y decirme: "qué más le cuento".
"Puede ser que haya quienes no compartan algunas ideas con Leonel Estrada, pero de todos modos él es respetado como un ídolo -expresa Hildebrando Mejía-. Es más: cuando yo lo miro, me parece que se le nota una aureola".